Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





domingo, 19 de diciembre de 2010

Zapatos Clarks

Llevaba más de siete minutos esperando el ascensor. Había pasado mucho tiempo detenido en el piso 12. El señor que esperaba conmigo lo hacía con paciencia, no miraba el reloj, no suspiraba. En cambio mantenía las manos inmóviles, metidas en los bolsillos interiores de un blazer fino de cuadros pequeños, que seguramente había traído de algún viaje. Yo le daba puntazos suaves al piso, contaba las llaves con los dedos.

Al fin tenía mis zapatos Clarks. Nunca me dieron el toque inglés que perseguía. Si me tomaran una foto de las rodillas hacia abajo todo el mundo sabría que era yo y que los zapatos, de alguna forma, no correspondían a la foto. Otros zapatos que no me hicieron mejor. El señor del lado, por su parte, sí se veía mejor con su blazer. Si le tomaran una foto, el blazer se vería como una parte perfecta de su paisaje personal, casi como una oreja.

Me preguntó si era abogado, le dije que sí y me lanzó una sonrisa de colega. - ¿Se imagina cuánto nos demoraríamos usted y yo, solos en el mundo, para volver a inventar todo?

En ese momento llegó el ascensor. Salieron dos señoras desubicadas, comprobaron que se encontraban en el primer piso y pasaron diciendo Buenas, entre dientes.


lunes, 29 de noviembre de 2010

Un día que parecía el primero

En un recuerdo aparecen los modales bisoños, la impericia con que saludé a una señora de delantal. Estaba parado frente a una puerta, era un hombre nuevo, tan reciente que solo me sabía algunas letras. Conocía la M y la J pero no las que atravesaban, rígidas y negrillas, el letrero de fondo blanco y borde verde institucional, sobre el marco de la puerta.

El letrero coronaba un corredor que se expandía en perspectiva hasta una pared sucia en el fondo. Un paisaje desconocido hasta ese momento que años después asociaría forzosamente con ese aspecto amarillento de los lugares estatales, llenos de carteles informativos, plagados de oficinas con ventanas de vidrio arrugado.

Dije hola, sin volumen y la señora del delantal me recibió. Era cocinera porque tenía una zanahoria en el bolsillo delantero, con una punta asomada como un marsupial de nariz anaranjada. Caminando a lo largo del corredor, me llevó de la mano hasta la cocina. Yo daba pasos muy rápidos mirando hacia atrás, tratando de grabarme lo que decía el letrero para atribuirle algún sentido, un buen significado, cuando aprendiera a leer. - ICBF, dijo la cocinera al notar mi curiosidad.

Vi mi cara reflejada en un acuario. Supe que lejos, en el futuro, existiría una persona de tamaño normal con esa misma cara. Uno de los peces lo notó.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Un paisaje absoluto

Hay un paisaje absoluto que no depende del clima ni del estado de ánimo. En este caso está constituido por un bombillo que proyecta su luz tenue, generada en un gusano anaranjado, de alambre, que agoniza entre chispas eléctricas e irregulares. Como convulsiones, estas chispas rebotan contra el vidrio interior del bombillo provocando un sonido similar al de un insecto aplastado que se resiste a morir y se tira pedos en su agonía.

La luz se esparce con insuficiencia sobre mis cosas. Un perchero, una cama con dos cojines, la ropa que me quité, doblada sobre una silla. De una manga de la camisa cuelga un lapicero azul que repentinamente me parece una criatura curiosa. Lo aprisiono entre el pulgar y el índice. Es un pedacito de acero inoxidable del que sale una mina cuando giro la parte de abajo. Lo giro varias veces, la mina entra y sale. Escribo una cosa en la mano y la repinto. La repinto otra vez para que se vea bien.

