Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 26 de diciembre de 2012

¿Dónde estamos?


Para invocar un demonio necesitas saber qué nombre tiene

7.

Compartir el aire de un piso completo, reciclar el dióxido que exhalan las asistentes y los contadores, hace que me sienta en tal medida parte de la humanidad que cierro los ojos y me imagino flotando en una piscina pública, rodeado de los pechos peludos de los demás hombres trabajadores y de las nalgas flácidas -que rozo al pasar- de las que, como yo, cotizan al sistema de seguridad social y que constituimos, una a una, uno a uno, la fuerza laboral, el grueso de las estadísticas.

Y ahí me siento a salvo. Protegido por un ejército de ítems. Parte insignificante de una medición. Abrigado por el consuelo de ser igual a muchos. Dueño de una vida que se va alejando del principio inconscientemente, despacio, suave. 

martes, 14 de agosto de 2012

¿Para dónde vamos?


El mensaje de Full House

Solo puedo pensar en la amistad como una relación tan estrecha que termina generando violencia y finalmente, ganas de huir. Tal vez por eso las amistades más perdurables son las que se reducen a una distancia prudente y a la búsqueda de información a través de intermediarios. Preguntar en el bar si ha vuelto a aparecer Sebastián Márquez, ver en facebook las fotos de los viajes de Monique, hablar eventualmente con Mancho; ver los periódicos y revisar que no aparezca ninguno de ellos en las judiciales.

Ese seguimiento lejano de otra vida es mucho más justo y seguramente menos agotador que la interacción continua  de los confidentes. Sé que se casó Jeroboam, que el hijo de William ya tiene 7 años, que la mayoría del tiempo las vidas evolucionan muy poco; tan poco que hay que generar episodios como un nacimiento, una boda o un posgrado para ondular en alguna medida la forma continua y sosa del destino. Algo que no sea tan dramático como la muerte, pero que sirva de referencia dentro de la vida. El punto inicial desde el que se empieza a contar un aniversario, el comienzo de una nueva etapa, el día desde el que se debe tener en cuenta un nuevo salario para la liquidación.

Seguí todo el proceso judicial contra Sánchez. Lo acusaban de parapolítica, tal vez el crimen que con más saña observa nuestra sociedad. Veía pedazos de las audiencias en televisión y hacía fuerza para que dijera una cosa, para que se quedara callado en algunas partes. Algunos compañeros de la universidad me contaban que otros compañeros de la universidad habían ido a la Corte Suprema a testificar contra él. Él se agarraba la cabeza, lloraba por momentos.

Condenado, como era obvio, tras el acoso mediático que reclamó todo el tiempo la obviedad de las pruebas, fue conducido a la cárcel. Recuerdo que iba caminando, esposado, al lado de Juan Carlos Martínez. Recuerdo que lo vi por RCN y en ese momento la vida me pareció de verdad. Juan Pablo Sánchez, una de las personas con quien más he apostado en la vida, iba esposado, amarrado, juzgado por un sistema malo, definida su conducta como perjudicial por esos jueces que escriben tan mal, que se comportan tan mal, por esas ánimas de la técnica que carecen por completo de olfato moral.

Era horrible jugar poker con Sánchez. Además de ser irritable, su suerte era exagerada. Sin embargo, yo era capaz de seguirle el juego durante horas. Dejábamos de ir a tres clases seguidas. Jugábamos en un muro, perdía todo, lo recuperaba y después nos íbamos para full house a seguir jugando. En full house todos estábamos enviciados. Algunos solo al juego, otros al juego y al trago; otros al juego, al trago y a la droga.

Hoy se murió Sánchez. Estábamos a tres cuadras de distancia. Yo dormía y él cruzaba esa raya tras la cual ya no se puede apostar, ya no se cuenta con vida para ello. En los periódicos salió, a modo de biografía, la reseña de su condena por paramilitarismo. No hablaron de su niñez, de alguna tarde importante de su vida, de una jugada genial del poker que lo haya dejado soñando con las cartas de la baraja. Cuando estaba en el velorio llegó un ramo de Full House. Decía: “Que Dios te tenga en su gloria, Juan Pablo”. Para full house todos somos buenos; tal vez por eso nos sentíamos tan bien allá.

jueves, 5 de julio de 2012

¿Dónde estamos?

Buscando balnearios


I chose not to choose life. I chose something else.



En décimo vimos Trainspotting y después Sebastián Márquez y William hicieron un foro en la clase de filosofía. El tema era algo como el sentido de la vida; tal vez una forma general del destino de los humanos, la razón de la moral, los motivos para comportarse bien, la importancia de trabajar (o no), la forma en que las drogas, el crimen o un simple modo de vida atípico, podían influir en la variación radical de los principios hasta el punto de dar nacimiento a una nueva moral. ¿Correcta o incorrecta? no podría decirse porque todos los jueces del comportamiento tienen nexos con algún sistema moral. Todos tienen inclinada la visión del mundo hacia algún sistema predeterminado y arraigado en la historia por siglos. Es difícil que por simple olfato alguien pueda decir lo que está bien, pues ese olfato está culturalmente condicionado a inmiscuirse en cosas que nunca van a estar bien ni mal, que simplemente ocurren. Sobre lo que está bien o mal podría discutirse. Pero llegará quien diga que el trabajo es bueno, que el trabajo es malo, sin que llegue a discutirse sobre la posibilidad de elegirlo como una opción más que no es necesariamente correcta o incorrecta.

De un momento a otro, como dijo Sebastián Márquez, “Todo eso dejó de parecerme bonito y me pareció verdad”. Me gusta en lo que se convirtieron. No estudiaron en la universidad, cambian de celular todo el tiempo. No sé bien lo que hacen pero me gusta encontrármelos cada dos años, gradualmente más acabados por la droga pero más reconfortados por haber hecho algo diferente. Son gente distinta y por lo menos si están absorbidos, están absorbidos por algo distinto. Andan armados, en carros que no son pagados por cuotas, a veces con mucha plata, otras con menos, pero nunca pendientes de una asignación periódica.

Van por ahí buscando negocios, problemas o balnearios para descansar un rato. En pantaloneta, mariquiando a los policías en los retenes, desviando su atención de lo que socialmente se considera importante hacia lo que filosóficamente, en su modo particular de filosofía, se considera importante.

Esa agresividad que yo también tenía al principio, se ha vuelto exclusivamente ideológica. Puro bla, bla, bla. Estoy en desacuerdo con lo que hago, pero lo hago. Esa es mi forma de resistencia.  O puede que ni siquiera sea una forma de resistencia, sino una especie de fidelidad a una imagen mientras actúo en otra imagen. Es algo como “Muy bacano ser lo que quiero ser de verdad, pero esto me sale más barato socialmente”. En resumen, le soy fiel a ese ideal de mi mismo pero mis muestras de fidelidad son solamente ideológicas y de poco valor.

Cuando me los he encontrado ha sido irreal. Ha pasado en varias ciudades que voy por ahí y está el ARQ 399 parqueado con los dos adentro, Márquez y William. Márquez está drogado todo el tiempo y William... pues William no lo necesita. Él nació drogado, listo para todo, maldito, imposible de socializar. Cuando los veo en ese carro de vidrios polarizados me gusta más este mundo, donde David cascó a Goliat, donde una culebra puede matar un elefante, donde dos muchachos anónimos pueden ir por ahí, metiéndose en problemas y buscando balnearios porque a cambio de la vida escogieron otra cosa. Como en Trainspotting.

viernes, 15 de junio de 2012

Desearse suerte puede ser uno de los actos más humanos. La única enseñanza que deja la historia es que en el mundo la suerte nunca se ha repartido por igual. Está regada en desorden por todos los destinos de forma tan extraña que invoca al mismo tiempo dosis equivalentes de belleza y de injusticia. Se escapa y aparece, se invoca y no llega, y llega sin que se invoque. Hace su entrada en tandas inesperadas, hila carambolas, arruina lo establecido y consolida lo incierto. A su arbitrio nos daña o nos vuelve grandes, aunque grandes o dañados seguimos siendo sus juguetes.

