Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 29 de marzo de 2011

Fracasar con éxito

Por mucho tiempo descarté el éxito. Me parecía un objetivo trillado, el más recurrente de todos. Cuando estaba en el colegio empecé a notar que de la universidad mandaban notas de felicitación por el desempeño destacado de estudiantes graduados 3, 4 o 5 años atrás. Recuerdo en especial a Mauricio Orozco, que había sacado 387 en el ICFES y era el ejemplo de aspirante a científico joven, aconductado, sereno. Con la plata de las monitorías que daba en la universidad se había comprado un Sprint verde oliva bien tenido, ajustado y sin rayones en el que llevaba indistintamente a la novia o a la mamá de paseo, protegido en su integridad académica por una calcomanía de la Universidad Nacional pegada al parabrisas trasero. A veces lo busco en google; veo que ha escrito numerosos artículos sobre terremotos, volcanes y movimientos de las placas tectónicas. En la primera página de uno de esos artículos (al parecer una tesis de maestría) agradece sentidamente al colegio y a los profesores de física a quienes cita con nombres propios, a continuación de su familia.

No me llamaba la atención el éxito por esas circunstancias de perfección, casi papales que lo envuelven. Además por un asunto de imagen, por una aspiración vanidosa de genio incomprendido que da la impresión de tenerlo todo para triunfar pero no le da la gana. Por un asunto de estilo, de ese que se pierde en las cosas evidentes, en los carros nuevos, los créditos cumplidos y las tejas limpias de musgo, objetos vacíos y recordatorios de la importancia de infligirse intencionalmente algún tipo de desconsuelo como única forma de contrarrestar esa alegría tonta e irreflexiva que produce un futuro asegurado.

***

Estoy sentado en una silla de dos partes entapetadas -un espaldar y un sentadero- unidas por una especie de acordeón de acrílico que se dobla cada que me desplazo sobre los rodachines. Me acomodo constantemente casi inconsciente del zumbido del ventilador cuyas aspas giran a lo largo del día proyectando en el aire sus revoluciones disparejas.

En una hoja tengo escritas las cuentas de los intereses de un crédito y apuntes sobre lo que debía hacer en una audiencia de conciliación hace dos semanas. Está rayada de arriba a abajo con la solución a múltiples posibilidades; ¿Qué hacer si no asiste la convocada?, ¿Qué hacer con el acta si hay acuerdo?, ¿Qué hacer si el juez no acepta la conciliación aprobada por el procurador?

Al otro lado de la mesa, diagonal al botón de inicio, hay un pocillo con el logo de la empresa marcado en letras azules con el nombre Rafael L, despedido seguramente para abrirme lugar, bagazo de una reestructuración, viendo partidos de fútbol en la cama, renegando porque se le enfrió el chocolate que la esposa le dejó en la mesa de noche antes de salir a trabajar.

***

Recuerdo esa especie de propósito, esa antítesis de la iluminación que me tomó por sorpresa en la fila del colegio cuando escuchaba noticias sobre Mauricio Orozco, una valentía temporal, la determinación vitalicia por el fracaso.

Reviso mis tareas pendientes. Ninguna de ellas exige un verdadero esfuerzo intelectual ni una aplicación decidida. Voy a salir a las seis de la oficina a la puerta, y a las seis y cinco de la puerta a las avenidas. Voy a abrir la ventana del carro y voy a sacar un brazo. Un muchacho se va a acercar a limpiar el parabrisas y sin quitar la mirada de un punto fijo, le voy a decir que no con la cabeza; después, casi inmediatamente, me voy a arrepentir y le voy a decir Ah, bueno, sí.
Tal vez, incluso, lo haga con estilo.

sábado, 26 de marzo de 2011

Hotel del Llano ****

Estaba en el restaurante del hotel tomándome una coca cola. Al frente estaba la piscina, vacía, recibiendo goteras de un aguacero que llevaba horas pero que empezaba a degenerar en unas lagrimitas sin fuerza, como de ducha Bocherini.

Algunas personas estaban por ahí. Unos con pinta de trabajo, otros -una mamá con su hijo pequeño- tal vez en vacaciones de un esposo furioso. Un señor con uniforme del Ministerio del Medio Ambiente y lo que parecía un comerciante extranjero (según supe más tarde un ingeniero de petróleos canadiense).

Subí a la habitación y miré los paquetes de maní encima de la nevera como cosas ajenas que no podía tocar y mucho menos comprar. Saqué mi kit de cortauñas y con una herramienta precisa, una palita que tiene una lija en el mango, limpié ese mugre de tierra caliente que al final siempre termina en la parte de las uñas que sobresale de los dedos. Llamé a Javier y le dije que me recogiera en la puerta del hotel a las 4 de la mañana.

