Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 28 de febrero de 2012

¿Para dónde vamos?



Adiós –dijo el moribundo al espejo que tenía enfrente–. No volveremos a vernos.




1. Obando

Las horas previas a la muerte transcurren con normalidad, como una escena de sala donde la gente ríe a carcajadas sin saber que hay una serpiente que duerme bajo las poltronas. Mi papá vivió tontamente los últimos momentos, ateniéndose con fidelidad al trámite de los ritos diarios. No gritó, no se despidió, no vio un espectro negro tras de sí en el espejo. No estuvo en la ducha más tiempo del usual, no presintió nada, sus vértebras no fueron recorridas por un escalofrío premonitorio.


Es raro afeitarse el día en que uno se muere. Hacerle mantenimiento a un cuerpo que doce horas después va a empezar esa descomposición que degradará la figura noble, fría y estática del muerto reciente y la convertirá en un cadáver tenebroso, con pedazos de ropa que se van a aferrar a lo que queda de músculo, de carne, de sangre, en un proceso que no se detendrá hasta obtener, tras los milenios, el producto final: una pieza arqueológica limpia de nervios y de cartílagos; un souvenir del mundo que para entonces solo será parte de esa noción lejana y desconocida de la prehistoria.


Él lo hizo, se afeitó. Así lo pude constatar la semana siguiente mientras sacaba las cosas de su apartamento. Había restos de barba en la cuchilla de afeitar y una mancha de espuma en el espejo. —Se había afeitado, pensé mientras recorría con los dedos el filo de la cuchilla. —Se había afeitado. Elvia me dijo que le había pasado una camisa para que la planchara mientras se bañaba. Era una camisa blanca, no era su preferida, no tenía nada de especial; no la habría escogido para matarse amarrado a la silla de un Land Cruiser ese miércoles por la tarde.

Tal vez se haya tomado un momento para ver su cara completa en el espejo. Es posible que la haya registrado por última vez sin saber que diez horas después sería lacerada y golpeada. Las bolsas de leche, en la nevera, tenían una fecha de vencimiento insuperable para él.


Elvia lo vio salir del apartamento, arrastrando los zapatos con su paso desafinado. Cruzó el corredor y cerró la puerta.


El resto fue un misterio. Viajó de un lado a otro de la ciudad, haciendo sus diligencias, sin saber que en algún momento del día, tal vez mientras almorzaba, en el lugar donde se iba a accidentar horas después los obreros cambiaban de turno y los carros pasaban despacio, en una tibieza escénica pavorosa, como si se tratara de una plaza de toros vacía que espera por los protagonistas, los gritos, el sol y la arena ensangrentada. Hacía cientos de cosas por última vez. Caminaba por la carrera 23 de Manizales viendo las últimas caras, escuchando los últimos campanazos de la catedral, viendo en el reloj las 2:45 que ya no vería al día siguiente. Se despidió de todas las imágenes que alguna vez, antes de nacer, también le fueron ajenas: los avisos de las panaderías, los estudiantes, los edificios oficiales, los mendigos acostados bajo los aleros de los restaurantes, y las filas de taxis frente a los supermercados.



Llegó al hospital con la vida necesaria para escuchar su diagnóstico en un murmullo lejano. El impacto le había dejado la camisa por fuera del pantalón y los zapatos embarrados. Estaba muerto y se lo repetían muchas veces para que no creyera que era un sueño. Se fue a las cinco y media de la tarde. En unos minutos abrirían los bancos en horario extendido y la gente saldría a pagar sus cuentas. Más tarde, como a las ocho, iba a llover. Las luces de los apartamentos se empezarían a apagar gradualmente desde las nueve y se vería hasta muy tarde, sobre las cortinas, el reflejo violeta de los televisores encendidos.


Quien cree en ti, Señor, no morirá para siempre. Esas palabras recaían sobre el ataúd con el desvarío de la liturgia. El coro de acompañantes se callaba y daba paso a los versos fúnebres. Veía rayas en el aire. Sentía la contundencia de ese martillazo inesperado que cuando ocurre a gran escala mata a una persona. Veinte horas antes se afeitaba. Había pasado por esa fecha cuarenta y ocho veces sin adivinar su importancia. Las gafas oscuras de las señoras reflejaban lo poco que quedaba del sol a las cinco de la tarde.Caminamos aturdidos hasta una esquina del cementerio. Un pájaro saltaba entre la hierba. Ese pájaro estaba vivo. Hubo un ruido seco. El de los palazos. El fin. El verdadero fin.