Para los que creemos en Dios, el 31 de diciembre no es un día como cualquier otro. La noción divina se vuelve casi palpable y esa cosa abominable que domina el tiempo y decide sobre la muerte, forma una nube silenciosa sobre las familias que se abrazan y se desean suerte. Todo se resume en un pensamiento colectivo sobre la suerte. En el deseo de que por lo menos se mantenga estable, que para arruinarnos una carambola no nos lance un terremoto. Sabemos que nos tiene tragedias guardadas pero pedimos que no las lance todavía, que se demore unos años, muchos años, o unas décadas.



En el último 31 todos estábamos pidiendo eso. Ahora, transcurrida la mitad del año, nos mandó un invasor que está destruyendo por dentro a a la abuela. Estoy muy triste.

miércoles, 13 de junio de 2012

¿Dónde estamos?

Le baptême de solitude


“Immediately when you arrive in Sahara, for the first or the tenth time, you notice the stillness. An incredible, absoulte silence prevails outside the towns; and within, even in busy places like the markets, there is a hushed quality in the air, as if the quiet were a conscious force which, resenting the intrusion of sound, minimizes and disperses sound straightway. Then there is the sky, compared to which all other skies seem fainthearted efforts. Solid and luminous, it is always the focal point of the landscape. At sunset, the precise, curved shadow of the earth rises into it swiftly from the horizon, cutting into light section and dark section. When all daylight is gone, and the space is thick with stars, it is still of an intense and burning blue, darkest directly overhead and paling toward the earth, so that the night never really goes dark.
You leave the gate of the fort or town behind, pass the camels lying outside, go up into the dunes, or out onto the hard, stony plain and stand awhile alone. Presently, you will either shiver and hurry back inside the walls, or you will go on standing there and let something very peculiar happen to you, something that everyone who lives there has undergone and which the French call 'le bapteme de solitude.' It is a unique sensation, and it has nothing to do with loneliness, for loneliness presupposes memory. Here in this wholly mineral landscape lighted by stars like flares, even memory disappears...A strange, and by no means pleasant, process of reintergration begins inside you, and you have the choice of fighting against it, and insisting on remaining the person you have always been, or letting it takes its course. For no one who has stayed in the Sahara for a while is quite the same as when he came.
...Perhaps the logical question to ask at this point is: Why go? The answer is that when a man has been there and undergone the baptism of solitude he can't help himself. Once he has been under the spell of the vast luminous, silent country, no other places is quite strong enough for him, no other surroundings can provide the supremely satisfying sensation of existing in the midst of something that is absolute. He will go back, whatever the cost in time or money, for the absolute has no price.” 

― Paul BowlesTheir Heads are Green and Their Hands are Blue: Scenes from the Non-Christian World

martes, 29 de mayo de 2012

La Zigurat

Vine a trabajar con el ánimo usual. Un poco nervioso en lo que concierne a lo que podría llamar mi aspecto operativo, mi parte más básica y sin embargo (o tal vez por eso mismo) la más visible. Esa parte que por alguna razón siento que genera incomodidad en los desconocidos. Mi camisa que se desacomoda, la falta de fidelidad a un estilo, una leve ansiedad de la que soy presa incluso en el acontecimiento social más insignificante, y en resumen, lo que podría ser la agrupación imperfecta de mis atributos, esa naturaleza difusa que impide que me apropie por completo de mi expresión.

Hoy dudé un rato entre dos corbatas azules. Hay una que más que por su aspecto, me gusta porque por el lado de atrás dice Zigurat. Creo que es el nombre de su diseño porque, en efecto, las formas azules y negras que se entrelazan a lo largo de la prenda recuerdan la estructura de un templo mesopotámico.

La otra corbata es más bonita, el azul es más vivo y las formas más contemporáneas, pero carece de la profundidad que tiene el diseño de la corbata Zigurat. Se podría decir que es una prenda más insustancial y con menos valor simbólico, pero más elegante, si se quiere, o por lo menos más adecuada para usarse en un ambiente en el que más que cavilar sobre la historia y el misticismo, se requieren disciplina y trabajo.

Elegí la segunda y dejé colgada la Zigurat en un perchero.

La mayor parte del tiempo siento que puedo ser víctima de una elección; no de forma tal que pueda tomar una decisión fatal, sino que todo el futuro, bueno o malo, que se desprenda de lo que decida en un momento concreto, va a ser inmodificable. La sola imposibilidad de recomponer un instante idéntico al actual en el futuro, me convierte en una víctima de la decisión. No importa si es buena, o si sus efectos en el futuro son los esperados. El no estar facultado para regresar al punto inicial, la ausencia de control sobre la locomotora imparable del tiempo, me aleja de la posición dominante que tal vez solo pueda obtener por la vía abstencionista: no decidiendo nunca nada.

De lo anterior se desprende que soy supersticioso, y ese es tal vez mi rasgo más representativo. Tengo mucha fe en lo inesperado, pero más que una fe pasiva, que una creencia expectante, lo que siento es un anhelo incontenible de que ocurra lo improbable. Que alguien se ilumine y salga volando por encima de los árboles hasta perderse en el infinito; que un sólido traspase otro sólido; que aparezca un espectro detrás de mi cama cuando me esté quitando los zapatos para acostarme. Pero más que eso, lo que pasa es que me siento a gusto entre la gente misteriosa. Gente que alberga un secreto, hinchas de lo improbable, gente con una disposición imperfecta de los atributos, que vive en las sombras. Que parecen ecuaciones mal planteadas que nunca, aunque el destino se trabe a su favor, van a arrojar resultados.

Cuando vengo a trabajar, opongo cierta resistencia a hacerlo con más convicción de la que me permiten demostrar mis escasas habilidades teatrales. No hay misterio en el trabajo, o por lo menos no en el mío. Defino las condiciones contractuales, estudio la normatividad aplicable para cada acto, sugiero cláusulas o parágrafos que solo van a regular fracciones muy pequeñas y temporales de la realidad. Trato de hacerlo bien, pero sé que incluso el efecto de la cláusula más genial que redacte, sería enano frente al misterio que se despliega detrás del mundo operativo. Podría diseñar un puente, o perfeccionar el funcionamiento de una hidroeléctrica pero eso también sería enano. Cosas como la corbata Zigurat son los pequeños enclaves que el misterio ha fundado en mi vida. Tengo fe en que todos los enclaves del misterio conformen algún día  un símbolo, una unidad que  se oponga al mundo operativo con más carisma y espectáculo, que se consolide por lo menos por un tiempo la república de lo improbable.

martes, 22 de mayo de 2012

¿Para dónde vamos?




I don't know how to lie. But I don't know what truth is, either. I always try to speak the way I think will cause least trouble to God and men.

