Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 10 de agosto de 2015

¿Para dónde vamos?

Yo soy un hombre, un hombre transeúnte


Un pintado


A sus 30 años, mi papá acababa de llegar a Manizales y vivía en el segundo piso de un taller. Algo así como una pensión en la que vivían los recién llegados que solo necesitaban una cama y un tomacorriente para conectar el radio. Tal vez una ducha, tal vez un comedor compartido. No sé qué más tendría mi papá además de su ropa, una cobija y el radio. Nunca le vi más de lo necesario. Tal vez una peinilla, un cortauñas, unos cuatro pañuelos. Nunca una foto de alguien querido, un libro que considerara especial o un amuleto. Nada.

Como la pensión quedaba cerca del terminal, asumo que se bajó de un bus proveniente de Buga y alquiló lo primero que encontró. Una casa donde el orden estuviera garantizado por una señora de pelo cortico. Algo que le quedara cerca del trabajo, del centro. Algo desde donde pudiera salir a ver vitrinas los domingos y tal vez, de pronto, tomarse una cerveza y escuchar una canción de Piero, de Olimpo Cárdenas, de Julio Jaramillo.

Siempre me inquietó un poco mi papá. No es que tuviera algún tipo de garbo, más allá de unas canas grises, plateadas, brillantes. Parecía un lobo estepario, era eso. Parecía invadido por la melancolía de alguien lejano a su época. Parecía sumergido por completo en un constante diálogo interno y, sin embargo, no paraba de hacer bromas. A nosotros (Luisa, Mariana y yo), a mi mamá, a sus compañeros de trabajo. Era como si por momentos quisiera silenciar sus diálogos internos, distraerse, ver un poco de luz.

Conoció a mi mamá en una fotocopiadora y la invitó a tomarse "un pintado". En un acento valluno que por momentos resucitaba, era común escucharle la expresión "Vení tomémonos un pintado". Se lo decía a mi mamá, a nosotros (Mariana, Luisa y yo), a sus compañeros, a los campesinos que llegaban el sábado a la oficina. 

A pesar de permanecer en él algo de ese vacío cósmico, de ese frío interior, su vida fue distinta a partir de ese pintado. Fue, por decirlo de alguna manera, uno de esos pintados que determinan un giro trascendental. Compraron una casa, tuvieron uno, dos, tres hijos, con lo que eso implica: una dinámica familiar, afiliarse al fondo de empleados, prever, centrarse, renunciar a los diálogos internos. Mi mamá, una mujer vivaz y amorosa, se preocupaba por sus camisas, por sus medias. Lo jalaba de esa especie de abismo. Lo empujaba hacia el éxito profesional, lo llenaba de confianza, de amor.

De un momento a otro se convirtió en un gerente. Le decían "Doctor", viajaba a Brasil, a Costa Rica. Miraba a mi mamá como si lo hubiera rescatado, como si gracias a ella los diálogos internos hubieran cesado, se hubieran tornado más amables. Tenía los ojos caídos, miel, tristes, pero agradecidos.

Murió el 29 de octubre de 1997 a las 5 de la tarde. 


miércoles, 5 de agosto de 2015

¿Para dónde vamos?



A los catorce años a Amanda le tenían arreglado el matrimonio con el que ella llamaba "El hijo de mi compadre Ciprián".

Así lo llamó siempre porque así lo llamaba su papá cuando se lo presentaba como un buen partido. Conservador, con ganado, trabajador, sin tacha. Un esposo garantizado por ser hijo de "mi compadre Ciprián", casi como un Toyota es garantizado por ser japonés o un pedazo de carne por ser argentino. Un tipazo. "Le sudaban tanto las manos cuando bailábamos", decía mi abuela. "Ese hombre era muy bueno pero temblaba cuando me veía".

Sin embargo, tembloroso, muerto del miedo, tartamudeando la causa, le regaló a Amanda un anillo de plata que para 1947 solo podía significar compromiso. Ella se fue para su casa, comprometida, inquieta por la idea de tener que compartir su vida con un hombre tan nervioso. Yo sé que se reía. Yo sé que lo imitaba. Que gagueaba, que temblaba y que sus hermanas se morían de la risa.

Mi abuelo apareció una noche tocando la guitarra en una serenata contratada por Fabio Gómez para Diosa, una de las hermanas de mi abuela. La noche los acercó, los puso a bailar, les hizo cruzar las miradas. Mi abuela notó al acostarse que ya no tenía su anillo de comprometida. Sin embargo, la semana siguiente, ese mismo anillo regresó a mi abuela de manos de mi abuelo con una inscripción interna que decía en letra cursiva "Luis Álvaro Correa".

Álvaro, bueno, Álvaro era otra historia. Liberal, sin ganado, sin plata, sin nada más allá de un garbo y un talento innato para nada en especial. Una gracia, una disposición lenta y amistosa del carácter. Un hombre lleno de una fuerza corporal que no se esforzaba en utilizar. Un cuerpo perfecto, una voz sonora, y un desprecio pulcro por el deber. Posiblemente la mejor descripción de su carácter sea anecdótica. Durante una fiesta, Carpatas, un sobrino de mi abuela, intentó matarlo. Por liberal, por cualquier cosa. Corrió con un puñal directo a su pecho sin que mi abuelo se moviera de la silla. Antes de que el cuchillo le tocara el pecho, le agarró la muñeca y se la quebró. Sin embargo, ante los gritos de Carpatas, y previendo una algarabía, lo llevó a la cocina y le organizó los huesos con aceite de castor. Era un duende, un dandy del campo y aunque suene a chauvinismo tribal: un héroe.

Mi abuela era una mujer industriosa, una minuciosa constructora de pequeños imperios. Limpia, pujante, progresista. Decía con gracia que mi abuelo, hasta su muerte, había sido un hijo de familia. Endeudado, amoroso con los hermanos, reverente con la mamá. Alguien que más que vivir la vida, la gastaba, la despilfarraba, la regalaba.

Lo mataron el 22 de septiembre de 1978 a las seis de la mañana. Mi abuela lo esperó hasta el año pasado, cuando le acomodaron sus huesos en una bolsa de terciopelo, a los pies, en el ataúd.