Veo que el lapicero tiene una marca y seguramente un creador. Es solo un mecanismo, pero es parte del paisaje que se extingue cuando apago el bombillo. Me preparo para dormir entre cosas que no se ven, volteo la cara contra la pared y pienso: "una versión repintada de la nada".

miércoles, 17 de noviembre de 2010

ESL

Don Augusto me dijo que había vivido 23 años en Nueva York. Me hizo una entrevista, me preguntó dónde había aprendido inglés y evaluó mi conocimiento del presente perfecto. Con la ropa parecía tapar la monstrusidad de sus 80 años. La camisa era limpia y estaba pegada a la corbata con un clip de plata. Los zapatos tenían esa calidad dudosa de las promociones gringas y el betún les sobresalía en las arrugas.

Por un momento el desentendimiento se impuso sobre la tensión de la entrevista. Sobre el borde de brea pintada de blanco que enmarcaba las ventanas caminaba una lagartija, una forma reptil que encarnaba mi situación, estar embalado, necesitar 4.000 pesos por hora.

Los necesitaba para sobrevivir a mi manera. Para no dejar de tomar cocacola en los descansos. Don Augusto me los iba a pagar con cargo a su sociedad, ESL, English System Language, dirigida por Jorge Montoya, un man de Quimbaya con motilado de paramilitar que tenía un Corsa vinotinto.
El profesor estrella de ESL era Hugo, que ya tenía 24 años y había pasado 3 trabajando en un concesionario de Atlanta, vendiendo Ford viejos y Pontiac nuevos, negociando durante horas parado en tenis blancos y anormales como camionetas de rapero.

Después de Hugo estaba Rafael, un pereirano. Me lo encontré la semana pasada y no me reconoció. Han pasado 9 años desde la entrevista con Don Augusto.

Pasé en carro por la 23. Vi a Don Augusto, ya sin corbata, con el pecho arrugado. Entró en una residencia de puerta beige metálica. Empujó la puerta despacio, pegado al borde, y los ojos biliosos de 90 años me siguieron hasta cerrar.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Lo de Percuto

Separado por un reclinatorio del resto impío de la casa, en un rincón, está reunida toda la piedad de mi abuela. Ella reza todos los días, seguramente para impedir que ocurra otra tragedia, como la de Alicia, la niña, que se quemó en 1.960 y murió en diciembre desatando la tristeza, el dolor, la debacle familiar a causa del alcoholismo desesperado de mi abuelo. Las vírgenes afligidas la escuchan, los santos la reconocen como una audiencia acostumbrada. Y ella está ahí, arrodillada, haciendo lo mejor que puede para evitar una tragedia.

La abuela me habla de Percuto. Pobre Percuto, dice, ¿dónde andará?. Me lo describe como un muchacho torpe que concentró toda su escasa malicia en una destreza impensable en la guitarra. Ella era muy joven y veía a Percuto salir a la medianoche, amarrándose los pantalones con una cabuya, alistado por sus compañeros para la serenata. Don Luisito Bañol tocaba la trompeta con sordina, me dice, y la profundidad le invade los ojos cuando escucha Mi diosa idolatrada.

Me imagino la escena. Me imagino todo lo que me cuenta. El olor a costal de Percuto. Mi abuelo aterrado, rodeado por miles de espejismos que gritan mataron a don Álvaro, viendo el mundo por un instante con la mirada muerta. Me imagino a Don Luisito Bañol acomodándose el sombrero, haciendo ese gesto rumiante de los trompetistas. Me imagino a mi abuela arrancando del calendario el 20 de octubre de 1956.

La oigo en la cocina. La siento pisar de un lado a otro, llevando del lavaplatos al comedor a Percuto, a Alicia y a Luisito Bañol. Los días son diferentes para ella, veo sus arrugas, su paso meditado y pienso que para llegar al futuro, desde tan lejos, solo hace falta un poco de paciencia.

sábado, 23 de octubre de 2010

Una equis roja

Tenía tanta hambre que pensaba todo el tiempo en animales vivos. Gallinas imposibles de atrapar, praderas llenas de cerdos infectados, conejos que eran más fuertes que yo: un depredador debilitado en una cama, desempleado, menor de edad.