- Ólafur talking to Vegmey



5. Sancho

Seguramente estoy muy viejo para haber tenido un perro por primera vez. Cuando estaba pequeño les tenía miedo y más adelante, en la adolescencia les tenía algo de asco. Me parecían criaturas, que si bien pertenecían a una especie amiga, habían invadido el espacio de las personas con su olor a bestia y sus costumbres salvajes reducidas artificialmente al espacio limitado de los edificios de apartamentos. Sin embargo, cuando me ofrecieron a Sancho no dudé en recibirlo. Estaba viviendo solo en una vereda entre Rionegro y La Ceja y pensé que seríamos buena compañía: un perro que a sus ocho meses no había tenido amo, y un amo que a sus veintinueve años no había tenido nunca un perro.

Lo trajeron de Puerto Berrío en una volqueta. Estaba metido en un guacal de madera y adentro estaban sus datos y los carnets de vacunación, el collar y la cadena. Cuando lo saqué no ladró ni se movió. Tampoco reaccionó cuando le eché agua con una manguera, ni mostró interés en la coca llena de cuido que con mi inexperiencia había dispuesto para la ocasión. Sin embargo, mientras se desplazaba hacia un rincón a descargar su vejiga, sentí una simpatía hacia él que superaba la simple simbiosis que suponía habitual entre perros y humanos. Una simbiosis tonta en la que el humano alimentaba al perro y el perro lo divertía con su inteligencia desarrollada a medias por su condición milenaria de animal doméstico.

Con el tiempo Sancho y yo nos habituamos a una rutina. Lo amarraba antes de salir por la mañana, volvía a entrar para desamarrarlo y volvía a salir dando un portazo final. Mientras me alejaba en el carro, él corría por el borde interior de la cerca y ladraba hasta que yo desaparecía en la curva del horizonte rumbo a Medellín. Por la noche volvía y el perro saltaba y mordía en lo que parecía su desconcierto por un día más con amo. Yo entraba a la casa, me quitaba la corbata y volvía a salir al prado. El perro se calmaba y se echaba a mis pies. Me veía tomar cerveza y con respeto, me sentía cavilar sobre mis preocupaciones de animal superior. La paz solo se veía interrumpida cuando pasaba una moto por el lado exterior de la cerca. Supongo que en su versión de la realidad, una moto era un enemigo al que aniquilar. Ladraba un rato y volvía a mis pies, levantando la cabeza de vez en cuando, como extrañado por nuestra existencia simultánea.

La semana pasada me cambié de ciudad. Dejé a Sancho en otra finca donde supuse que iba a estar bien. Allá dejé el collar, la cadena y las cocas para el cuido.

Hoy se murió. A su alrededor había un círculo que él mismo parece haber cavado durante la agonía. Al lado estaba su cuerpo tieso y un enigma resuelto: él estaba primero en el turno. Pero hay otros sin resolver: ¿Por qué se morirá todo? ¿Por qué llegará un día en que dejamos todo incompleto? La muerte no hace distinciones; a todos nos lleva por igual, y entonces, por lo menos en su concepción parece una cosa justa. Un evento siniestro pero democrático. Es la vida la que no parece ensañarse con todos en igual proporción. A Sancho le dio un tour de dieciocho meses por un mundo que consistió en mil metros cuadrados de pasto, una cerca y motos que pasaban más allá de la cerca. Justa o no, esa fue su vida.

domingo, 6 de mayo de 2012

Al otro lado del silencio

Desde pequeño me ha gustado la plata; entonces un día, haciéndole caso a mi mente agitada de los 17 años (que era más agitación que verdaderas aventuras) pregunté en Pizza Factory si necesitaban un domicilio. Me preguntaron si tenía moto, si estaba estudiando. No hubo nada de referencias ni preguntas sobre mis virtudes o mi familia, ni mucho menos  la formalización escrita de un vínculo laboral recién adquirido del que se desprenderían ganancias  diarias de $20.000, más las propinas, más un bono extra para tanquear en la bomba del Carretero.

Me sentí muy libre. Iba a recorrer la ciudad en turnos de 16 horas con una caja de madera cargada de pizzas y una mente abierta a los espectáculos del mundo: peleas callejeras, choques entre buses y carros particulares, riñas sentimentales, fragmentos de teta expuestos a las 2 de la mañana por una u otra razón.

Todo iba a pasar muy rápido. Mientras la gente aguardaba por su pizza acostada en un sofá, yo iba a esperar al empacador con la moto prendida. Iba a pegar en el velocímetro un papel con las direcciones de los pedidos, le iba a dar una patada seca al cran e iba a salir disparado mientras acababan de empacar  las pizzas en la caja trasera. Después vendría la odisea de piruetas entre los buses, un pitazo a los hippies aburridos de los Volkswagen y después una aceleración intempestiva, un poco de ruido con el clutch y una risa larga que invadiría el aire de la ciudad, la risa de la libertad.


Cuando terminaba los turnos a las 3 am, a veces me daba pereza seguir hasta mi casa. Era como si quisiera ver en vivo esas horas misteriosas tan parecidas a los sueños que antes pasaba durmiendo bajo el techo protector del hogar. Quería esperar el silencio, dejar que pasara y ver qué era lo que seguía después. Quería estar solo en las esquinas, sacar el mayor provecho de la libertad, sentir la presencia demoníaca de la noche y acostumbrarme a ella como uno de sus hijos. Y sus hijos eran muchos. Eran 15 o 20 y se reunían todos en la esquina del Chamo. Eran un eslabón extraño de la sociedad. Muchachos con el papá en Estados Unidos, o sin papá, de los que se esperaba algún accidente prematuro, de los que de día, a simple vista, podía suponerse una nutrida historia criminal, que algunos de ellos como Victorino, ya de hecho habían empezado a nutrir. Todos sabíamos que robaba y pegaba puñaladas por contrato, pero además se le atribuía un récord de tres muertos que no desmentía ni confirmaba y que solo afrontaba con su sonrisita de marihuanero habitual.

Mi primer contacto con ellos fue El Muñeco. Era amigo de un amigo y un día me dijo venga para acá, venga tómese una cerveza con nosotros. Sonaba música de Ángeles del Infierno en una grabadora de pilas. Me presentó al Chamo, a Tití y a Andrés Boquillanta. Los que antes eran leyendas que cuando salían de día solo hacían mala cara, ahora me conversaban como si fuera una criatura más del mundo de la noche, un macho recién liberado que había logrado la emancipación por su recientemente adquirido poder económico. A veces parábamos de tomar y pactábamos una carrera hasta La Sultana. Eran carreras a muerte, sin ninguna consideración por la amistad o la propia vida, en las que se entregaba todo durante 9 minutos, y al cabo de las cuales se pagaba la apuesta, se servía más aguardiente y se esperaba el amanecer al que se temía, por ser esa luz tenebrosa que anuncia la realidad.

Uno de esos días, esa luz tenebrosa llegó con la noticia de la muerte de Andrés Boquillanta. La noche anterior no iba en moto, iba en carro, en un Chevette que salió volando y quedó incrustado en la fachada del ICBF. Antes de ir a cumplir con mi turno en Pizza Factory pasé por la esquina. Lo estaban velando ahí ante la mirada vacía del Chamo. Recuerdo que varias horas después pasé otra vez. El Chamo estaba borracho y le preguntaba llorando y siguiendo los gritos de Ángeles del Infierno ¿Qué hay amigo, al otro lado del silencio?.

lunes, 30 de abril de 2012

¿Para dónde vamos?