Sentí que estaba haciendo las cosas bien. La diligencia en los juzgados fue exitosa. Retiré la demanda con el pagaré original, conseguí una dependiente judicial y según mis cuentas me sobrarían unos $240.000 de viáticos. Además iba a madrugar, síntoma de buen juicio, de sanidad mental. En el almuerzo comí pescado y tomé jugo cuando en realidad quería carne y cerveza; estaba haciendo las cosas bien. Sin embargo estaba siempre el llamado a la imprudencia y a la subsiguiente perdición: salir a las 11 de la noche para San José del Guaviare y seguir a la madrugada hasta el Vaupés, en canoa, por un río de esos que están llenos de monstruos, con indios que miran hostiles desde la orilla. Quedarme allá para siempre.

**

A las 6 de la tarde del día siguiente estaba en el aeropuerto de Bogotá haciendo la fila equivocada. Adelante iba una señora - La fila es la de más allá, dijo, y señaló una hilera larguísima de bogotanos pequeños revueltos con paisas grandes, banqueros, de blazer, Santiagos. Me dijo que era drusa, que tenía un negocio de lencería en San Andrés y que estaba pensando en trasladar su negocio a Isla Margarita. Era bonita, de unos cincuenta años.

La señora libanesa me dijo que de todas formas no iba a hacer la fila porque acababa de llegar de un tratamiento médico muy complicado. Le vi el pelo alborotado detrás de la coronilla, un rasgo que no parecía habitual en ella y entonces se me vinieron a la cabeza 4 palabras: tumor en el cerebro. – Llevo 3 años con esto, me dijo mostrando los dientes muy despacio mientras hablaba. Yo le dije que tuviera fe. Su cara de cansancio era muy bonita. Había escogido la ropa de ese día para caer desmayada en cualquier pasillo. No sé por qué le dije eso.

jueves, 17 de marzo de 2011

Liznardo

Cuando Liznardo me enseñó a nadar yo no sabía que era sicario. Se la pasaba recostado contra una pared, en pantaloneta, bronceando una calva rodeada de pelitos de alambre como los del bigote. Casi siempre estaba con Supía, haciéndose bromas, discutiendo la reputación de las mujeres del pueblo, mirando a los lados como un animal lleno de depredadores.
Otras veces estaba solo, sentado en el borde la piscina, tomándose una Colombiana mientras decidía lanzarse y nadar de ida y vuelta 50 veces, 60 veces.

Era cuñado de mi tío. Cuando yo pasaba por la esquina me llamaba. Decía que ya apretaba la mano como un hombre; me miraba la espalda y los brazos y decía que me parecía a mi abuelo, grande, macizo. Me preguntaba hasta cuándo iba a estar en el pueblo y me invitaba a sentarme en el andén. Cogía el envase en la mano y por un momento parecía distraído, recordando tal vez una condición insuperable: se imaginaba muerto y desubicado en otro lugar. Conociendo gente nueva, empezando otra vida en la muerte.

El hermano de Liznardo era policía, pero ese siempre me pareció malo. Ni siquiera me le aprendí el nombre. Liznardo, en cambio, parecía un profesor paciente y alegre, con unas facciones serenas que me hacían intuir una consagración secreta al origami o al ajedrez. Ahora que sé que cuando no estaba en la esquina, estaba matando a alguien me lo imagino haciéndolo silenciosamente, como si estuviera escondiéndose para orinar. No creo que amenazara ni que disparara más de la cuenta. Lo hacía sin estado de ánimo, alimentando en el silencio la intimidad con el muerto. Se retiraba despacio y apretaba el revólver entre el resorte de la pantaloneta.

Terminaba ese trabajo raro y se iba para la piscina. Nadaba de ida y vuelta 50 veces, 60 veces.


martes, 15 de marzo de 2011

Los jurídicos

Cuando llegué a la empresa, hace 1 mes, le pedí a la Coordinadora de Gestión Humana que omitiera mi presentación pública: un recorrido por todas las dependencias gagueando mi nombre y procedencia y diciendo que mi fruta favorita era la mandarina; un acto recargado del que no iban a quedar como recordatorio mis rasgos faciales, sino esa impresión recurrente de que necesito un sastre o una esposa.

Herman me llamó cuatro días antes de empezar el trabajo. Es mi tío y tenemos el mismo jefe. Juntos conformamos la oficina jurídica de una cooperativa de hospitales y la gente nos dice "los jurídicos" en un tono que compendia códigos, corbatas y procesos disciplinarios. El contrato está donde los jurídicos, se escucha en los pasillos. Los jurídicos están analizando el tema.

Herman es mi padrino pero no corresponde a esa figura desprestigiada por los ahijados pobres y por la correlativa y exagerada respuesta de papá sustituto. Es serio; no le gustan las visitas, le gustan tres comidas grandes y bien aliñadas y su ejemplo está viciado por un pasado abultado, lleno de historias donde ha sido bueno y malo en igual proporción.