Al fondo estaban los osarios con los muertos más viejos. Esos que ya nos llevan varias muertes de ventaja, que no sienten nada, que le cogieron confianza a la oscuridad. Me los imaginaba sentados en promontorios de roca, muy lejos de la frontera que cruzaron al morir, alejados entre sí, como veteranos pensando en la antigüedad. Algún día mi papá iba a estar ahí, en ese mundo; tranquilo, adaptado por completo a la porquería apocalíptica del más allá.


Mientras tanto todo iba a ser difícil. Estaba recién llegado, nervioso, aturdido por un nuevo estado que no comprendía, inquieto por esa cercanía de la vida con la muerte. Su alma todavía vagaría algún tiempo entre los documentos desperdigados por toda la casa que confirmaban en ese dialecto terrible de las morgues lo que todavía parecía irreal: trauma craneoencefálico severo. Laceraciones abdominales y toráxicas. Huella de frenado. Hora y lugar de la defunción.


Ocho o nueve años atrás, nos despertamos muy temprano. Se oía ese murmullo inconfundible que producen las cosas acomodándose a las tres de la mañana. El silbato del vigilante, la gente dando vueltas en la cama, la inquietud de los perros. Escuché el sonido de la licuadora mientras me bañaba. Cuando salí de la ducha me entregó un vaso en la mano sin decir nada. Estaba frío por fuera, pero el contenido estaba tibio. Prendió el carro, que rugió en el garaje, y yo me apresuré para lavarme los dientes a un ritmo frenético que me lastimó las encías. Llevábamos chaquetas de esas que adornan más que abrigar. No hacía frío y el silencio no era brutal, no era impresionante, no quería decir nada. Era sólo un silbido, un soplido, un viento criollo y familiar que rodeaba una escena sin importancia como la de dos peces que van y vuelven para atravesar un lago que nadie conoce.


Estuvimos mucho rato sin hablar. Tal vez siete horas. Éramos una especie rara de amigos, dos compañeros de viaje con treinta y dos años de diferencia reunidos en la misma familia por casualidad, dos sombras que recortaban distancias metidos en el armatoste de un motor de 4.0 litros, que avanzaban, viendo cambiar el paisaje, conteniendo en silencio esa especie de esfínter que a veces se relaja y desemboca en el relato de historias repetidas o en la formulación de preguntas tontas.

El olor a gasolina da hambre. El carro invadió lentamente la bahía de balastro hasta que las llantas tocaron el borde del andén. Al frente estaban la cocina sin paredes y las señoras con las manos en la cintura. El olor a sopa, el olor a trapo, los delantales, los baños, el aceite.


Un camión pasó por la carretera. La carpa ondeaba como una bandera de hule camuflado sobre la carrocería. Se alejó lentamente, describiendo una curva suave hasta desaparecer por completo. Varias horas antes los pájaros habían interrumpido esa especie de fraternidad que ocurre durante la noche en las carreteras, el momento en que los carros que se cruzan parecen mineros que se encuentran en un socavón sin saludarse. El sol había dado paso a un escenario nuevo. Bajo la camisa de cuadros de mi papá se escondía una condición sombría. La de un alma forjada en el segundo piso de un taller, sin deudas en qué pensar, sin libros, sin estantes. Caminando sobre las piedras hacia el restaurante, daba una impresión: la de estar asomado al mundo por una ventana, desde afuera, y no querer entrar.


Después estaría muerto, pero ahora dejábamos que la sopa se enfriara mientras veíamos pasar los carros. Estirábamos los brazos o mirábamos indistintamente hacia la carretera o hacia el fondo oscuro detrás de la cocina sin que una sensación llegara a predominar sobre la otra, ni siquiera la calma. Las cosas se movían sobre un fondo quieto. Una mosca atravesaba sin interés la nube de vapor sobre la sopa. Iba y volvía, amenizando el letargo con su zumbido. Mi papá tenía la mirada fija más allá de la carretera. La mosca sintió algo familiar, la seguridad de que estábamos muy sumergidos en la insignificancia para tratar de aplastarla.


De vuelta en el carro prendió el radio. Giró la perilla muy despacio hasta que la música se abrió paso entre la interferencia. La narración de un partido de fútbol se filtraba dejando escuchar a medias un coro, un acordeón, una voz que cantaba Noches de Hungría. El aire de afuera era distinto. Entraba en ráfagas por las ventanas abiertas y su silbido formaba uno solo con el de los parlantes. El futuro estaba dispuesto de forma precisa. Cada hora avanzaríamos ochenta kilómetros de modo que llegaríamos a las tres de la tarde, pondríamos el pie en el estribo y nos bajaríamos aturdidos por los saludos y los abrazos después del largo silencio del viaje.


