El viernes estuve en la Asamblea General de Asociados de Copidrogas. Al llegar me dieron una escarapela, un lapicero y una carpeta donde estaban archivados los estados financieros de la entidad y algunos volantes que anunciaban descuentos en ciertos productos si uno los compraba mientras estaba en la Asamblea. Esos acontecimientos me intimidan un poco, sobre todo porque yo no iba en representación de mi droguería (como la mayoría de los asistentes) sino por delegación del gerente de la empresa donde trabajo, que está asociada a Copidrogas desde 2009. La idea de ser un corresponsal con la misión exclusiva de memorizar datos y tomar notas me hizo recordar que estoy en el mundo haciendo un trámite y que no lo he hecho tan bien como para ganarme un nombre o disfrutar de una fortuna.
El refrigerio fue pequeño. Un pastel de carne, un jugo de mora y un palillo en el que estaban ensartados varios trozos de fruta con más vocación decorativa que nutricional. Pensé en no reclamarlo, pero justo cuando más lo dudaba, uno de los operadores de logística me sugirió, mientras me arrastraba un poco, encabezar la nueva fila en la que mucha gente me seguiría para reclamar su refrigerio. Después de comer estuve un rato afuera, excediendo en un 120% los 15 minutos de descanso que el Doctor René Cavanzo, gerente general de Copidrogas, nos había concedido a los asistentes: 307 copidroguistas que tendríamos que entrar de nuevo a escuchar los informes de la junta de vigilancia y la revisoría fiscal mientras era la hora del almuerzo. Eso decía el reglamento de la Asamblea, que había sido creado con estricta observancia de los estatutos de la Cooperativa, que a su vez habían sido aprobados por el ministerio por no contrariar la ley ni los tratados internacionales. Todo estaba bien en esa Asamblea, menos algo:
Somos parte de una especie y eso es raro. Es como si fuéramos perros o moscas pero compartimos grupo taxonómico con individuos que han estado en el Espacio, que matan por placer o que manejan un carro de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. Discutimos sobre nuestro origen, pensamos en formas novedosas de tener sexo y escogemos nuestra ropa y alimentación, pero somos casi tan vulnerables como una mosca a los azotes del destino. Y ahí estábamos: 307 copidroguistas viviendo un momento insustancial, esperando a ver si el almuerzo estaba bueno.
El refrigerio fue pequeño. Un pastel de carne, un jugo de mora y un palillo en el que estaban ensartados varios trozos de fruta con más vocación decorativa que nutricional. Pensé en no reclamarlo, pero justo cuando más lo dudaba, uno de los operadores de logística me sugirió, mientras me arrastraba un poco, encabezar la nueva fila en la que mucha gente me seguiría para reclamar su refrigerio. Después de comer estuve un rato afuera, excediendo en un 120% los 15 minutos de descanso que el Doctor René Cavanzo, gerente general de Copidrogas, nos había concedido a los asistentes: 307 copidroguistas que tendríamos que entrar de nuevo a escuchar los informes de la junta de vigilancia y la revisoría fiscal mientras era la hora del almuerzo. Eso decía el reglamento de la Asamblea, que había sido creado con estricta observancia de los estatutos de la Cooperativa, que a su vez habían sido aprobados por el ministerio por no contrariar la ley ni los tratados internacionales. Todo estaba bien en esa Asamblea, menos algo:
Somos parte de una especie y eso es raro. Es como si fuéramos perros o moscas pero compartimos grupo taxonómico con individuos que han estado en el Espacio, que matan por placer o que manejan un carro de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. Discutimos sobre nuestro origen, pensamos en formas novedosas de tener sexo y escogemos nuestra ropa y alimentación, pero somos casi tan vulnerables como una mosca a los azotes del destino. Y ahí estábamos: 307 copidroguistas viviendo un momento insustancial, esperando a ver si el almuerzo estaba bueno.
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