La casa tenía 4 pisos. La cocina estaba en la parte más baja. Allí estaba la nevera cerrada con un candado del tamaño de una moneda, que me separaba de la saciedad de estómago y de la tranquilidad mental. Una equis roja imaginaria se interponía entre los alimentos refrigerados y un estómago vacío. Me imaginaba los huevos enteros, les calculaba las calorías que me aportarían, su valor proteínico. Fantaseaba comiéndome una lechuga entera a mordiscos, olía la leche através de la puerta metálica. Recordaba mejor mi último sánduche que mi primer día de escuela.

Subía de nuevo hasta mi habitación en el cuarto piso y me castigaba mentalmente por las calorías gastadas subiendo y bajando para comprobar que el candado seguía allí, impidiendo mi acceso libre a la primera comida del día, a las 9 de la noche.

Había calculado mal la tasa de cambio y me gasté el presupuesto de un mes en una semana y media. El plan de estudios incluía el alojamiento y dos comidas diarias (desayuno y cena), excepto los domingos, que el dueño de la casa no estaba obligado a cocinar.

Este era mi primer domingo, de tres, sin comer. Un hambre fastidiosa, censurable, de un adolescente desmedido no facultado para lamentar su desgracia.
A esto se sumaba una tacha, una equis roja imaginaria que vería todos los mediodías siguientes, durante 18 días, mientras los demás almorzaban, sentados alrededor de sombrillitas puestas en las calles y en las aceras con ocasión del verano, que empezaba.

Una actividad tan usual (almorzar) elevada al rango de fantasía inalcanzable. Un pedazo de levadura, harina y agua: un tesoro. 3 libras esterlinas que me había gastado en un paquete de máquinas de afeitar de última generación serían ahora un pescado frito, 6 chocolatinas, 3 pasteles de pollo: el remordimiento.

Me daba miedo tener que enfrentar algún agravio con ese nivel calórico. Esa equis roja, la equis del mal, de la desnutrición, se veía borrosa por el hambre. Me imaginaba el almuerzo en la casa de mi abuela. Un señor pidiendo otra en un puesto de empanadas y dando a cambio unas monedas insignificantes. Las familias enteras en Frisby eructando su sobrepeso.

Me quedé dormido en un parque, mamando calorías imaginarias de un sueño reconfortante en el que se casaban dos adolescentes y todos comíamos pastel. Los bebés atrapaban insectos en el prado y formaban bolitas que desperdiciaban jugando.

En el fondo del hambre, en un bar de la esquina, Boy George cantaba Do you really want to hurt me.

miércoles, 20 de octubre de 2010

LA CRUZADA SOCIAL


La luz entró por las persianas y empezó un juego de porcentajes: el día podía ser bueno o malo. No recordaba bien a cuál categoría habían pertenecido los días anteriores. Estos se habían dado exactamente de acuerdo a lo planeado, días corrientes, emotivos en medida tal que no generaban un impacto diferente a la sensación de apagar un cigarrillo en un charco.

Recordé lo que tenía que hacer por la tarde

TARDE

Desde la ventana veo las imágenes en hicopor de José y María, coloreadas y con la cuna dispuesta para el nacimiento de Jesús el próximo 24 de diciembre. De la cuna cuelgan chilindrines de papel metálico que ondean con pereza y se han despedazado gradualmente desde el último diciembre.

Ese pesebre, en el que José amenaza a María con un bastón de palo, es la puerta oriental de la Comuna San José, que veo desde la ventana, hoy a las 4:18 p.m, abandonado en la mitad de una clase de legislación laboral, en la Cruzada Social, una obra de amor, entidad sin ánimo de lucro.