Cuando estaba pequeño tenía más desarrollada esa condición que me hace parecer un perro aburrido. Por eso mi papá viajaba conmigo. Porque no hablaba, porque comía cualquier cosa. Él me quería por eso. Porque en el fondo era como un mascota tonta que se aprendía algunos trucos. Me emocionaba la idea de estar en otro departamento; de haber cruzado una frontera tenue tras la cual no aparecía otro mundo, sino el mismo, con diferencias pequeñas en las señales de tránsito, los estribillos de las emisoras y la forma de llamar las cosas.


Lo estuve mirando un rato. Estaba bien afeitado. Él tenía treinta y nueve años y yo siete. Parecía su miniatura con camisa de cuadros y chaqueta. Con el cuerpo grueso y los pantalones por debajo de la línea de la cintura, recreábamos dos extremos de la misma vida. O tal vez de vidas diferentes impulsadas, en una época anterior al nacimiento, por el mismo aliento vital. El asiento de adelante era para tres personas y cada uno ocupaba un extremo. De pronto notó que lo estaba mirando.


Este pueblo se llama Obando, dijo con una sonrisa aparente, girándose un poco hacia mi, sin soltar el timón.


Pasamos muchos retenes sin que nos notaran. Era como si todo el silencio acumulado en el camino, durante horas, nos hubiera conferido ese color opaco y gastado de las cosas imaginarias. Sin embargo, metidos en las chaquetas, dábamos la impresión de estar viajando para algo importante.


El carro se abría paso lentamente por las carreteras largas y llanas del Valle del Cauca. —Este pueblo se llama Obando. Solo había dicho eso. Las plantaciones de algodón formaban una colcha que se extendía a lo largo de muchos kilómetros sobre el terreno. Más allá, detrás de las montañas, el continente limitaba con el mar.

martes, 21 de febrero de 2012

¿Qué somos?

1. Jeroboam


“Lo que muerto está, muerto debe quedarse”.




Cuando trato de volver atrás, siempre me voy muy atrás. Me acuerdo de Dorian y todo se devuelve en una secuencia rápida hasta 1.986. Casi olvido que ahora es ingeniero, que se mueve entre la masa de adultos como una cifra, sin la cachucha, sin la bicicleta, sin ganas de pelear. Es como si el flujo continuo del espíritu hubiera pasado muy rápido por el tiempo, impidiéndonos retroceder hasta un punto diferente al principio. Y entonces pienso en Dorian y paso muy rápido por una serie de imágenes que me llevan hasta el día en que lo conocí y no me agradó. Y como no me agradaba, yo me escondía cuando tocaba en mi casa para invitarme a jugar. El juego era fácil porque yo era menor y él necesitaba a quién gambetear cuando jugábamos metegol-tapa. También porque él decidía quién estaba muerto cuando jugábamos a pistoleros. Siempre mataba primero a Santiago y después fingía un duelo difícil con Jero y conmigo al cabo del cual nos abatía a los dos. Santiago se sentaba en el andén y esperaba a que nos mataran para volver a empezar otra ronda de tiroteos de la que Dorian seguramente saldría vencedor. Solo de vez en cuando le pegábamos un tiro que lo dejaba mal herido, pero él cobraba venganza desde el suelo y nos mataba a los dos para siempre. Es decir hasta el otro día.


Lo de Jero es diferente. Su vida era un silbido bajo, una tonada sencilla. Era como si solo hubiera nacido parcialmente; como si se hubiera quedado sin nacer la parte de él que podía hablar más de la cuenta, hacer reclamos o amenazar. Por eso no le importaba que nos mataran todos los días. Ni que nos gambetearan, ni que nos ganaran una carrera o un partido. Ni haber desperdiciado esfuerzo en una goleada en contra. Tenía poquitas camisetas y mientras todos debatían si era mejor Nike o Puma, él se ponía unos tenis blancos sin marca que había heredado de su hermano Diógenes. Que a su vez los había heredado de su hermano mayor, Wbeimar.


No podría decirlo con exactitud pero sé que pasé mucho tiempo con Jero. Jugábamos canicas o comíamos tajadas frente al televisor. Diógenes y Wbeimar me trataban bien. Francia y Maritza me ayudaban a hacer las tareas y me mostraban sus avances en el álbum de Jet. Don Isaías decía por teléfono que no había problema, que me podía quedar más rato, que me estaba manejando bien. Doña Esneda incluso me motilaba en la sala de la casa. Tal vez por ahorrarle un gasto a mi mamá, tal vez por cariño. Alejandro me preguntaba en qué año iba y me regalaba bolsas de canicas petroleras o brillolindas.