Yo soy un jurídico más pequeño y él es un jurídico más grande. Por la mañana subimos hasta el cuarto piso dejando a nuestro paso una estela de hombres de ley; un perfume de incisos, la invitación al acto jurídico, la impresión de tener un cuadro del escudo nacional en la sala de nuestras casas. Pasamos por la vidriera a través de la cual se ven Dora y las demás financieras, sintiendo por un momento que las camisas se nos abultan con charreteras y que somos los pilotos de un edificio que no despega, ni va a despegar.


lunes, 7 de marzo de 2011

Un domingo distante

Me estaba curando de 5 puñaladas. Mi mamá y mis hermanas estaban tristes, casi como si me hubieran matado. Desayunaba con el brazo y las costillas forrados en gasa, el cuerpo tibio por la infección y esa cara de convalecencia vengativa producto de una promesa interior que me inducía a buscar a Caliche. No lo voy a chuzar, yo no soy así - me decía- Le voy a dar con un objeto contundente.

Sabía que en algún punto la ira iba a extinguirse antes de actuar y que la promesa de desfigurarlo a martillazos iba a ser por sí sola la única venganza. Por eso me alegraba planear cada detalle: esperarlo en la puerta de la universidad, dejarlo inconsciente de un golpe, cargarlo como un bulto de arena y meterlo sin consideración en la maleta. A veces titubeaba. Sabía que era casi imposible dejarlo inconsciente de un golpe. De hacerlo, armaría un alboroto de estudiantes de sicología. El carro casi nunca prendía en el primer intento y a veces no prendía en absoluto. Cargar un cuerpo y meterlo en la maleta seguro tendría enemigos circunstanciales: la venganza estaba llena de inconvenientes.

Pasé la noche con fiebre, pensando en las formas de la muerte. En las dolorosas de los sicarios y en las apacibles de las abuelas. Las palabras METÁSTASIS y CUCHILLO estaban escritas verticalmente sobre un tablero de acrílico y yo estaba desubicado, rodeado de un público que me presionaba a ingeniarme las palabras para llenar un acróstico. Matar, por M. Exhumación, por E. Me dolía la carne del brazo. El músculo entero había sido traspasado a la altura de la axila y la tensión necesaria para estirarlo y escribir en el tablero era insoportable. Tortura, por T. La gente me ponía un límite de tiempo; se burlaban, silbaban. Amputación, por A.

Al día siguiente salí vestido del baño. Estuve mucho rato bajo el agua, limpiando el sudor de la pesadilla. Recorrí el cuerpo con un jabón liso que deslicé torpemente con la mano izquierda. Me sequé con cuidado para no arruinar la cicatrización, inclinándome despacio hasta alcanzar las goteras en los tobillos. Desenvolví las partes heridas que tenía cubiertas con bolsas de supermercado y limpié los bordes de la gasa con agua oxigenada.

Bajé al parque y leí un rato. Saludé a Ricardo, un vecino, haciendo lo posible para que no notara nada, ninguna emoción, ningún dolor. Era un domingo frío pero despejado, lleno de pájaros que combinaban sus sonidos con los gritos del muchacho del periódico. El sol traspasaba la manga larga de mi camisa y secaba la sangre de las cicatrices. Quise vivir con total discreción. Salir vestido del baño, nunca incomodar ni opinar; sobrevolar la emoción de la vida, ausente, como un gallinazo sin hambre.

jueves, 3 de marzo de 2011

Dirección, manejo y confianza

Algunas veces tengo una impresión muy fija de lo que pasa. Como si el paisaje de carros, edificios y peatones fuera una ciudadela de acrílico y el motor de la vida fuera en realidad un motor, un aparato, alimentado por pilas. En esos momentos siento que soy un muñeco con un desajuste. Tal vez por eso la camisa nunca está del todo bien dentro del pantalón, ni transmito esa comodidad que la gente espera cada que se cruza con alguien. Los demás juguetes son diferentes. Algunos son fichas de ajedrez de diferente rango o muñecas grandes y despistadas; otros están disfrazados de soldados y van montados en helicópteros que sobrevuelan la ciudad.

De esos momentos me saca una alarma que puede ser un camión que viene por mi carril en la carretera o algo menos complicado, como el hambre.

----

Salimos a almorzar Milena, Juan Fernando y yo motivados por los 15 minutos adicionales que nos permite el rango de coordinadores. Somos personas tranquilas, sin mucha estética ni una exagerada noción del estrato que poco a poco ha sido reemplazada por la comprensión profunda de los brazos laterales y verticales del organigrama. Ellos hablan de Santiago y Sofía, sus hijos. De los subgerentes, las tareas y las actividades. Juan Fernando habla del gerente de la fábrica de licores. Dice que es un muchacho de la edad de nosotros, con chofer, carro blindado, viajes a Nueva York, buen ejecutivo. Un viaje a Bogotá con ida y regreso el mismo día no lo hace sentir importante. Hace tiempo dejó de sufrir por las cuentas en los restaurantes.

Por el andén del frente caminan los empleados de Bancolombia con su paso anémico, ondeando corbatas con el ancho reglamentario, creando a su alrededor un microclima del buen gusto. Una trabajadora camina siguiendo el paso del que parece su jefe. Tiene la escarapela de Bancolombia y crédito para carro sin intereses. Camina hacia el restaurante del frente. Ella se va a morir antes que nosotros, dentro de 16 años.