Todos en el salón se parecen a un animal. Hay un grupo que habla sobre "el cuello que cae", un concepto de la modistería que Yulieth explica con buena mímica. Hay una saturación profunda, como si todas las conversaciones revueltas hubieran invocado el espíritu de un muerto por accidente. Paola y Jeniffer me miran, dicen algo y ríen y no sé si les gusto o si se me salió un pedazo de calzoncillo por encima de la correa. Steven sabe que no se puede burlar mucho porque al fin y al cabo él estudia secretariado y, en la balanza, saldría perdiendo frente al hecho inocente de ser mal profesor.

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Al final del día todos volvimos a lo mismo. Al cero inicial en el que nada había pasado y no era evidente la dificultad para interpretar, como un buen actor, lo que todos hacen bien de nacimiento.

domingo, 17 de octubre de 2010

Bailar con Eduardo Granada

En 1.992, existía una variedad de opciones para recrearse los jueves por la tarde. Por un par de horas, las clases de matemáticas y biología daban espacio a la "Actividad", una clase en la que cada profesor exponía sus talentos extracurriculares y ponía su versatilidad al servicio de nosotros, los niños de 9 años. Era una buena ocasión para aprender cosas útiles que habrían de servirnos cuando por fin nos convirtiéramos en los hombres del futuro: hacer nudos de corbata, instalaciones eléctricas y de plomería, tocar guitarra. Las suturas, los primeros auxilios y la pintura estaban reservadas para los más afortunados. Niños de 9 años con buena suerte.

Un profesor negro, de bigote y sudadera roja llegó tapándose la cabeza, renuente a emparamarse en uno de esos días helados, medievales, que cubren de blanco el centro y alimentan el musgo de las grietas de la catedral. Era Horacio, el profesor de danza, la actividad más aborrecida por nosotros, los niños de nueve años, que invocábamos para justificar el desprecio por el movimiento una razón principal: estudiábamos en un colegio masculino y teníamos que bailar con otros niños, y otras razones accesorias: bailábamos porro, joropo, paseo; teníamos que fingir levantar una falda jalando los bordes del uniforme de educación física mientras otros niños se divertían jugando fútbol, en el patio, dirigidos por un profesor que no se ponía sudaderas rojas.

Lo usual era bailar con Eduardo Granada. Él era otro niño de 9 años, pero estaba loco y no tenía, como yo, la noción de lugar equivocado, porque no me cabe duda de que para él, el mundo, era ya un lugar equivocado.

El grupo de 15 lo conformaban niños gordos, Eduardo Granada, Víctor, que tenía un síndrome, y yo.

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Hoy cuando me desperté me quedé mirando la pared blanca, buscando un consuelo ambiguo en el vacío. Pensé en lo que tengo que hacer la próxima semana y tuve la sensación de estar bailando con Eduardo Granada. Tuve la sensación de estar, indefinidamente, en el lugar equivocado.

martes, 12 de octubre de 2010

Vuelo 4641

En el asiento de adelante, que era el 17J, había una señora leyendo un reporte en su computador. Al parecer se trataba de algún tipo de estudio geológico. Hablaba de piedras, de formaciones volcánicas y componentes químicos del aire. La señora era elegante, a mi juicio, pero no en el sentido que lo es una agente inmobiliaria; tenía manchas que no relegaban su elegancia al porte de lapiceros caros.

Esa señora con los nervios en su lugar, tan acostumbrada a viajar, como era evidente, arreglándoselas para estar bien atendida sin necesidad de vestirse bien, fue mi primera impresión del viaje. Era peruana como pude comprobar en la fila de inmigración. La miré bien. Juan Martín tiene razón: es difícil imaginarse a una peruana culiando.

A mi lado iba una pareja de ancianos desnutridos. Para ser aves solo les faltaba piar; ya tenían las garras y la comida procesada entre el pico y la garganta. No eran malos como aves de rapiña, sino amarillos como pájaros enfermos, aquejados por un mal espiritual, con el cuero débil y coloreado por una ictericia uniforme, alcohólicos.