Muchos años después, cuando se murió Don Isaías, volví al barrio. Ellos estaban en la sala, callados como era habitual. Yo también. Habían pasado más de 15 años y el silencio amenazaba con volverse incómodo en cualquier momento. Sin embargo, algo en el ambiente me hacía sentir que nunca iba a dejar de pertenecer a ese lugar. Todo el pasado que teníamos en común había ocurrido de verdad.


Al principio, regañaban mucho a Dorian y le pegaban con lo que encontraban. Con la plancha, con una tabla, con una lámina de zinc. Cuando digo “al principio” me refiero a la época comprendida entre 1.986 y 1.993, que es lo que para efectos de esta historia considero “el principio”. Lo curioso es que el final es ahora, en este momento, a las 11:52 del 21 de febrero de 2012. Un final que es solo formalismo; algo de escándalo que hace honor a esa especie de apocalipsis que ocurrió hace varios años pero que no fue marcado por un hecho trascendental. Es como si uno esperara un punto rojo y resaltado al final de una historia y de pronto, después de una coma, no siguiera nada. Lo que hago ahora es poner el punto rojo y tratar de acordarme bien de todo para no incrementar la ficción que siempre está presente en el pasado y que lo distorsiona hasta convertirlo en una historia sin interés, como si no fuera suficiente que haya ocurrido de verdad.

jueves, 16 de febrero de 2012

¿De dónde venimos?

1.Yaniu

Se había vuelto difícil sobrevivir, o por lo menos sobrevivir con dignidad. Aunque había logrado cierto desarrollo físico, éste se había dado de forma desordenada. Unos músculos habían crecido por su cuenta y otros aún conservaban las formas suaves de la niñez; la poca barba me afeaba la cara y todavía no me habían quitado los brakets aunque ya llevaba varios años con los dientes derechos. En resumen, era un niño, pero estudiaba con algunos que ya eran hombres. Y pensaba mucho en mujeres.

Uno que ya había crecido bien era Juan Diego, que era mi vecino y se iba conmigo en todos los días en la moto. Era más bajito pero más fuerte, más serio, y las tías ya sabían que se tenían que voltear cuando él se iba a vestir. Otro era El Gato. Había crecido tanto que el papá le prestaba el taxi los sábados y le daba una comisión por el trabajo que hacía de 1 de la tarde a 7 de la noche. Ellos dos habían crecido pero seguían a mi alcance. Es decir, me contaban las historias de su recién lograda madurez conscientes de que yo los seguía desde muy cerca, pues era evidente que pertenecía al siguiente lote de compañeros que iban a llegar convertidos en adultos después de vacaciones.

Uno que ya estaba fuera de mi alcance era Yaniu. Su edad era misteriosa y me daba pena preguntársela pues no encontraba la manera de dirigirme a él. Yo sabía que la forma más apropiada era decirle parce, pues así lo llamaban sus amigos y era la palabra más nueva y mejor aceptada, combinación perfecta que denotaba al mismo tiempo confianza, seguridad de sí mismo y desprecio por Antonio Cadavid, el profesor de español, que decía que esa forma de referirse a los demás era muy fea. Pero yo nunca había dicho parce, y para hablar con Yaniu había que hacerlo con naturalidad, como con todas las bestias. Y de las bestias, él era la que más veíamos.

Todos los días entraba cargando un morral pequeño que se veía aun más pequeño apoyado en la inmensidad de su espalda. Era alto y las piernas estaban forradas en pelo; los brazos eran fuertes, el abdomen plano y cambiaba de tenis para cada clase de educación física. Se habían convertido en mito las historias de Yaniu robando tenis después de salir del colegio, entre las carreras 27 y 39, Barrios Cervantes y El Nevado. Tenía Nike Pegaso con chulos de todos los colores. Adidas Racer, Puma, Converse y hasta unos Reebok clásicos para el uniforme de diario. Que estaban prohibidos, claro. Pero más que por transgredir las normas, Yaniu nos impresionaba por sus patillas. Aún ahora, que ostento una profesión, tengo un carro, y me acerco a lo que parece un punto de equilibrio, me siento como un niño cuando pienso en las patillas de Yaniu. Estaban tan tupidas y bien formadas que Jorge Ramírez, el coordinador de disciplina, las miraba como queriendo prohibírselas pero no se atrevía. Esas patillas eran tal vez nuestra mejor carta en la causa que peleábamos todos los días contra la rectoría, que a su vez luchaba por prohibirnos todo. Eran un símbolo, tal vez más importante (por lo cercano) que la cara de loco de Axel Rose y que las revistas pornográficas que vendía Alirio en la cuadra del Banco cafetero, que despertaban nuestra imaginación sobre la atractiva vida adulta. Una vida en la que al parecer, uno se iba a mantener encima de una rubia de tetas grandes que no iba a poner problema por nada. Una vida perfecta.

