Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 28 de febrero de 2012

¿Para dónde vamos?



Adiós –dijo el moribundo al espejo que tenía enfrente–. No volveremos a vernos.




1. Obando

Las horas previas a la muerte transcurren con normalidad, como una escena de sala donde la gente ríe a carcajadas sin saber que hay una serpiente que duerme bajo las poltronas. Mi papá vivió tontamente los últimos momentos, ateniéndose con fidelidad al trámite de los ritos diarios. No gritó, no se despidió, no vio un espectro negro tras de sí en el espejo. No estuvo en la ducha más tiempo del usual, no presintió nada, sus vértebras no fueron recorridas por un escalofrío premonitorio.


Es raro afeitarse el día en que uno se muere. Hacerle mantenimiento a un cuerpo que doce horas después va a empezar esa descomposición que degradará la figura noble, fría y estática del muerto reciente y la convertirá en un cadáver tenebroso, con pedazos de ropa que se van a aferrar a lo que queda de músculo, de carne, de sangre, en un proceso que no se detendrá hasta obtener, tras los milenios, el producto final: una pieza arqueológica limpia de nervios y de cartílagos; un souvenir del mundo que para entonces solo será parte de esa noción lejana y desconocida de la prehistoria.


Él lo hizo, se afeitó. Así lo pude constatar la semana siguiente mientras sacaba las cosas de su apartamento. Había restos de barba en la cuchilla de afeitar y una mancha de espuma en el espejo. —Se había afeitado, pensé mientras recorría con los dedos el filo de la cuchilla. —Se había afeitado. Elvia me dijo que le había pasado una camisa para que la planchara mientras se bañaba. Era una camisa blanca, no era su preferida, no tenía nada de especial; no la habría escogido para matarse amarrado a la silla de un Land Cruiser ese miércoles por la tarde.

Tal vez se haya tomado un momento para ver su cara completa en el espejo. Es posible que la haya registrado por última vez sin saber que diez horas después sería lacerada y golpeada. Las bolsas de leche, en la nevera, tenían una fecha de vencimiento insuperable para él.


Elvia lo vio salir del apartamento, arrastrando los zapatos con su paso desafinado. Cruzó el corredor y cerró la puerta.


El resto fue un misterio. Viajó de un lado a otro de la ciudad, haciendo sus diligencias, sin saber que en algún momento del día, tal vez mientras almorzaba, en el lugar donde se iba a accidentar horas después los obreros cambiaban de turno y los carros pasaban despacio, en una tibieza escénica pavorosa, como si se tratara de una plaza de toros vacía que espera por los protagonistas, los gritos, el sol y la arena ensangrentada. Hacía cientos de cosas por última vez. Caminaba por la carrera 23 de Manizales viendo las últimas caras, escuchando los últimos campanazos de la catedral, viendo en el reloj las 2:45 que ya no vería al día siguiente. Se despidió de todas las imágenes que alguna vez, antes de nacer, también le fueron ajenas: los avisos de las panaderías, los estudiantes, los edificios oficiales, los mendigos acostados bajo los aleros de los restaurantes, y las filas de taxis frente a los supermercados.



Llegó al hospital con la vida necesaria para escuchar su diagnóstico en un murmullo lejano. El impacto le había dejado la camisa por fuera del pantalón y los zapatos embarrados. Estaba muerto y se lo repetían muchas veces para que no creyera que era un sueño. Se fue a las cinco y media de la tarde. En unos minutos abrirían los bancos en horario extendido y la gente saldría a pagar sus cuentas. Más tarde, como a las ocho, iba a llover. Las luces de los apartamentos se empezarían a apagar gradualmente desde las nueve y se vería hasta muy tarde, sobre las cortinas, el reflejo violeta de los televisores encendidos.


Quien cree en ti, Señor, no morirá para siempre. Esas palabras recaían sobre el ataúd con el desvarío de la liturgia. El coro de acompañantes se callaba y daba paso a los versos fúnebres. Veía rayas en el aire. Sentía la contundencia de ese martillazo inesperado que cuando ocurre a gran escala mata a una persona. Veinte horas antes se afeitaba. Había pasado por esa fecha cuarenta y ocho veces sin adivinar su importancia. Las gafas oscuras de las señoras reflejaban lo poco que quedaba del sol a las cinco de la tarde.Caminamos aturdidos hasta una esquina del cementerio. Un pájaro saltaba entre la hierba. Ese pájaro estaba vivo. Hubo un ruido seco. El de los palazos. El fin. El verdadero fin.