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En el piso 4 de un edificio, vive una colombiana. Es de las que explica bien cómo es el lugar; expone sus diferencias con Colombia, las pequeñas grandezas locales: Aquí la gente no puede ir a rumbiar de bluyín. No los dejan entrar. A veces también he visto que devuelven gordos. No los dejan pasar de la puerta. Aquí son muy estrictos con la rumba.

Expuestas las condiciones de las fiestas en Buenos Aires, decidimos quedarnos en la casa. Nos tomamos 8 litros de cerveza. Luisa se quedó dormida de nuevo sobre el hombro de Juan Martín. Dijimos algo sobre la muerte, no fuimos muy lejos.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una cafetería de Chinchiná

En la vitrina dan vueltas tortas fosforescentes y ponymaltas. La que nos atiende lo hace con gusto, cuidando su trabajo con pasos medidos, con palabras amables. Su discreción me hace suponer un noviciado minucioso de los modales, una instrucción sin margen de error que la llevó, como un trébol arrastrado por la corriente, a la Cafetería Montereal, con su logotipo anunciado en todas las cajas de cartón, rebosadas de crema, todas con el mensaje felicidades.

Su dotación completa de trabajo -un delantal, una libreta, un lapicero - es impecable. Lucha contra las moscas. Es una buena mujer.

martes, 21 de septiembre de 2010

No volver

A las siete y media pasa mucha gente, a pie, en Bora, en buseta. De los que salen por la mañana, un pequeño porcentaje muere en el transcurso del día.
Yo conocí a uno: Salió caminando sin una resolución sospechosa, sin afán, sin demorar las cosas deliberadamente; le sonaban las llaves en el bolsillo. No se había despedido de nadie porque vivía solo, se había montado en su carro rojo, había cerrado la puerta y había tenido que abrirla de nuevo porque pisaba el cinturón de seguridad.

A las 4:40 firmó, con poder, una escritura pública en la Notaría Tercera. A las 5:00 se detuvo un rato, observó la salida de los estudiantes, un negrito abultado ahorcaba en las axilas la cabeza de uno más pequeño. A las 5:30 yo estaba en el baño. Oí un grito.

Pasó la ambulancia. La sirena parecía revivir su acepción primaria de monstruo marino, evocaba la muerte.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El Tío Aníbal

De todas las veces que ha aparecido el Tío Aníbal, la que recuerdo mejor fue cuando entró a la casa de mi abuela, después de muchos años, cargando un bagre larguísimo a cuyo paso mis primitas gritaban ¡fo!. Llevaba 5 años perdido, recorriendo los ríos de la costa, comprando pescado en el San Jorge, abasteciendo de mangos y huevos los tugurios de Puerto Valdivia, devolviéndose de vez en cuando a dormir en Yarumal.

El tío anda de camisa de manga corta; la nariz y las orejas son grandísimas, dilatadas tal vez como una adaptación para los negocios. Las manos son enormes, le brillan dos anillos.

De todas las veces que ha aparecido el Tío Aníbal, la que más recuerda mi mamá fue cuando entró a su casa, con el pelo largo, la barba enredada, flaco, tembloroso y picado por insectos del tamaño de bujías. Había pasado dos años en la prisión agrícola de Araracuara, en medio de la selva, en un punto fronterizo entre Caquetá y Amazonas. ¿El crimen? todos prefieren decir que fue un malentendido. Él no dice nada.

Todavía conserva en su voz el efecto tembloroso de las minas de mercurio. Él dice que Ángela, su esposa, perdona todo. Que incluso perdonó al asesino de su hijo y que cuando va al cementerio lleva flores para los dos.

Poco a poco el Tío se ha vuelto más frecuente. Se sienta en el parque y conversa con desconocidos. Como si la minería y la venta de pescado hubieran eliminado en él toda maldad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Bogotá

Engañosamente adormilados como sargentos trasnochados, colorados a fuego lento, sutilmente superiores. Viven en apartamentos separados del mundo por tres pares de cortinas. Allí deben cortejarse como todo el mundo, con su melancolía átona, arrimándose al otro con mimos de perro recién cagado.