Mi plan de por lo menos saludar a Yaniu fallaba todos los días. Solo me llegaban referencias distorsionadas de lo que hacía cuando salíamos del colegio. “Yaniu fuma marihuana”, “Yaniu se come a varias viejas de Cervantes”, “Yaniu amenazó de muerte a Antonio Cadavid el año pasado”. Todo eso, sumado al hecho de que se pasaba clases enteras conectado a unos audífonos a través de los cuales se alcanzaban a escuchar los éxitos del Nevermind, incrementaba mi curiosidad y me hacía sentir muy lejos de esa hombría llena de pelos y hazañas de las que aún me separaban los regaños de mi mamá y la orden perentoria de no llegar después de las 10 de la noche.

Pero un día Yaniu me habló. Me dijo que le soplara la quinta, que se la pasara en un papel. Yo no lo podía creer. Suspendí el ejercicio que estaba haciendo y le pasé la ecuación de la forma más ordenada posible y con un gesto que le diera a entender que yo había nacido en medio de la trampa y que estaba habituado a esas situaciones de peligro. Que íbamos a salir vivos y con un 5 de todo esto. Yaniu me arrebató el papel haciendo tanto ruido que Héctor de los Ríos se despertó de su modorra habitual y me señaló desde el escritorio con la antena de televisor que llevaba siempre para resaltar en el tablero los asuntos de importancia. - Aranda, Yaniu, denme sus exámenes. Yaniu se paró del pupitre. Yo me mantuve en el mío, que era el 552. Héctor de los Ríos nos había quitado la mirada y anotaba algo en el observador. Yaniu lo hizo con un ademán sutil, ágil, profesional. Abrió la mano y me pegó un golpe seco en la base de la cabeza. Lo hizo con toda su hombría y yo se lo recibí entre adolorido y agradecido con la vida por haberle hecho un favor, por lo menos a medias.

Antes de vacaciones estuve en la casa de una profesora. El lugar irradiaba filosofía, era como si Hegel fuera a salir de la pieza que estaba cerrada al fondo del corredor. Como si Sócrates hubiera escogido la decoración. Ella me dijo que estaba ahí conmigo porque éramos amigos, porque le gustaba conversarme. Me dijo que tenía novio pero que yo le parecía simpático. Me dijo que tranquilo, que me acostara en la cama. Que prendiera el televisor, que apagara la luz, que me le acercara. Me dijo que seguro a mi me gustaban las pijamas así, como la de ella. Yo le dije que sí, que claro, que estaba muy bonita esa pijama.

El hecho es que salí de esa casa irradiando filosofía. Una filosofía violenta, sin embargo. Una filosofía que me hacía sentir igual a los demás adultos que ya estaban disfrutando de esa vida llena de sexo, a todas horas y en todas partes. Me había convertido en un hombre gracias a la filosofía. En una parte activa del mundo. El lunes siguiente llegué al colegio y busqué a Yaniu en la cafetería. Estaba al fondo comiéndose un pan salchicha que remojaba en la cocacola. Lo vi mucho más pequeño, como desprovisto de sus atributos de depredador, como un par, como un simple macho grande de la manada que también era vulnerable a una puñalada o a un botellazo. Pensé dañarle la parte donde le crecían las patillas. Dejarle una herida permanente y queloide, arruinar el símbolo de su hombría y después convertirlo en un monstruo nervioso y arrepentido. Pero no fui capaz. Me faltaba ganar mucha hombría en muchas otras camas, reducir la ventaja que él había logrado en 3 o 4 años de madurez, acostándose con sus amigas de Cervantes y El Nevado, perfeccionando una técnica, atiborrándose de testosterona con su prestigio de seductor. Ahora pienso en él y me preguntó si todavía tendrá tantos tenis y tantas amigas. Tal vez ya se le hayan empezado a notar los años y el descontrol. No sé quién sea más hombre ahora, si Yaniu o yo. Creo que Yaniu. No puede ser posible perder tanta hombría en apenas dos décadas.

lunes, 13 de febrero de 2012

¿Por qué no tenemos plata?

2. Tocarte toah


En la parte de “voy a tocarte toah, esta noche te voy a hacer mi señora” yo estaba triste, pero no mucho, solo lo normal. Estábamos bailando a cierta distancia de la mesa y cada vez que ésta quedaba en nuestro ángulo de visión revisábamos que no se hubieran llevado la botella de aguardiente. Porque eso es normal. A veces pasa alguien y se lleva la botella. O las chaquetas. O las cámaras con todas las fotos de los buenos momentos registrados en los últimos meses, que todavía no están en el computador.