3. Manyoma



En los extremos de cada mano, al lado de los pulgares, están las cicatrices de lo que parece un antiguo dedo extra mutilado quirúrgicamente. Y eso es lo más normal, porque uno sabe que tener seis dedos es raro pero puede llamarlo de alguna forma: Polidactilia corregida con cirugía, según el exámen médico de ingreso. Lo demás es indescriptible. Daniel puede ser un duende, un ángel, o simplemente un espíritu limpio y puro metido en un cuerpo enrarecido por su grandeza interior. O puede no ser nada de eso, solo un poco de masa que adquirió una forma rara para el parámetro estético de nuestro tiempo.



Tal vez algún día los dientes torcidos, la baja estatura y las mutaciones congénitas sean algo bonito, pero Daniel tuvo el infortunio de haber nacido muchos siglos antes de que la estética variara de un modo tan radical. Sin embargo, cuando se enfrenta al mundo lo hace con una seguridad que sale de muy adentro. Probablemente de un espíritu experimentado que ha viajado muchas veces entre el sufrimiento y la felicidad, o de un albedrío perfecto que por orden genética nunca se inclina hacia el mal.



El día que terminó la práctica en Archivo Documental llegó a mi escritorio y me preguntó si le podía dar el teléfono y si me podía agregar a Facebook. Esa misma noche me agregó. La foto de perfil es una caricatura japonesa de pelo rubio que se ríe proyectando la perfección de los dibujos hechos por humanos. Trazos libres de monstruosidad y degeneración. Un dibujo que aunque es feo está hecho de líneas perfectas; una creación sin porvenir, espíritu, ni opiniones sobre sí mismo.



Varios meses después me llamó. En el fondo yo sabía para qué, así que no le hice más incómodo el trámite. Era obvio que estaba sin trabajo. Era obvio que nadie le iba a dar trabajo; por miedo, por estética, porque el ambiente corporativo debe mantenerse limpio de las rarezas humanas. Incluso cuando se emplea a un minúsvalido, se escoge a uno que no asuste a los clientes. Que se vea bien, que no tenga expuesto el defecto. Él no me dijo nada. Solo me saludó y me preguntó que  cómo iba todo por allá. Yo pensaba en las vacantes y en mi insuficiencia burocrática para aparecer en la gerencia con un recomendado. La conversación fue y volvió bordeando el mismo tema. Los dos le dábamos vueltas sin mencionarlo. Le pregunté por el grado, por la familia. Él me preguntaba por la oficina, por los de archivo, que si habíamos vuelto a jugar fútbol.


Daniel pensó que yo podría ayudarle. Algo vio que le hizo creer eso. Tal vez que una vez le ofrecí maní, o que le pedí crema de dientes; o tal vez esa conclusión a la que se llega íntimamente, la afinidad inexplicable entre algunas almas, la seguridad de que otro, que en muchos casos es un desconocido, es uno de los nuestros.


Ahora Daniel está trabajando en las bodegas. El médico advirtió que debe tener un cuidado especial con la columna y no permanecer mucho tiempo en la misma posición. A la hora del almuerzo sube a mi escritorio y conversa conmigo los quince minutos que tiene para descansar. Me dice que entró a estudiar ingeniería de sistemas y que se está arreglando los dientes. A veces sigo completando contratos mientras le converso. Hay una tensión, sin embargo. La de dos almas que son afines inexplicablemente; que mientras salen del mundo se ayudan en sus objetivos temporales. Algo distinto a la amistad, un sentimiento vago y misterioso como el viento que pasa por encima de las velas sin apagarlas.

miércoles, 25 de abril de 2012

El pasajero


I see the stars come out of the sky
Yeah, they're bright in a hollow sky

Cuando el Tío Aníbal empezó a sospechar que el último niño que había tenido su esposa no era hijo suyo, se emborrachó, le puso un cuchillo en las tetas y le pidió que le dijera la verdad. La esposa, despistada por la incertidumbre de la madrugada, pero más que todo atendiendo la vehemencia de su súplica, se la dijo completa.

El tío se acostó aliviado por la confesión y roncó en medio de esa ficción extraña que se desarrollaba en su mente campesina llevada al sueño por la borrachera y por la desgracia de la infidelidad. Seguramente soñaba cosas tristes y obvias. Vacas moribundas, porquerizas descuidadas, un campo inmenso sobre el que empezaba a caer la noche. Al día siguiente salió para las minas con el perro y con un niño de esos que siempre están detrás de los hombres de mundo tratando de aprender algo, un truco sobre la vida, la forma de ganársela. A mitad de camino entre Salento y las minas, después de haber caminado varias horas, paró en seco. Él dice que pensó “yo qué hijueputas voy a seguir haciendo aquí”; el pensamiento tomó fuerza en su mente, le enfrió las manos y lo hizo sentir el vacío por dentro. Entonces se dirigió al niño: - “¿Usted sabe llegar a la Mina?”; el niño le contestó que sí. “Váyase solo. Le regalo la cobija, la linterna y la perra”.

El niño se puso muy contento. Seguramente pudo empezar una vida con esa linterna, esa perra y esa cobija. un hombre decepcionado le había dejado sus herramientas, solo tenía que hacerlo bien de ahí en adelante para llegar a la cima. El tío bajó al pueblo, cogió un willy´s y se fue dejando atrás a la esposa, al bastardo y a otros tres hijos legítimos. Cuando cuenta eso me imagino que sintió frío. Me imagino que tomó aguardiente y él lo ratifica. “Yo siempre fui responsable con el mercado, pero todo lo que me sobraba me lo tomaba, mi único lujo era el aguardiente”.

Dijo que hubo un momento en que había tomado tanto aguardiente que se le empezó a reventar la cara. “Se me puso roja esa hijueputa, se me rajaba y me salía sangre”. Con el tiempo el Tío resurgió hasta acomodarse como un elemento raso de la naturaleza; pero antes de resurgir cayó muy abajo. Cayó a la cárcel y más abajo.  Volvió a subir y volvió a caer como una pelota que rebota sobre la superficie dura del destino.

Es raro verlo ahora. Anciano, sentado en el mostrador de un estadero en El Bordo, Cauca. Administra su negocio mientras ve descender de los buses a la gente que va a almorzar o a comprar un tarro de panderos. Algunos son turistas, otros empleados de alguna fábrica, otros delincuentes que, como él en su momento, van y vuelven de extremo a extremo del país. No lo impresionan. No lo emocionan las cuentas de los almuerzos que va a vender. No le da miedo que le roben. Detrás de esa gente que baja apresurada se alza un mundo inmenso, el de las montañas y los ríos, el mundo en el que tal vez pase otros diez años, en el que tomó todas las decisiones; las buenas y las malas.

lunes, 9 de abril de 2012

Criaturas amigas

Hay algo triste en la imagen de un campesino que se desplaza hasta la ciudad para cumplir con una diligencia oficial. Se pone la mejor ropa, limpia los zapatos, guarda cuidadosamente las utilidades de la leche. Deja a alguien encargado y se despide del perro con uno de esos gestos que intercambian las criaturas amigas en la naturaleza. La ropa que se pone no es tan buena como la más mala de la gente de la ciudad. Se perfuma en exceso porque no sabe que es de mal gusto. Pasa las calles nervioso, no conoce las rutas, se intoxica con una salchicha. En este caso es peor, porque se trata de Antioquia, un departamento extenso y quebrado. El largo recorrido que debe emprenderse para llegar desde los confines geográficos que apuntan hacia cuatro esquinas diferentes, termina en una capital donde se ha perdido gradualmente la timidez que es esencial para la pureza de las relaciones humanas.


