Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 7 de mayo de 2018

El socio


El socio recostaba su puesto de dulces contra una esquinita sucia frente al colegio. Era un hombre gordo, mal afeitado, con la cara rojiza y la cabeza medio canosa. Todos lo queríamos porque era uno de esos adultos que no le negaban un chocorramo a ningún niño al que le faltaran 50 pesos para completar los 250 y porque saludaba con esa alegría de los borrachos que perdieron todo en las cantinas y que disfrutan la debacle como único medio para deshacerse de las responsabilidades. Era evidente que su único deber era abrir el puesto de dulces, pero nunca lo hacía a la misma hora. Fiaba sin anotar, le robaban todo el tiempo, se quedaba dormido, roncaba y exhalaba un tufo que uno hubiera querido acompañar con una silla roja de cafetería y un tango de Gardel pero de los tristes, como Yira o Adiós muchachos o Mano a mano.

Mirá, mirá, se durmió el socio. Nos decía Baraka mientras llenaba el morral de paquetes de papitas, barriletes y smarties. De atrás salía una manito pequeña que se conformaba con 4 o 5 caramelos y 3 supercocos. De más atrás salía una mano pecosa que se empacaba un paquete de Royal y que gritaba ¡Parceros, se durmió el socio, aprovechen! De mucho más atrás salía Ramiro Castro, quien a pesar de ser un niño de 13 años se llamaba Ramiro y decía Ya pues maricones, me dejan sano al socio, respeten a los borrachos y el motín saqueador se dispersaba dejando caer a su paso confites y paqueticos de maní salado que terminaban flotando en los charcos que se armaban en la cuneta del frente.

El socio medio refunfuñaba borracho. Eructaba hacia adentro y le fastidiaba el reflujo de aguardiente. De pronto se paraba furioso y gritaba ¡Se me quitan pues de aquí, manada de hijueputicas! ¡Devolveme ese manimoto, devolveme las frunas! Y manoteaba a la loca tratando de recuperar algo. Una barrita de tamarindo, un minisicuí, una jet de las medianas.

Contrario a lo que podría pensarse, estos atracos no desmotivaban al socio. Al otro día volvía a aparecer como si nada fiando, descontando, saludando con alegría a todos los niños del Colegio Mayor de Nuestra Señora. En los descansos, como no podíamos salir de la mole de cemento que era el colegio, nos vendía mecato por las rendijas de la puerta del garaje. Uno le pasaba la plata y él le pasaba el mecato en una operación que tenía vigilancia casi ininterrumpida por parte del Coordinador de Disciplina quien alertaba a los papás sobre la venta de vicio y revistas pornográficas por parte del socio. Por las rendijas le preguntaban si fiaba y decía Sí, pero ¿quién sos? - Tamayito, el pequeño, contestaban al otro lado. -Listo, pero me pagás antes de fin de mes.

Un martes o un miércoles de un año entre 1989 y 1993 hubo mucho escándalo alrededor del puesto del socio. Lo mataron, pensé. Atisbé entre la multitud y al fondo vi a Baraka abrazándolo desde atrás y diciéndole que se calmara. Le volvieron a robar, pensé. El socio tiraba todos los confites y paquetes de papitas. Los barriletes, las nucitas y los gansitos. Por el aire volaban bombombunes y trocipollos. Les entregaba a los niños más pequeños paquetes de gudis y maicitos. Reventaba a patadas las ponymaltas. El socio lloraba de una forma en la que nunca había visto llorar a un hombre. Tenía los ojos muy rojos y gritaba con una ronquera como de Juan Sánchez Gorio, ¡Mi cucha, hijueputa! ¡Mi cuchita linda!