Cuando sonaba poco a poco tú veras que te enamoras, es que tú bailas de una forma que provoca tenerte y tocarte” yo trataba de ponerme al frente de la situación, de bailar más o menos bien y sobre todo de imprimirle al momento algo de la sensualidad de la letra. No sabía bien cómo hacerlo, pero bailar con una copa en la mano parecía mi mejor opción. También levantaba las manos y exageraba el movimiento de las rodillas. Pero entonces vi que a mi lado un desconocido bailaba con más seriedad y le dejaba la parte sensual a su pareja. Eso se veía mucho mejor, más acorde con la naturaleza masculina, entonces bajé los brazos y de vez en cuando tomaba pequeños sorbos de la copa. También neutralicé mi cara de entusiasmo y reduje el rango de espacio en el que pretendía mover los hombros.

Manuela interrumpió el “ pa´ cambiarle esa mente de fresa, hay que consumir como cien tabletas” con un - ¿qué te pasa? que parecía fuera del libreto. Le dije que nada y en un acto de credibilidad me dio un beso y me dijo que me quería mucho. Estaba contenta porque casi nunca íbamos a discotecas y esa noche habíamos accedido a una invitación. Tomábamos mucho aguardiente y nos reíamos sin saber bien de qué. Pero no nos detuvimos en las causas, porque indefectiblemente habríamos llegado a un momento triste, y lo peor, a una condición que no iba cambiar con los años: la de mortales.

Me consolaba ver a Mancho y a Juan Martín, individuos que tampoco sabían bailar y a los que, tal vez, a juzgar por su determinación al hacerlo, les parecía menos importante que a mi. Todos tomábamos tragos para generar pausas innecesarias en el baile. Alguien iba por la botella, servía 6, 7, 8 tragos y los repartía entre las parejas. Yo estaba con Manuela, que era mi novia. La miraba y me daba mucha tristeza que un día se fuera a morir. No sabía cómo y prefería no pensarlo. Ojalá el tiempo ya nos hubiera alejado hasta países distintos y sentimientos muy leves que facilitaran el duelo. Ojalá no fuera de una forma muy trágica, ni estuviera con un novio que, en mi remplazo, hubiera provocado un accidente. Era una idea inoportuna en ese momento (pues estábamos en una discoteca y debíamos pasarla bien) pero al fin y al cabo todos ahí éramos parte de esa versión triste del homínido a la que nos arrastró la evolución. Solo que tratábamos de disimularlo, y eso estaba bien, por lo menos como objetivo. Sin embargo, yo no había podido lograrlo esa noche. Era como si en lugar de pecado, hubiera nacido con una tristeza original y como si esa tristeza fuera reacia a un tratamiento a base de aguardiente y reguetón.

jueves, 9 de febrero de 2012

¿Por qué no tenemos plata?

1. Telmex

Pipín me decía que lo fuera todo, que tenía un juegazo, pero el par de ases siempre me ha dado desconfianza. Es un par con el que uno se siente obligado a ganar, del que no se puede esperar ninguna buena sorpresa. Cualquier sorpresa que pueda ocurrir cuando uno tiene un par de ases, es mala. Estaba solo contra Nasty porque los otros ya habían retirado la apuesta. No había ninguna escalera abierta. Tampoco había color. Un Siete, una Jota y un Dos se extendían en el centro del paño. Nasty me miraba fijamente y se reía. Se acariciaba el pelo hacia atrás y me decía que fuera. Tenía que ganar para seguir abrigando la esperanza de salir por lo menos con la misma plata que había entrado ocho horas atrás. Desde entonces, había perdido 120.000 pesos de los 150.000 que me daban para el mes. -Tiene dos sietes, me dijo Martín. Me lo dijo de esa forma en que nadie lo escuchaba, aprovechando la algarabía, una distracción colectiva, el timbre de un celular. En ese momento estaban entrando Telmex y Mentecato. Detrás venía Papón que abarcaba la espalda de los dos juntos. Aplaudió con sus manos gordas y saludó a todo el mundo con la ceremonia característica, inclinándose como una tortuga prehistórica: Buenas noches, caballeros.


-Tiene el par armado en la mano, aclaró Martín mientras todos saludaban a Papón. Todavía faltaban dos cartas en la mesa, de las que, con suerte, una podría ser un As. Con mucha suerte. Con una suerte exagerada porque Santiago Caicedo me estaba haciendo la seña inequívoca de que había botado uno cuando se descartó. Solo quedaba la posibilidad de un As más en la baraja.