Mary Isabel se murió en febrero de 2008 dos meses después de una apendicectomía con drenaje generalizado de peritonitis. Doña Luz Estelia no sabe todo eso; solo sabe que a la niña le dio apendicitis, que salió bien del hospital, que no la atendieron en el primer control, que no pudo ir al segundo y que al final se murió entre vómitos, desesperanza y un médico que confundía la muerte con cólicos menstruales. A ese médico lo representa una aseguradora y al hospital donde trabajaba lo represento yo.


El 30 de marzo Doña Luz Estelia llegó a Medellín. Entró al despacho acompañada de su apoderada, una abogada costeña que entró a la audiencia sin haberse preparado y sin que la amparara ningún talento del que pudiera surgir una buena improvisación. Recibió cincuenta o sesenta preguntas, se contradijo, claro, porque la verdad siempre es confusa y mucho más cuando se encuentra asociada a la muerte. Dijo que no había ido al hospital el mismo día que se habían presentado los síntomas porque la niña dijo que no quería ir y que dónde iban a dormir en el pueblo. Y cuando le preguntaron por qué había dejado una decisión de esa importancia en manos de una niña de 12 años, dijo que cómo la iba a llevar a la fuerza, que además la niña estaba feliz saltando en los potreros, que ella no creyó que se fuera a morir.


Dijo que al día siguiente, cuando la niña se puso mal, ya había pasado el carro que pasa diariamente hacia Santa Rosa de Osos y que el vecino que a veces le prestaba una bestia, la tenía alquilada en un sembrado de papa. Trataba de reconstruir los acontecimientos de febrero de 2008 mientras pellizcaba el bolso con esos nervios primarios del que se ve enfrentado a una diligencia en la que se define algo: la culpa, la responsabilidad, el dolo, la muerte, la suma de dinero que la resarce.


En la naturaleza hay criaturas amigas como los hombres y los perros, pero también hay depredadores y presas que se detectan recíprocamente por instinto desde muy jóvenes. Las gacelas se ponen alerta y corren, descartando la posibilidad de que exista un leopardo bueno que no las quiera cazar. Para una víctima del Estado, el abogado de la contraparte es un depredador natural. Es un instrumento a quien el opresor faculta para evadir a toda costa el cumplimiento de sus obligaciones. Un lambón, un encorbatado detestable.


Antes de empezar con las preguntas me presenté como el abogado del hospital. Le dije mucho gusto, Jorge, y la interrogué con la pereza habitual. Con pereza de ganar y de perder por igual. Con ganas de irme para mi casa a hundirme en un razonamiento abstracto y sin sentido que no estuviera sujeto a la administración de justicia. Una idea como viajar a otro planeta o descubrir un código oculto en las interacciones de la naturaleza. Una conclusión que me permita comportarme bien, pero bien de verdad, medido por cualquier sistema moral. Pero ni siquiera sé para qué estamos aquí. Ni para qué estuvo Mary Isabel, ni estoy seguro de la autoridad del juez, ni sé cuánto valdría la vida de Mary Isabel si alguna cosa en el mundo tuviera algún valor; si hubiera un sistema moral absoluto que pudiera consultar a modo de diccionario del comportamiento. Tal vez deberíamos sacrificar al médico para que Luz Estelia estuviera en paz. ¿Logrará la paz con 206 millones de pesos? ¿Tendrá paz el médico algún día? ¿Tendré la paz con mis dos millones de honorarios?


Cuando salimos de la audiencia entré al café Juan Bautista en la Alpujarra. Ella pasó por un lado y me saludó con ese gesto tímido que es propio de las criaturas que son amigas en la naturaleza, ese espacio en el que me aburre por igual ser presa o depredador y hablar todo el tiempo como un loco que no ha entendido nada.

jueves, 22 de marzo de 2012

¿Por qué no tenemos plata?

Jujuy


“Aburrido como largo es el día, y el día es largo” Idoru


Muchos años después de Cristo los pecados se van decolorando. No es lo mismo, la culpa no es igual. El prendimiento y la crucifixión ya adquirieron ese tono histórico de las batallas en las que la sangre derramada se secó hace siglos y dejó de representar una verdadera pasión y un verdadero sufrimiento. Uno cada vez lo piensa menos para pecar, y cada quien peca en grados diferentes según la conciencia y las oportunidades.


Juan Salvador cambiaba mortadelas por sexo. El sexo le salía gratis porque se robaba las mortadelas y porque además, a la que le hacían falta vivía a solo dos cuadras del hotel donde se las robaba. Y a ella, más que faltarle las mortadelas, le sobrara el sexo, que era el valor más importante de la transacción. Al principio la veía desde la esquina toda maquillada recibiendo las mortadelas en la puerta y diciéndole a Juan Salvador que siguiera; con los meses me acerqué gradualmente hasta sentarme en el andén de su casa y por último llegué a esperar en la sala como si mi primo estuviera asistiendo a una especie de consulta odontológica a la que entraba ansioso, desabrochándose la correa desde que le abrían la puerta.


La Tía Encarna construyó el Hotel Serrana con los pedacitos de patrimonio que le dejaron varios puestos de empanadas. Los iba moviendo según la ubicación de la fiesta, la retreta o alguna misa de importancia. Después añadió a esto un asador pequeño que encendía desde muy temprano para competir en cantidad y horario con las señoras que ya se habían posicionado a lo largo de los años con sus propios puestos de arepas. Después empezó a vender almuerzos por igual a los guardianes de la cárcel y a los presos que estos custodiaban. Con el tiempo me imagino que alguien le prestó lo que le faltaba, algún dinero pequeño, y abrió el Hotel Serrana No. 1 en una esquina del parque. Allá llegaban en grupos esos señores que sabían vestirse bien con poquita plata a los que ella llamaba “los viajeros”, y allá desayunaban, almorzaban, comían y dormían, engordando con sus viáticos la prosperidad de ese recién nacido imperio de sábanas, ollas y cobijas.


Años después la Tía Encarna abrió el Hotel Serrana No. 2 en una casa vieja a solo dos cuadras del Hotel Serrana No. 1. De allí salían las mortadelas con las que se financiaba la pasión de Juan Salvador, allá desayunábamos, almorzábamos, jugábamos cartas y nintendo en medio de una atmósfera de limpieza y abundancia, ese lema institucional que seguía atrayendo viajeros que llegaban con sus viáticos desde todas las capitales. A la tía le quedaba muy bien ese rol de empresaria con el que parecía haber nacido. Pasaba por los corredores saludando a los viajeros, ofreciéndoles el menú del día, pero sobre todo burlándose de esa gente graciosa que se creía importante por el solo hecho de estar viajando con una maleta institucional de Johnson & Jonhson o Dromayor.


Al mediodía se apoderaba de la cocina. Se notaba que era su dueña, que entre esas paredes se encontraba su campo de acción. Iba y volvía de un lado al otro del mesón ordenando que fritaran bien los chicharrones, que le dieran una carne pulpa a Jorge Andrés. Me imagino que por esa época la Tía Encarna logró una prosperidad inesperada. Las ollas siempre estaban llenas y las habitaciones ocupadas. Era curioso ver a todos esos viajeros disminuídos ante su presencia y agachando la cabeza cuando le decían Buenas tardes, Doña Encarnación. Pero algo pasa con la suerte. Es como una nube blanca que decide volverse gris justo encima de nosotros, provocar una tormenta, tumbarnos la casa y arruinarnos los planes. Los malos negocios de sus hijas la tuvieron al borde de la ruina. Las piernas se le llenaron de várices que desembocaron en úlceras increíbles. Tuvo que vender el Hotel Serrana No. 1 y sacar sus últimos esfuerzos para rescatar el No. 2 en medio de las súplicas a Dios y las negociaciones desiguales con los bancos.