Al fondo estaban los osarios con los muertos más viejos. Esos que ya nos llevan varias muertes de ventaja, que no sienten nada, que le cogieron confianza a la oscuridad. Me los imaginaba sentados en promontorios de roca, muy lejos de la frontera que cruzaron al morir, alejados entre sí, como veteranos pensando en la antigüedad. Algún día mi papá iba a estar ahí, en ese mundo; tranquilo, adaptado por completo a la porquería apocalíptica del más allá.


Mientras tanto todo iba a ser difícil. Estaba recién llegado, nervioso, aturdido por un nuevo estado que no comprendía, inquieto por esa cercanía de la vida con la muerte. Su alma todavía vagaría algún tiempo entre los documentos desperdigados por toda la casa que confirmaban en ese dialecto terrible de las morgues lo que todavía parecía irreal: trauma craneoencefálico severo. Laceraciones abdominales y toráxicas. Huella de frenado. Hora y lugar de la defunción.


Ocho o nueve años atrás, nos despertamos muy temprano. Se oía ese murmullo inconfundible que producen las cosas acomodándose a las tres de la mañana. El silbato del vigilante, la gente dando vueltas en la cama, la inquietud de los perros. Escuché el sonido de la licuadora mientras me bañaba. Cuando salí de la ducha me entregó un vaso en la mano sin decir nada. Estaba frío por fuera, pero el contenido estaba tibio. Prendió el carro, que rugió en el garaje, y yo me apresuré para lavarme los dientes a un ritmo frenético que me lastimó las encías. Llevábamos chaquetas de esas que adornan más que abrigar. No hacía frío y el silencio no era brutal, no era impresionante, no quería decir nada. Era sólo un silbido, un soplido, un viento criollo y familiar que rodeaba una escena sin importancia como la de dos peces que van y vuelven para atravesar un lago que nadie conoce.


Estuvimos mucho rato sin hablar. Tal vez siete horas. Éramos una especie rara de amigos, dos compañeros de viaje con treinta y dos años de diferencia reunidos en la misma familia por casualidad, dos sombras que recortaban distancias metidos en el armatoste de un motor de 4.0 litros, que avanzaban, viendo cambiar el paisaje, conteniendo en silencio esa especie de esfínter que a veces se relaja y desemboca en el relato de historias repetidas o en la formulación de preguntas tontas.

El olor a gasolina da hambre. El carro invadió lentamente la bahía de balastro hasta que las llantas tocaron el borde del andén. Al frente estaban la cocina sin paredes y las señoras con las manos en la cintura. El olor a sopa, el olor a trapo, los delantales, los baños, el aceite.


Un camión pasó por la carretera. La carpa ondeaba como una bandera de hule camuflado sobre la carrocería. Se alejó lentamente, describiendo una curva suave hasta desaparecer por completo. Varias horas antes los pájaros habían interrumpido esa especie de fraternidad que ocurre durante la noche en las carreteras, el momento en que los carros que se cruzan parecen mineros que se encuentran en un socavón sin saludarse. El sol había dado paso a un escenario nuevo. Bajo la camisa de cuadros de mi papá se escondía una condición sombría. La de un alma forjada en el segundo piso de un taller, sin deudas en qué pensar, sin libros, sin estantes. Caminando sobre las piedras hacia el restaurante, daba una impresión: la de estar asomado al mundo por una ventana, desde afuera, y no querer entrar.


Después estaría muerto, pero ahora dejábamos que la sopa se enfriara mientras veíamos pasar los carros. Estirábamos los brazos o mirábamos indistintamente hacia la carretera o hacia el fondo oscuro detrás de la cocina sin que una sensación llegara a predominar sobre la otra, ni siquiera la calma. Las cosas se movían sobre un fondo quieto. Una mosca atravesaba sin interés la nube de vapor sobre la sopa. Iba y volvía, amenizando el letargo con su zumbido. Mi papá tenía la mirada fija más allá de la carretera. La mosca sintió algo familiar, la seguridad de que estábamos muy sumergidos en la insignificancia para tratar de aplastarla.