La casa de Federico llevaba varios meses adaptada como casino. Tenía buen ambiente. Doña Lili, la mamá de Federico, abrió venta de papitas y cerveza. Alfredo, el hermano menor, que era como una versión alargada de todos los miembros de su familia, era el que repartía las cartas. La mesa del comedor, y una mesa adicional comprada con las ganancias de los primeros meses habían sido forradas con un terciopelo verde que le imprimía seriedad a las apuestas. Antes del casino de Federico todos éramos jugadores consuetudinarios, de calle, con reglas que variaban de mesa en mesa, de universidad en universidad. De hecho, antes de repartir las cartas, era importante definir si se iba a jugar con las reglas de la Nacional o con las reglas de la de Caldas. Desde que Doña Lili bajó de Internet las reglas internacionales del póker, ése dejó de ser un problema. Tan pronto como uno entraba sabía que el juego había entrado en otro nivel. Cambiaban la plata por fichas, las normas eran inquebrantables y la mitad de los jugadores eran desconocidos que pasaban toda la noche en silencio, observando detenidamente el comportamiento de la mesa.


Para ser tan nuevo, el casino de Federico tenía buenas historias. Hubo pelea a cuchillo entre Sánchez, que ahora está en la cárcel por parapolítica, y una colonia de negros del Chocó. Lo pillaron haciendo trampa, le reclamaron y él les dijo negros hijueputas. Uno de ellos, creo que Deybinson, sacó un cuchillo. Doña Lili les dijo que no quería heridos, ni mucho menos muertos en la casa y ellos salieron a pelear al parque.


El parque era el de Los Dolores. A la hora de la pelea ya estaba oscuro y las viejas araucarias le daban al aire un toque de terror que los dos bandos habían anulado parcialmente con su escándalo. Era como si las vibraciones diabólicas del más allá hubieran hecho una pausa para dejar que Sánchez y Deybinson se volearan cuchillo un rato. Como si la trama fantasmagórica de un mundo paralelo y nocturno le hubiera hecho una concesión al trámite de lo real. Empezaron retándose, qué va flacuchento, te voy a rayar negro hijueputa. Yo los observaba desde la puerta del casino. Al lado estaban Telmex y Diana, su novia. Diana tenía un culo grandísimo que no parecía un músculo desarrollado a punta de sesiones de gimnasio sino una fruta grasosa cosechada en horas de ocio mientras veía televisión en la cama y soportaba la cantaleta de su mamá. Me sentía mal mirando un culo cuando en el parque estaban a punto de matar a Sánchez, -Sánchez no me lo va a perdonar si se muere, pensé. Mientras todos estaban concentrados en la pelea, yo veía como se aplastaba el culo de Diana contra la puerta del casino. Era de los que rebotaban al menor contacto, al contacto de una gotera. Grueso y poco saludable, como una acumulación de vicios que la delataba siempre que se paraba de la silla. Telmex y Diana eran una pareja silenciosa. Ella le miraba las cartas sin hacer expresiones de ningún tipo. Solo le recibía las fichas cuando ganaba, iba donde Doña Lili y las cambiaba por plata, por billetes, que se sumaban a la quincena que Telmex recibía como instalador de planes de telefonía. Me imagino que en su intimidad eran así, silenciosos, limpios, en la medida que lo permitía el culo vulgar de Diana. De las puñaladas que le metieron a Sánchez una le dañó el riñón. Cuando un cuchillo revienta un órgano se escucha a cuadras de distancia. Diana cogió a Telmex de la mano y caminaron juntos hasta la mitad del parque donde un grupo de amigos trataba de reanimar a Sánchez. - Mi amor, creo que mataron a ese man, dijo Diana; Telmex siguió mirando a un punto impreciso con la misma sonrisa de siempre, que era como un desafío permanente o una forma de demostrar que ya había visto muchas veces lo que estaba viendo esa noche en el parque.


- ¿Va o no va?, me preguntó uno de los patos que se habían agolpado detrás de Nasty para esperar el desenlace de la apuesta

- No sé

- Ya lleva mucho rato pensando

- Sí

- ¿Sí va?

