1.Yaniu
Se había vuelto difícil sobrevivir, o por lo menos sobrevivir con dignidad. Aunque había logrado cierto desarrollo físico, éste se había dado de forma desordenada. Unos músculos habían crecido por su cuenta y otros aún conservaban las formas suaves de la niñez; la poca barba me afeaba la cara y todavía no me habían quitado los brakets aunque ya llevaba varios años con los dientes derechos. En resumen, era un niño, pero estudiaba con algunos que ya eran hombres. Y pensaba mucho en mujeres.
Uno que ya había crecido bien era Juan Diego, que era mi vecino y se iba conmigo en todos los días en la moto. Era más bajito pero más fuerte, más serio, y las tías ya sabían que se tenían que voltear cuando él se iba a vestir. Otro era El Gato. Había crecido tanto que el papá le prestaba el taxi los sábados y le daba una comisión por el trabajo que hacía de 1 de la tarde a 7 de la noche. Ellos dos habían crecido pero seguían a mi alcance. Es decir, me contaban las historias de su recién lograda madurez conscientes de que yo los seguía desde muy cerca, pues era evidente que pertenecía al siguiente lote de compañeros que iban a llegar convertidos en adultos después de vacaciones.
Uno que ya estaba fuera de mi alcance era Yaniu. Su edad era misteriosa y me daba pena preguntársela pues no encontraba la manera de dirigirme a él. Yo sabía que la forma más apropiada era decirle parce, pues así lo llamaban sus amigos y era la palabra más nueva y mejor aceptada, combinación perfecta que denotaba al mismo tiempo confianza, seguridad de sí mismo y desprecio por Antonio Cadavid, el profesor de español, que decía que esa forma de referirse a los demás era muy fea. Pero yo nunca había dicho parce, y para hablar con Yaniu había que hacerlo con naturalidad, como con todas las bestias. Y de las bestias, él era la que más veíamos.
Todos los días entraba cargando un morral pequeño que se veía aun más pequeño apoyado en la inmensidad de su espalda. Era alto y las piernas estaban forradas en pelo; los brazos eran fuertes, el abdomen plano y cambiaba de tenis para cada clase de educación física. Se habían convertido en mito las historias de Yaniu robando tenis después de salir del colegio, entre las carreras 27 y 39, Barrios Cervantes y El Nevado. Tenía Nike Pegaso con chulos de todos los colores. Adidas Racer, Puma, Converse y hasta unos Reebok clásicos para el uniforme de diario. Que estaban prohibidos, claro. Pero más que por transgredir las normas, Yaniu nos impresionaba por sus patillas. Aún ahora, que ostento una profesión, tengo un carro, y me acerco a lo que parece un punto de equilibrio, me siento como un niño cuando pienso en las patillas de Yaniu. Estaban tan tupidas y bien formadas que Jorge Ramírez, el coordinador de disciplina, las miraba como queriendo prohibírselas pero no se atrevía. Esas patillas eran tal vez nuestra mejor carta en la causa que peleábamos todos los días contra la rectoría, que a su vez luchaba por prohibirnos todo. Eran un símbolo, tal vez más importante (por lo cercano) que la cara de loco de Axel Rose y que las revistas pornográficas que vendía Alirio en la cuadra del Banco cafetero, que despertaban nuestra imaginación sobre la atractiva vida adulta. Una vida en la que al parecer, uno se iba a mantener encima de una rubia de tetas grandes que no iba a poner problema por nada. Una vida perfecta.
Mi plan de por lo menos saludar a Yaniu fallaba todos los días. Solo me llegaban referencias distorsionadas de lo que hacía cuando salíamos del colegio. “Yaniu fuma marihuana”, “Yaniu se come a varias viejas de Cervantes”, “Yaniu amenazó de muerte a Antonio Cadavid el año pasado”. Todo eso, sumado al hecho de que se pasaba clases enteras conectado a unos audífonos a través de los cuales se alcanzaban a escuchar los éxitos del Nevermind, incrementaba mi curiosidad y me hacía sentir muy lejos de esa hombría llena de pelos y hazañas de las que aún me separaban los regaños de mi mamá y la orden perentoria de no llegar después de las 10 de la noche.
Pero un día Yaniu me habló. Me dijo que le soplara la quinta, que se la pasara en un papel. Yo no lo podía creer. Suspendí el ejercicio que estaba haciendo y le pasé la ecuación de la forma más ordenada posible y con un gesto que le diera a entender que yo había nacido en medio de la trampa y que estaba habituado a esas situaciones de peligro. Que íbamos a salir vivos y con un 5 de todo esto. Yaniu me arrebató el papel haciendo tanto ruido que Héctor de los Ríos se despertó de su modorra habitual y me señaló desde el escritorio con la antena de televisor que llevaba siempre para resaltar en el tablero los asuntos de importancia. - Aranda, Yaniu, denme sus exámenes. Yaniu se paró del pupitre. Yo me mantuve en el mío, que era el 552. Héctor de los Ríos nos había quitado la mirada y anotaba algo en el observador. Yaniu lo hizo con un ademán sutil, ágil, profesional. Abrió la mano y me pegó un golpe seco en la base de la cabeza. Lo hizo con toda su hombría y yo se lo recibí entre adolorido y agradecido con la vida por haberle hecho un favor, por lo menos a medias.
Antes de vacaciones estuve en la casa de una profesora. El lugar irradiaba filosofía, era como si Hegel fuera a salir de la pieza que estaba cerrada al fondo del corredor. Como si Sócrates hubiera escogido la decoración. Ella me dijo que estaba ahí conmigo porque éramos amigos, porque le gustaba conversarme. Me dijo que tenía novio pero que yo le parecía simpático. Me dijo que tranquilo, que me acostara en la cama. Que prendiera el televisor, que apagara la luz, que me le acercara. Me dijo que seguro a mi me gustaban las pijamas así, como la de ella. Yo le dije que sí, que claro, que estaba muy bonita esa pijama.
El hecho es que salí de esa casa irradiando filosofía. Una filosofía violenta, sin embargo. Una filosofía que me hacía sentir igual a los demás adultos que ya estaban disfrutando de esa vida llena de sexo, a todas horas y en todas partes. Me había convertido en un hombre gracias a la filosofía. En una parte activa del mundo. El lunes siguiente llegué al colegio y busqué a Yaniu en la cafetería. Estaba al fondo comiéndose un pan salchicha que remojaba en la cocacola. Lo vi mucho más pequeño, como desprovisto de sus atributos de depredador, como un par, como un simple macho grande de la manada que también era vulnerable a una puñalada o a un botellazo. Pensé dañarle la parte donde le crecían las patillas. Dejarle una herida permanente y queloide, arruinar el símbolo de su hombría y después convertirlo en un monstruo nervioso y arrepentido. Pero no fui capaz. Me faltaba ganar mucha hombría en muchas otras camas, reducir la ventaja que él había logrado en 3 o 4 años de madurez, acostándose con sus amigas de Cervantes y El Nevado, perfeccionando una técnica, atiborrándose de testosterona con su prestigio de seductor. Ahora pienso en él y me preguntó si todavía tendrá tantos tenis y tantas amigas. Tal vez ya se le hayan empezado a notar los años y el descontrol. No sé quién sea más hombre ahora, si Yaniu o yo. Creo que Yaniu. No puede ser posible perder tanta hombría en apenas dos décadas.
2 comentarios:
De ahí tanto interés en las corrientes filosóficas.
a veces te me pareces tanto a andres caicedo... pero despues se pierde...
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