De vuelta en el carro prendió el radio. Giró la perilla muy despacio hasta que la música se abrió paso entre la interferencia. La narración de un partido de fútbol se filtraba dejando escuchar a medias un coro, un acordeón, una voz que cantaba Noches de Hungría. El aire de afuera era distinto. Entraba en ráfagas por las ventanas abiertas y su silbido formaba uno solo con el de los parlantes. El futuro estaba dispuesto de forma precisa. Cada hora avanzaríamos ochenta kilómetros de modo que llegaríamos a las tres de la tarde, pondríamos el pie en el estribo y nos bajaríamos aturdidos por los saludos y los abrazos después del largo silencio del viaje.


Cuando estaba pequeño tenía más desarrollada esa condición que me hace parecer un perro aburrido. Por eso mi papá viajaba conmigo. Porque no hablaba, porque comía cualquier cosa. Él me quería por eso. Porque en el fondo era como un mascota tonta que se aprendía algunos trucos. Me emocionaba la idea de estar en otro departamento; de haber cruzado una frontera tenue tras la cual no aparecía otro mundo, sino el mismo, con diferencias pequeñas en las señales de tránsito, los estribillos de las emisoras y la forma de llamar las cosas.


Lo estuve mirando un rato. Estaba bien afeitado. Él tenía treinta y nueve años y yo siete. Parecía su miniatura con camisa de cuadros y chaqueta. Con el cuerpo grueso y los pantalones por debajo de la línea de la cintura, recreábamos dos extremos de la misma vida. O tal vez de vidas diferentes impulsadas, en una época anterior al nacimiento, por el mismo aliento vital. El asiento de adelante era para tres personas y cada uno ocupaba un extremo. De pronto notó que lo estaba mirando.


Este pueblo se llama Obando, dijo con una sonrisa aparente, girándose un poco hacia mi, sin soltar el timón.


Pasamos muchos retenes sin que nos notaran. Era como si todo el silencio acumulado en el camino, durante horas, nos hubiera conferido ese color opaco y gastado de las cosas imaginarias. Sin embargo, metidos en las chaquetas, dábamos la impresión de estar viajando para algo importante.


El carro se abría paso lentamente por las carreteras largas y llanas del Valle del Cauca. —Este pueblo se llama Obando. Solo había dicho eso. Las plantaciones de algodón formaban una colcha que se extendía a lo largo de muchos kilómetros sobre el terreno. Más allá, detrás de las montañas, el continente limitaba con el mar.

5 comentarios:

Ricardo Bada dijo...

Texto tan emotivo, Jorge. Y bueno, no en vano te llamas así, como el castellano Manrique. No me atrevo a felicitarte por él porque una vez me tocó contar en detalle la muerte de mi padre. Me he sentido muy cerca de ti con esta lectura. Gracias.

Anónimo dijo...

En mi mente tengo grabada la escena exacta del día en el que mi mamá se fue. La mañana, la tarde y la noche de ese 10 de octubre en el que, tomada de mi mano y luego de un aleccionador cáncer, dejó de respirar. Todos los días la extraño y me pregunto dónde, más allá de mi corazón, pueda encontrarse. Los detalles de su escrito me dieron calambre en el alma y me llenaron los ojos de agua. Simplemente me encantó. Gracias.

Anónimo dijo...

Hace 9 meses se murió mi padre, y no pasa un sólo día en que no recuerde detalles de ese momento, y en que no descubra nuevos sentimientos por su partida. Me encantó este texto, por lo emotivo y sincero. Muchas Gracias.

Jorge dijo...

Ahora lo que me parece es que mi papá ya está en ese mundo más lejano y pacífico donde están los muertos antiguos; tan tranquilo muerto, tan acostumbrado a la muerte, como yo a la vida.

Gracias a ustedes por leer.

Adriana Villegas Botero dijo...

Que texto tan bonito. Mucho amor y nostalgia en estas líneas. Gracias por publicarlo.