- No sé


Al fondo, recostado contra las canastas de cerveza, estaba El Paisa. En realidad no era paisa, solo viajaba a Medellín una o dos veces al mes y había aprendido a hablar como paisa comprando droga en el Barrio Antioquia. Siempre estaba ofreciendo droga en una esquina del casino. Éxtasis, ácidos, marihuana o lo que él llamaba cocaína, en una exageración de lo que en realidad era éter revuelto con una cantidad irrespetuosa de maizena. - Eso tiene más maizena que la colada que hace mi abuela, le decía Martín para provocarlo. También prestaba plata y recibía relojes en pago. Los tomaba en la mano y analizaba su autenticidad basándose en unas reglas que iban desde la profundidad del relieve de la inscripción swiss made, hasta el olor característico de la alhaja original. El tope de sus transacciones tenía mucho que ver con la impresión que le causara el deudor. Al que más le prestaba era a Leonardo que se vestía con ropa Diesel de pies a cabeza. Hasta la cachucha era Diesel. La correa blanca también. Todo en él era Diesel.


El Paisa no me caía bien. Su cara de perro prevalecía sobre el resto de sus rasgos de una forma monstruosa. Era un careperro. Me fastidiaba el tono de conspiración, de negocio falso que empleaba en las conversaciones. Además me abrazaba al saludarme, como dudando de mi peligrosidad, de mi hombría consolidada por el paso largo que habían dado los años después de mi adolescencia.


Aposté y perdí. El As no salió en las dos cartas que faltaban y Telmex se rió como si su experiencia le hubiera anticipado algo de mi destino. Martín me prestó con resignación los $1.300 para el bus. Algo pasó en el camino al paradero porque cuando me revisé el bolsillo, solo quedaban $900. Durante varias horas caminé en redondo, yendo y volviendo hasta el centro y deteniéndome al final en el parque de Los Dolores. Al frente estaba la casa de Federico con las luces apagadas, los vestigios de la emoción guardada para el día siguiente. Saqué del bolsillo los novecientos pesos. Eran cuatro monedas de doscientos y una de cien. Las puse sobre mi mano de forma que pudiera verlas todas al mismo tiempo. Estuve un rato viéndolas, analizando lo poco que representaban. Volví a meter las de doscientos en el bolsillo. Me pasé la de cien entre los dedos mientras miraba la fachada curuba de la casa de Federico. En ese punto en que la derrota da risa, la palabra sacrificio se me pasó muchas veces por la cabeza. Miré para todos lados, verificando que las esquinas estuvieran solas, que nadie me viera. Me acerqué la mano lentamente a la boca, y estuve quieto hasta que el sabor a cobre se consolidó poco a poco en mi boca y se hizo definitivo en el estómago.

martes, 7 de febrero de 2012

La calidad de los alimentos

El viernes estuve en la Asamblea General de Asociados de Copidrogas. Al llegar me dieron una escarapela, un lapicero y una carpeta donde estaban archivados los estados financieros de la entidad y algunos volantes que anunciaban descuentos en ciertos productos si uno los compraba mientras estaba en la Asamblea. Esos acontecimientos me intimidan un poco, sobre todo porque yo no iba en representación de mi droguería (como la mayoría de los asistentes) sino por delegación del gerente de la empresa donde trabajo, que está asociada a Copidrogas desde 2009. La idea de ser un corresponsal con la misión exclusiva de memorizar datos y tomar notas me hizo recordar que estoy en el mundo haciendo un trámite y que no lo he hecho tan bien como para ganarme un nombre o disfrutar de una fortuna.

El refrigerio fue pequeño. Un pastel de carne, un jugo de mora y un palillo en el que estaban ensartados varios trozos de fruta con más vocación decorativa que nutricional. Pensé en no reclamarlo, pero justo cuando más lo dudaba, uno de los operadores de logística me sugirió, mientras me arrastraba un poco, encabezar la nueva fila en la que mucha gente me seguiría para reclamar su refrigerio. Después de comer estuve un rato afuera, excediendo en un 120% los 15 minutos de descanso que el Doctor René Cavanzo, gerente general de Copidrogas, nos había concedido a los asistentes: 307 copidroguistas que tendríamos que entrar de nuevo a escuchar los informes de la junta de vigilancia y la revisoría fiscal mientras era la hora del almuerzo. Eso decía el reglamento de la Asamblea, que había sido creado con estricta observancia de los estatutos de la Cooperativa, que a su vez habían sido aprobados por el ministerio por no contrariar la ley ni los tratados internacionales. Todo estaba bien en esa Asamblea, menos algo:

Somos parte de una especie y eso es raro. Es como si fuéramos perros o moscas pero compartimos grupo taxonómico con individuos que han estado en el Espacio, que matan por placer o que manejan un carro de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. Discutimos sobre nuestro origen, pensamos en formas novedosas de tener sexo y escogemos nuestra ropa y alimentación, pero somos casi tan vulnerables como una mosca a los azotes del destino. Y ahí estábamos: 307 copidroguistas viviendo un momento insustancial, esperando a ver si el almuerzo estaba bueno.