En un parque de la Defensa Civil un señor atlético juega basketball solo, prueba su resistencia, se atreve a desafiar el ridículo de vencerse a sí mismo.

No me gusta esta ciudad.

Sola una cosa me recuerda que estoy en el mundo: un niño preguntándole a la mamá si los gallos son malos.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La oficina del lado

Es el cuarto piso, donde trabajo. Oigo la retahíla de Sandrita citando clientes, atendiendo llamadas. Jairo José alardea, dice que más tarde consignará tres millones. Entra un comisionista amanerado, ofrece su producto estrella, maní artesanal, habla de moda con Sandrita.

Ellos están en la oficina del lado, pero el edificio es nuevo, blanco, carece de accesorios cálidos que retengan el eco, y les escucho todo, sus pequeñas riñas familiares, la narración del menú engullido, los siento ahí, muy cercanos, como pruebas adjuntas que lanza la realidad para que me concentre en el trabajo y no siga dudando.

Es su persistencia lo que me mantiene alerta.

Yo estoy solo en mi oficina.

Veo que una hormiga cruza la puerta. Puede ser la única en el edificio.

jueves, 26 de agosto de 2010

26 de agosto

El 26 de agosto aparece sin ninguna reseña, sin ninguna extensión de su alcance, en un calendario que hay justo bajo mis libros al lado de la cama. Del 25 dice: 1981: Voyager 2 flies past Saturn, del 27: Jupiter south of the Moon, look in the east around midnight, y del 26... del 26 no dice nada.

Me levanté muy temprano y veía el calendario mientras embetunaba los zapatos. El cuadro que anunciaba el día de hoy virgen, blanquito. Puse en orden el cuello de la camisa, escogí unas buenas medias y, mientras me secaba el pelo, pensaba en Texas, en lo mucho que me gusta Texas. Los pistoleros, los cantineros sudando una gota lenta en mitad del desierto, los coyotes, las camionetas Ford tripuladas por asesinos en serie, la vida primaria.

***

A las 7:30 entré en la cafetería San Jorge. Me atendieron bien, - un tinto por favor, - con mucho gusto y en un par de minutos el color negro del vaso desechable se volvió blanco, tranparente, vacío.

En la puerta un gamín me dijo llave que tenga un buen día como contraprestación por $250 que le regalé. El viento me desdobló la corbata y el teléfono sonó. Era Mariana, mi hermana, que vive en Bogotá. Nos despedimos y emprendí la marcha hacia los juzgados.

Creyendo mis virtudes más notorias, con el revés de la corbata en evidencia, salí a la calle a cumplir años.

lunes, 23 de agosto de 2010

Ilder

La admiración por los deportistas escolares se fue diluyendo un día. Todos, cansados de aplaudir las jugadas maestras del baloncesto, nos fuimos alejando de la cancha, unos con la cara tras los libros, otros en moto acelerando frente a los que habían descubierto el placer del cigarrillo y se apilaban en una cafetería, compartiendo el vicio en una orgía del tabaco.

Por esos días surgió Ilder. Había llegado cuatro años atrás, con el acento del pueblo, voz chillona, gemidos como de perrito soñando. Era más alto que el promedio y un poco mayor, púber tonto entre los niños. Llegó con su hermano, casi cogidos de la mano, los dos estrenando uniforme, temerosos de la fila de la cafetería, de las prohibiciones de la ciudad desconocidas en el campo.

Un día Ilder llenó el morral de papitas. Vendía muchas. Algunos le robaban pero Ilder los ajusticiaba con esa fuerza torpe que se adquiere en el azadón. Entre paquetes de papitas y cobranzas, Ilder se convirtió en el campeón de pulsos venciendo al Gato, invicto vitalicio.

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Sumisos, atendimos los inicios de su carrera religiosa. Empezó haciendo las lecturas en la misa. Alguien le dijo curita y con sus manos empuñadas y una mirada iluminada, resuelto, le recordó que su vocación le impedía romperle la nariz.

