Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 5 de agosto de 2015

¿Para dónde vamos?



A los catorce años a Amanda le tenían arreglado el matrimonio con el que ella llamaba "El hijo de mi compadre Ciprián".

Así lo llamó siempre porque así lo llamaba su papá cuando se lo presentaba como un buen partido. Conservador, con ganado, trabajador, sin tacha. Un esposo garantizado por ser hijo de "mi compadre Ciprián", casi como un Toyota es garantizado por ser japonés o un pedazo de carne por ser argentino. Un tipazo. "Le sudaban tanto las manos cuando bailábamos", decía mi abuela. "Ese hombre era muy bueno pero temblaba cuando me veía".

Sin embargo, tembloroso, muerto del miedo, tartamudeando la causa, le regaló a Amanda un anillo de plata que para 1947 solo podía significar compromiso. Ella se fue para su casa, comprometida, inquieta por la idea de tener que compartir su vida con un hombre tan nervioso. Yo sé que se reía. Yo sé que lo imitaba. Que gagueaba, que temblaba y que sus hermanas se morían de la risa.

Mi abuelo apareció una noche tocando la guitarra en una serenata contratada por Fabio Gómez para Diosa, una de las hermanas de mi abuela. La noche los acercó, los puso a bailar, les hizo cruzar las miradas. Mi abuela notó al acostarse que ya no tenía su anillo de comprometida. Sin embargo, la semana siguiente, ese mismo anillo regresó a mi abuela de manos de mi abuelo con una inscripción interna que decía en letra cursiva "Luis Álvaro Correa".

Álvaro, bueno, Álvaro era otra historia. Liberal, sin ganado, sin plata, sin nada más allá de un garbo y un talento innato para nada en especial. Una gracia, una disposición lenta y amistosa del carácter. Un hombre lleno de una fuerza corporal que no se esforzaba en utilizar. Un cuerpo perfecto, una voz sonora, y un desprecio pulcro por el deber. Posiblemente la mejor descripción de su carácter sea anecdótica. Durante una fiesta, Carpatas, un sobrino de mi abuela, intentó matarlo. Por liberal, por cualquier cosa. Corrió con un puñal directo a su pecho sin que mi abuelo se moviera de la silla. Antes de que el cuchillo le tocara el pecho, le agarró la muñeca y se la quebró. Sin embargo, ante los gritos de Carpatas, y previendo una algarabía, lo llevó a la cocina y le organizó los huesos con aceite de castor. Era un duende, un dandy del campo y aunque suene a chauvinismo tribal: un héroe.

Mi abuela era una mujer industriosa, una minuciosa constructora de pequeños imperios. Limpia, pujante, progresista. Decía con gracia que mi abuelo, hasta su muerte, había sido un hijo de familia. Endeudado, amoroso con los hermanos, reverente con la mamá. Alguien que más que vivir la vida, la gastaba, la despilfarraba, la regalaba.

Lo mataron el 22 de septiembre de 1978 a las seis de la mañana. Mi abuela lo esperó hasta el año pasado, cuando le acomodaron sus huesos en una bolsa de terciopelo, a los pies, en el ataúd.




1 comentario:

Juan Mauricio Peña dijo...

"...una minuciosa constructora de pequeños imperios". ¿Será que todas las abuelas se parecen?

Saludos.