Cuando ocurrió la deblace yo pensaba en las mortadelas. En mi complicidad con un pecado que creía pequeño pero que reunía en sí mismo un símbolo aterrador: el desperdicio, la ansiedad viciosa por el sexo, la vagancia. Pudimos haber sido meseros del restaurante o por lo menos ayudar a destapar las gaseosas, pero solo entrábamos allá a que nos dieran carne pulpa y chicharrones tostados. Contribuímos con la debacle, con la caída de ese corto imperio de ollas, sábanas y cobijas.



Epílogo:

Un día Juan Salvador trató de ahorcarse en el baño. No sé si lo de las mortadelas tuvo algo que ver, es posible que no. El año pasado se envolvió en una bandera de Colombia y se fue en bus hasta el norte de Argentina. Allá, en Jujuy, hace parte de un grupo de prestamistas colombianos que viven de lo que cobran por encima de la tasa máxima. Cada mes, Juan Salvador envía un cheque o una orden de pago al Hotel Serrana No. 2. Es desde Jujuy que remedia su pecado.

miércoles, 14 de marzo de 2012

¿Por qué no tenemos plata?


Giuseppe




“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”



Al frente se sentaba Giuseppe quien se disculpaba antes de que uno llegara a conocerlo. Decía que pertenecía a una buena familia, que el papá era millonario, que el hermano tenía fábricas en Armenia y que era el destino el que lo había llevado a todo esto. Cuando decía “ a todo esto” se refería a tener la barba así, a estar mal vestido, a vivir en las residencias universitarias rodeado de gente pobre o venida a menos por culpa del azar o la malas decisiones. Pero más que a eso se refería a su condición de fondo: un fracaso que no podía esconder porque saltaba a la vista en cada gesto. Y era por eso que se disculpaba.

Estábamos repitiendo Derecho de Familia por segunda vez y uno podría decir que todos ahí teníamos algo en común, pero incluso el fracaso tiene sus niveles y los de un nivel miran a los de otro como perdedores aún más desafortunados. Es porque en una cierta etapa el fracaso todavía parece una cosa ocasional de la que se puede salir, pero de ahí en adelante se arraiga tanto que se empieza a entender como una condición eterna e inalterable. Al final de ese proceso el fracaso deja incluso de representar un conflicto y se convierte en una especie de celibato que termina pareciéndose mucho al bien, aunque se llegue a él por el camino del mal.

Giuseppe no había llegado al último nivel, pero se encontraba muy cerca. Cada vez fumaba más marihuana y además de fumársela la vendía y se la quedaba debiendo al que se la compraba: un jíbaro de aspecto peligroso que se paseaba con su pitbull entre facultad y facultad. A veces lo veíamos desde el cuarto piso y nos escondíamos los dos porque sabíamos que tanto el amo como el perro estaban entrenados para matar. El primero por cinco mil pesos y el segundo a la menor seña del primero.

Giuseppe decía que yo tenía buena energía y que iba a llegar lejos. Es curioso como alguien que va más abajo que uno en el camino hacia el fracaso conserva la esperanza de que uno abandone ese camino y salga a flote algún día. Que lo represente ante el mundo. Que represente a todos los fracasados. Me abrazaba de forma efusiva al saludarme abarcándome entre dos brazos enormes y lisos por el sudor en las coyunturas y me decía que me quedara después de clase para conversar un rato.

Una de esas veces nos subimos al techo de la universidad con otros cuatro y tomamos aguardiente toda la tarde y parte de la noche. Ese día me repitió que yo tenía buena energía y me invitó varias veces a las fiestas del fakir en las residencias universitarias. Me contó que él mandaba en uno de los bloques y que era el que decidía la duración de los turnos en la ducha y el volumen máximo de la música. Ese día, escuchándolo, me pareció que la mayor injusticia de la vida era privar a un hombre bueno de un poco de éxito, de algo para mostrar en la casa. Él ya lo había intentado mucho y había perdido la esperanza. Había pasado por la cárcel, por la calle, y ahora lo intentaba en una facultad de Derecho, pero las cosas no se le daban. La monedita del éxito corría cuesta abajo y amenazaba con meterse en la primera rejilla. Perdía todas las materias dos o tres veces y la evidencia de esos rostros ajados por la jurisprudencia que nos instruían en el Derecho era una: no lo iban a dejar graduar. Por eso confiaba en mi, porque seguramente le recordaba a él mismo cuando todavía no había llegado tan bajo en el camino al fracaso. Porque veía más esperanza, menos oscuridad en una menguante que nos amenazaba a los dos pero que se había ensañado especialmente con él, sin un motivo, por simple azar.

lunes, 12 de marzo de 2012

¿Dónde estamos?



1. Aquí

A veces yo estaba en El Cable por una u otra circunstancia. Entonces veía pasar a Checho; o más que pasar, escurrirse entre las futuras fotografías de gente que comía helado o tomaba cerveza bajo sombrillas de colores, en decks acondicionados para la socialización. Caminaba con lo que parecía un rumbo fijo pero a los cinco minutos volvía a aparecer caminando por el mismo lugar después de dar la vuelta completa a la manzana. Siempre con su ropa sencilla, elaborando tramas adicionales sobre las historias que leía o que veía en el cine o la televisión.

En principio parecería normal dar una vuelta en redondo, pero todos sabemos la impresión que genera hacerlo. Que uno está loco, que es raro, que no tiene novia. O desde un punto de vista más filosófico, que está volviendo siempre sobre lo mismo y que no se decide a avanzar. No importa hacia dónde, la sociedad nos pide un avance, un informe que debemos presentar cada década. Irnos de la casa a cierta edad, empezar a padecer cuanto antes el peso de las normas sociales. Checho nos contaba lo que aprendía en la universidad. Que los marranos podían eyacular hasta 2 litros por vez; que muchas veces un conejo podía imponerse a un gato si uno forzaba el combate entre ellos. Era como si estuviera por fuera de la sociedad, como si un rasgo indefinido de la niñez hubiera perdurado en él por no haberse corregido a tiempo. Visto así su camiseta negra con el logo de Batman parecía una burla; pero no lo era porque él, en su humildad, lo único que hacía era pasearse entre los adaptados sin intención de violentarlos o de desmejorar su condición con el planteamiento de teorías mejor estructuradas. Él Estaba ahí, y ya. Y nos saludaba con verdadera alegría.

Se acercaba primero a Juan Martín que era su amigo y después, por extensión, a Luisa, a Manuela y a mi. La conversación que surgía era poca, pero a mi me agradaba porque tenía ese aire noticioso de alguien que apenas está conociendo el mundo y que quiere que los demás lo conozcan también. Era ahí donde hablaba de la facultad de veterinaria, de sus vacaciones en Aguachica, de lo que le gustaría hacer en el futuro.

Esta semana me llamaron y me dijeron que el hermano mayor de Checho se había muerto en un accidente de tránsito en Australia. Debe estar muy triste, porque para él la muerte todavía debe ser esa cosa primigenia sobre la que no opera la filosofía, que nos descoloca, que nos aflige para siempre.

martes, 6 de marzo de 2012

¿Qué somos?

2. Tatavio

Cuando nos bajamos en La Asunción, de una supe que iba a haber problema. Habíamos dejado a William recostado en una mesa de La Tienda del Café al cuidado de tres muchachas del Leonardo da Vinci que conocimos horas antes y a las que no pudimos convencer de inaplicar los principios cristianos a pesar de una realidad que copa tras copa se volvía más aparente e imprecisa.