Ahora Ilder es misionero en Chiloé, una de las regiones más pobres del Sur de Chile y su hermano es militar.

***

Hace tan solo 100 años que fue 1.910 y de esa época tan cercana, tan familiar, ya no queda nadie. Tal vez un bebé ahora inútil y centenario. Ilder y su hermano son personajes delebles, personajes de esta época, cuyas vidas se unirán al chorro común de las otras vidas y dejarán un vacío permanente de siete décadas en la historia.

viernes, 20 de agosto de 2010

Una pareja trotando

Iba una pareja trotando, vestidos de lycra, convencidos, templados, eliminando el instinto; dejando atrás los escalones con esfuerzos perfectos, respirando el mismo aire que el Doctor Alberto Jaramillo, jefe eterno de mi papá, que los seguía desde muy cerca, jubilado.

Pasaban frente a la Facultad de Arquitectura, a cuya puerta parecen atados un vigilante y un perro echado que perdió el olfato.

Hace un mes, unos metros más arriba, arriba hacia el cielo, 40 metros, 50 metros, una persona salió del Casino, habló por teléfono, se tapó la cara, redactó en su cabeza un desagravio para los 25 años vividos de más, corrió hasta el fondo y saltó.

Dos horas más tarde yo salía del centro comercial con mis hermanas, cargando bolsas de Converse, de Carulla. Una señora lavaba el andén con una manguera.

Hoy pasaban por ahí una pareja trotando y el Doctor Alberto Jaramillo.

jueves, 19 de agosto de 2010

Si yo fuera rico estaría muy cansado

Es difícil saber si llevo dentro algo grande, un genio o un criminal a gran escala, porque carezco de carácter impositivo y cuando este aflora su fuerza vinculante es tan débil que da risa. No tengo voz de mando, ni disciplina, condiciones que me satisfacen más que turbarme porque pretendo poco, y lo poco que consigo, consecuencia de una mínima exigencia, compensa el pequeño esfuerzo que empleo en lograrlo.

Me gusta la negligencia porque uno puede esperar lo imposible. A la gente que hace las cosas bien, a los que emplean la mayor diligencia en sus deberes, solo les quedan las malas sorpresas.

Seguramente el resultado de un esfuerzo prolongado proporciona una gran satisfacción, pero nada comparado con el resultado inesperado de acciones sin dirección.

martes, 17 de agosto de 2010

El teléfono de Pablo Computador

Ayer vi un paquete de cigarrillos en un cajón. 3 cigarrillos están ahí desde hace 4 años al lado de un papelito con las palabras Pablo Computador escritas de afán encima de un número telefónico.

El día que escribí eso había salido del aeropuerto en un carro blanco, había visto un aviso a la derecha y lo había hecho lavar.

Al abrir el cajón me sentí puesto frente a un amigo de la primaria que haya crecido lejano y dispar con el que ya no tenga nada más en común que la incomodidad recíproca de encontrarnos y no saber qué decir.

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Los recuerdos nuevos no importan tanto, son fríos y tardan mucho en conectarse con todo lo demás. Solo cuando uno se percata de la condición de recuerdo futuro de un hecho presente, lo asume con alguna emoción, se timbra, le encuentra pinta de cosa grandiosa.

Las cosas que pasan ahora están a la espera de años que las conviertan en objeto de nostalgia. En este momento son recientes acontecimientos pop, partes insignificantes de la actualidad, pero después se unirán, como si trataran de converger en el mismo fin, a los libros de Julio Verne, a las vacaciones con la abuela y a un letrero que decía Segundo C en letras de acrílico.

domingo, 8 de agosto de 2010

Un momento después de las 5

Estábamos recogiendo botellas de cerveza antes de volver a Manizales, Manuelita se metió a la ducha y yo, recién bañado, me senté en el borde de la entrada, destapé una de las últimas botellas y me distraje viendo una manguera verde que atravesaba el prado.

