Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 14 de marzo de 2012

¿Por qué no tenemos plata?


Giuseppe




“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”



Al frente se sentaba Giuseppe quien se disculpaba antes de que uno llegara a conocerlo. Decía que pertenecía a una buena familia, que el papá era millonario, que el hermano tenía fábricas en Armenia y que era el destino el que lo había llevado a todo esto. Cuando decía “ a todo esto” se refería a tener la barba así, a estar mal vestido, a vivir en las residencias universitarias rodeado de gente pobre o venida a menos por culpa del azar o la malas decisiones. Pero más que a eso se refería a su condición de fondo: un fracaso que no podía esconder porque saltaba a la vista en cada gesto. Y era por eso que se disculpaba.

Estábamos repitiendo Derecho de Familia por segunda vez y uno podría decir que todos ahí teníamos algo en común, pero incluso el fracaso tiene sus niveles y los de un nivel miran a los de otro como perdedores aún más desafortunados. Es porque en una cierta etapa el fracaso todavía parece una cosa ocasional de la que se puede salir, pero de ahí en adelante se arraiga tanto que se empieza a entender como una condición eterna e inalterable. Al final de ese proceso el fracaso deja incluso de representar un conflicto y se convierte en una especie de celibato que termina pareciéndose mucho al bien, aunque se llegue a él por el camino del mal.

Giuseppe no había llegado al último nivel, pero se encontraba muy cerca. Cada vez fumaba más marihuana y además de fumársela la vendía y se la quedaba debiendo al que se la compraba: un jíbaro de aspecto peligroso que se paseaba con su pitbull entre facultad y facultad. A veces lo veíamos desde el cuarto piso y nos escondíamos los dos porque sabíamos que tanto el amo como el perro estaban entrenados para matar. El primero por cinco mil pesos y el segundo a la menor seña del primero.

Giuseppe decía que yo tenía buena energía y que iba a llegar lejos. Es curioso como alguien que va más abajo que uno en el camino hacia el fracaso conserva la esperanza de que uno abandone ese camino y salga a flote algún día. Que lo represente ante el mundo. Que represente a todos los fracasados. Me abrazaba de forma efusiva al saludarme abarcándome entre dos brazos enormes y lisos por el sudor en las coyunturas y me decía que me quedara después de clase para conversar un rato.

Una de esas veces nos subimos al techo de la universidad con otros cuatro y tomamos aguardiente toda la tarde y parte de la noche. Ese día me repitió que yo tenía buena energía y me invitó varias veces a las fiestas del fakir en las residencias universitarias. Me contó que él mandaba en uno de los bloques y que era el que decidía la duración de los turnos en la ducha y el volumen máximo de la música. Ese día, escuchándolo, me pareció que la mayor injusticia de la vida era privar a un hombre bueno de un poco de éxito, de algo para mostrar en la casa. Él ya lo había intentado mucho y había perdido la esperanza. Había pasado por la cárcel, por la calle, y ahora lo intentaba en una facultad de Derecho, pero las cosas no se le daban. La monedita del éxito corría cuesta abajo y amenazaba con meterse en la primera rejilla. Perdía todas las materias dos o tres veces y la evidencia de esos rostros ajados por la jurisprudencia que nos instruían en el Derecho era una: no lo iban a dejar graduar. Por eso confiaba en mi, porque seguramente le recordaba a él mismo cuando todavía no había llegado tan bajo en el camino al fracaso. Porque veía más esperanza, menos oscuridad en una menguante que nos amenazaba a los dos pero que se había ensañado especialmente con él, sin un motivo, por simple azar.

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