No sé con qué esperanza nos fuimos hasta La Asunción con otras dos desconocidas. Lukas parecía un perchero atestado de objetos que hasta un acólito hubiera querido robar: reloj swatch, camisa gotcha, cachucha billabong. Esos objetos lo ponían algo nervioso pues hasta entonces no había adquirido el don de calles para defenderlos, ni la fuerza física, ni la velocidad. Esa noche no era la excepción. Se sentía inseguro, estaba molesto, sabía que no merecía andar por ahí con lo que tenía puesto. Los insultos que nos lanzaban desde la otra esquina nos avisaban de la inminencia de un atraco. Primero nos iban a desequilibrar a punta de hijueputazos que nos llevarían hasta ellos buscando una explicación y después nos iban a acorralar, nos iban a gritar“gomelos”, iban a jugar con la cachucha de Lukas, me iban a dar una patada indignante, me iban a decir “sóbese”.

Lukas me decía que no hiciera nada, que me acordara de lo de marzo, que me acordara de mi mamá. Yo me acordaba de mi mamá y me daban más ganas de pelear. Estábamos solos en el mundo y yo tenía que hacer que ese mundo nos respetara. No importaba el número de puñaladas que recibiera camino a la cima. No estaba para pensar en la coincidencia que me perforaría una víscera importante. Estaba ahí y ya.

Y así me presenté ante ellos. Como alguien que estaba ahí, y ya. Como alguien que no tiene la técnica ni ha hecho el esfuerzo, pero que confía en la suerte. Fue una escena ridícula. Les dije que quién tenía más ganas de pelear para atenderlo primero.

- Tranquilo Lukas que no nos vamos a dejar robar de estas locas.

Lukas me miraba con pavor porque reconoció a Tatavio al fondo de la pandilla. Su figura estaba rematada en cada esquina por ángulos rectos. Era duro y parecía articulado en exceso, como un transformer pequeño. Vivía en el Solferino pero con el tiempo se había convertido en el amigo malo, pobre y peligroso que los gomelos malos llevaban a las peleas. Y eso lo hacía más detestable para mi. Era amigo de Colores y de Miguel, que eran unos agüevados a los que les gustaba reproducir las peleas del bajo mundo en los estanquillos de sus barrios estrato 6. Yo no jugaba esos juegos. Yo estaba ahí y ya.

-¿Usted, o qué? Yo sé que usted pelea bueno, intrigué a Tatavio.

Saltó desde atrás como una fiera silenciosa. En ese momento pensé en todas las peleas que había perdido hasta entonces, si se le puede llamar perder al hecho de quedar tirado en el piso alucinando, viendo ángeles, viendo a mi papá. La última vez me habían dado patadas por el costado occipital como si fuera un balón o una mandarina podrida. Límites como ese le recuerdan a uno la humanidad, la mortalidad de los tejidos. En cierto sentido, uno es feliz mientras lo golpean. El martirio nos hace felices de una forma que es incomprensible cuando se encuentran activadas todas las funciones vitales. Hay que pedir más golpes para entender la felicidad del martirio. Hay que ver más allá del filo del andén y considerar el paraíso.

Tatavio venía volando por el aire pero le adiviné el lado de la puñalada. Es como adivinar un penalty. Si uno se mueve para un lado sigue vivo, si se precipita y se mueve antes permite que le acomoden la puñalada en cualquier lugar, en el ángulo más peligroso y fatal: la esquina superior de un cuadrado imaginario donde está esa víscera gigante y llena de sangre que es el sueño de todos los cuchilleros. El hígado; mi hígado. Pero ese día, Tatavio, un definidor reconocido, se equivocó de lado y su castigo fue un manotazo cerrado que le partió la nariz. O la cara entera. Lukas me miraba incrédulo. Tatavio estaba inconsciente pero gemía desde un lugar intermedio entre la realidad y el más allá. Toda la pandilla estaba inconsciente. El tiempo se detuvo. El espacio también. Solo un taxi se movía al fondo, un chevette 82 que subía en tercera hacía San Jorge en lo que parecía una noche normal.

martes, 28 de febrero de 2012

¿Para dónde vamos?



Adiós –dijo el moribundo al espejo que tenía enfrente–. No volveremos a vernos.




1. Obando

Las horas previas a la muerte transcurren con normalidad, como una escena de sala donde la gente ríe a carcajadas sin saber que hay una serpiente que duerme bajo las poltronas. Mi papá vivió tontamente los últimos momentos, ateniéndose con fidelidad al trámite de los ritos diarios. No gritó, no se despidió, no vio un espectro negro tras de sí en el espejo. No estuvo en la ducha más tiempo del usual, no presintió nada, sus vértebras no fueron recorridas por un escalofrío premonitorio.


Es raro afeitarse el día en que uno se muere. Hacerle mantenimiento a un cuerpo que doce horas después va a empezar esa descomposición que degradará la figura noble, fría y estática del muerto reciente y la convertirá en un cadáver tenebroso, con pedazos de ropa que se van a aferrar a lo que queda de músculo, de carne, de sangre, en un proceso que no se detendrá hasta obtener, tras los milenios, el producto final: una pieza arqueológica limpia de nervios y de cartílagos; un souvenir del mundo que para entonces solo será parte de esa noción lejana y desconocida de la prehistoria.


Él lo hizo, se afeitó. Así lo pude constatar la semana siguiente mientras sacaba las cosas de su apartamento. Había restos de barba en la cuchilla de afeitar y una mancha de espuma en el espejo. —Se había afeitado, pensé mientras recorría con los dedos el filo de la cuchilla. —Se había afeitado. Elvia me dijo que le había pasado una camisa para que la planchara mientras se bañaba. Era una camisa blanca, no era su preferida, no tenía nada de especial; no la habría escogido para matarse amarrado a la silla de un Land Cruiser ese miércoles por la tarde.

Tal vez se haya tomado un momento para ver su cara completa en el espejo. Es posible que la haya registrado por última vez sin saber que diez horas después sería lacerada y golpeada. Las bolsas de leche, en la nevera, tenían una fecha de vencimiento insuperable para él.


Elvia lo vio salir del apartamento, arrastrando los zapatos con su paso desafinado. Cruzó el corredor y cerró la puerta.


El resto fue un misterio. Viajó de un lado a otro de la ciudad, haciendo sus diligencias, sin saber que en algún momento del día, tal vez mientras almorzaba, en el lugar donde se iba a accidentar horas después los obreros cambiaban de turno y los carros pasaban despacio, en una tibieza escénica pavorosa, como si se tratara de una plaza de toros vacía que espera por los protagonistas, los gritos, el sol y la arena ensangrentada. Hacía cientos de cosas por última vez. Caminaba por la carrera 23 de Manizales viendo las últimas caras, escuchando los últimos campanazos de la catedral, viendo en el reloj las 2:45 que ya no vería al día siguiente. Se despidió de todas las imágenes que alguna vez, antes de nacer, también le fueron ajenas: los avisos de las panaderías, los estudiantes, los edificios oficiales, los mendigos acostados bajo los aleros de los restaurantes, y las filas de taxis frente a los supermercados.



Llegó al hospital con la vida necesaria para escuchar su diagnóstico en un murmullo lejano. El impacto le había dejado la camisa por fuera del pantalón y los zapatos embarrados. Estaba muerto y se lo repetían muchas veces para que no creyera que era un sueño. Se fue a las cinco y media de la tarde. En unos minutos abrirían los bancos en horario extendido y la gente saldría a pagar sus cuentas. Más tarde, como a las ocho, iba a llover. Las luces de los apartamentos se empezarían a apagar gradualmente desde las nueve y se vería hasta muy tarde, sobre las cortinas, el reflejo violeta de los televisores encendidos.


Quien cree en ti, Señor, no morirá para siempre. Esas palabras recaían sobre el ataúd con el desvarío de la liturgia. El coro de acompañantes se callaba y daba paso a los versos fúnebres. Veía rayas en el aire. Sentía la contundencia de ese martillazo inesperado que cuando ocurre a gran escala mata a una persona. Veinte horas antes se afeitaba. Había pasado por esa fecha cuarenta y ocho veces sin adivinar su importancia. Las gafas oscuras de las señoras reflejaban lo poco que quedaba del sol a las cinco de la tarde.Caminamos aturdidos hasta una esquina del cementerio. Un pájaro saltaba entre la hierba. Ese pájaro estaba vivo. Hubo un ruido seco. El de los palazos. El fin. El verdadero fin.


Al fondo estaban los osarios con los muertos más viejos. Esos que ya nos llevan varias muertes de ventaja, que no sienten nada, que le cogieron confianza a la oscuridad. Me los imaginaba sentados en promontorios de roca, muy lejos de la frontera que cruzaron al morir, alejados entre sí, como veteranos pensando en la antigüedad. Algún día mi papá iba a estar ahí, en ese mundo; tranquilo, adaptado por completo a la porquería apocalíptica del más allá.


Mientras tanto todo iba a ser difícil. Estaba recién llegado, nervioso, aturdido por un nuevo estado que no comprendía, inquieto por esa cercanía de la vida con la muerte. Su alma todavía vagaría algún tiempo entre los documentos desperdigados por toda la casa que confirmaban en ese dialecto terrible de las morgues lo que todavía parecía irreal: trauma craneoencefálico severo. Laceraciones abdominales y toráxicas. Huella de frenado. Hora y lugar de la defunción.


Ocho o nueve años atrás, nos despertamos muy temprano. Se oía ese murmullo inconfundible que producen las cosas acomodándose a las tres de la mañana. El silbato del vigilante, la gente dando vueltas en la cama, la inquietud de los perros. Escuché el sonido de la licuadora mientras me bañaba. Cuando salí de la ducha me entregó un vaso en la mano sin decir nada. Estaba frío por fuera, pero el contenido estaba tibio. Prendió el carro, que rugió en el garaje, y yo me apresuré para lavarme los dientes a un ritmo frenético que me lastimó las encías. Llevábamos chaquetas de esas que adornan más que abrigar. No hacía frío y el silencio no era brutal, no era impresionante, no quería decir nada. Era sólo un silbido, un soplido, un viento criollo y familiar que rodeaba una escena sin importancia como la de dos peces que van y vuelven para atravesar un lago que nadie conoce.


Estuvimos mucho rato sin hablar. Tal vez siete horas. Éramos una especie rara de amigos, dos compañeros de viaje con treinta y dos años de diferencia reunidos en la misma familia por casualidad, dos sombras que recortaban distancias metidos en el armatoste de un motor de 4.0 litros, que avanzaban, viendo cambiar el paisaje, conteniendo en silencio esa especie de esfínter que a veces se relaja y desemboca en el relato de historias repetidas o en la formulación de preguntas tontas.

El olor a gasolina da hambre. El carro invadió lentamente la bahía de balastro hasta que las llantas tocaron el borde del andén. Al frente estaban la cocina sin paredes y las señoras con las manos en la cintura. El olor a sopa, el olor a trapo, los delantales, los baños, el aceite.


Un camión pasó por la carretera. La carpa ondeaba como una bandera de hule camuflado sobre la carrocería. Se alejó lentamente, describiendo una curva suave hasta desaparecer por completo. Varias horas antes los pájaros habían interrumpido esa especie de fraternidad que ocurre durante la noche en las carreteras, el momento en que los carros que se cruzan parecen mineros que se encuentran en un socavón sin saludarse. El sol había dado paso a un escenario nuevo. Bajo la camisa de cuadros de mi papá se escondía una condición sombría. La de un alma forjada en el segundo piso de un taller, sin deudas en qué pensar, sin libros, sin estantes. Caminando sobre las piedras hacia el restaurante, daba una impresión: la de estar asomado al mundo por una ventana, desde afuera, y no querer entrar.


Después estaría muerto, pero ahora dejábamos que la sopa se enfriara mientras veíamos pasar los carros. Estirábamos los brazos o mirábamos indistintamente hacia la carretera o hacia el fondo oscuro detrás de la cocina sin que una sensación llegara a predominar sobre la otra, ni siquiera la calma. Las cosas se movían sobre un fondo quieto. Una mosca atravesaba sin interés la nube de vapor sobre la sopa. Iba y volvía, amenizando el letargo con su zumbido. Mi papá tenía la mirada fija más allá de la carretera. La mosca sintió algo familiar, la seguridad de que estábamos muy sumergidos en la insignificancia para tratar de aplastarla.


De vuelta en el carro prendió el radio. Giró la perilla muy despacio hasta que la música se abrió paso entre la interferencia. La narración de un partido de fútbol se filtraba dejando escuchar a medias un coro, un acordeón, una voz que cantaba Noches de Hungría. El aire de afuera era distinto. Entraba en ráfagas por las ventanas abiertas y su silbido formaba uno solo con el de los parlantes. El futuro estaba dispuesto de forma precisa. Cada hora avanzaríamos ochenta kilómetros de modo que llegaríamos a las tres de la tarde, pondríamos el pie en el estribo y nos bajaríamos aturdidos por los saludos y los abrazos después del largo silencio del viaje.


Cuando estaba pequeño tenía más desarrollada esa condición que me hace parecer un perro aburrido. Por eso mi papá viajaba conmigo. Porque no hablaba, porque comía cualquier cosa. Él me quería por eso. Porque en el fondo era como un mascota tonta que se aprendía algunos trucos. Me emocionaba la idea de estar en otro departamento; de haber cruzado una frontera tenue tras la cual no aparecía otro mundo, sino el mismo, con diferencias pequeñas en las señales de tránsito, los estribillos de las emisoras y la forma de llamar las cosas.


Lo estuve mirando un rato. Estaba bien afeitado. Él tenía treinta y nueve años y yo siete. Parecía su miniatura con camisa de cuadros y chaqueta. Con el cuerpo grueso y los pantalones por debajo de la línea de la cintura, recreábamos dos extremos de la misma vida. O tal vez de vidas diferentes impulsadas, en una época anterior al nacimiento, por el mismo aliento vital. El asiento de adelante era para tres personas y cada uno ocupaba un extremo. De pronto notó que lo estaba mirando.


Este pueblo se llama Obando, dijo con una sonrisa aparente, girándose un poco hacia mi, sin soltar el timón.


Pasamos muchos retenes sin que nos notaran. Era como si todo el silencio acumulado en el camino, durante horas, nos hubiera conferido ese color opaco y gastado de las cosas imaginarias. Sin embargo, metidos en las chaquetas, dábamos la impresión de estar viajando para algo importante.


El carro se abría paso lentamente por las carreteras largas y llanas del Valle del Cauca. —Este pueblo se llama Obando. Solo había dicho eso. Las plantaciones de algodón formaban una colcha que se extendía a lo largo de muchos kilómetros sobre el terreno. Más allá, detrás de las montañas, el continente limitaba con el mar.