Miré la hora; eran las 5:14, tenía los brazos completos y los estiré. Vi que estaba regularmente formado, que el agua corría en la ducha y Manuelita protestaba a su contacto porque estaba fría. El equipo estaba en AUX y la lista era "Tremenda Clasicota", Adagio de Albinoni.

Estaba pensando para no degenerar el presente, para hacerle una cortesía al momento que transcurría, imaginando que cuando pase el tiempo después del último segundo, y montañas de siglos hayan convertido el paisaje familiar en un escenario futurista donde hasta las naranjas se hayan extinguido, tal vez se encuentre la forma de recuperar el recuerdo simultáneo de una manguera verde atravesando el prado, de Chucho, el mayordomo, fumándose un cigarrillo y de tres gallinas mirando al horizonte, absortas, como futuros animales prehistóricos.

viernes, 30 de julio de 2010

Proceso de responsabilidad civil

Don Bernardo Gómez tuvo un accidente en un willys, en Chinchiná, en la Vereda Los Cuervos. Se quebró unas vértebras, se dañó la cadera, da tres pasos torcidos apoyado en un bastón y se desploma. Mala suerte, porque fue el único herido de todos los 6 que tripulaban el willys un miércoles a las 9:30 de la mañana.

En la casa de Don Bernardo el baño está al lado del comedor. Desde la primera vez que lo visité, impulsado como un galgo por el olor de la responsabilidad civil extracontractual, lo vi al final de una calle ciega, sentado en su silla de ruedas, con una camisa amarilla atravesada en el bolsillo por el orificio que dejó un President.

Mientras tomo mis notas sobre el accidente y hojeo la historia clínica, su hija sale del baño envuelta en una toalla que dice Go Fish y la salacomedor entera se inunda con un olor a cagada y crema dental.

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De vuelta a mi casa, considero las pruebas, analizo las pretensiones, pienso en la jurisprudencia. Veo los carros con pasajeros, con un destino y un tiquete, la policía.
Seguimos siendo iguales porque no tenemos para dónde cambiar: desconfiados de la vigilia, óvulos fecundados que crecen y engordan, un agravio a la realidad.

lunes, 26 de julio de 2010

El cambio de día

Uno de los espectáculos más extraños que he visto es lo que los pasajeros de avión llaman El cambio de día. Se ve, casi como suena, que de cierto punto en el cielo hacia atrás es de noche, y hacia adelante, de día.

Es curioso pensar que por cuestión de unos pocos metros no ha amanecido en un lugar y en otro sí, y que uno desde arriba puede reconocer plenamente la diferencia.

***

El viernes, utilizando músculos inusuales para vomitar, oyendo el ronroneo extraño de la gata al otro lado de la puerta, curiosa, como estrujando por ver la función que daba yo, un cuadrumano arrodillado y pálido escupiendo pedazos de comida procesada, pensaba, como es usual a las tres de la mañana, que en otro lugar del mundo, más al occidente, otro hombre ya se habría sobrepuesto al malestar de la noche anterior y estaría por ahí, tranquilo, vendiendo sus productos puerta a puerta.

sábado, 17 de julio de 2010

Unos funcionarios

La Empresa de Renovación Urbana tiene a la cabeza a una especie de tubérculo enano y regordete, que mira a través de sus gafas medicadas como si lo habitara un pájaro siniestro. Un pájaro torpe al mando de la sinapsis errática que lo llevó a maltratar a Lucelly, la de los tintos, un ángel, blanquita, debilucha, casi sin pelo, gacha; que pasó llorando con gobierno de sí misma por el pasillo, escondiendo la cara entre sus mechones bien lavados, viendo de reojo el saludo que le lancé con la ceja.

Como es habitual en las empresas, a medida que disminuye el rango aumenta el entusiasmo, y es por eso que después de Repollo, el pirobo de la gerencia, se extiende como la peste, una nómina de matoncitos que hablan en primera persona del patrimonio público. Dicen: COMPRAMOS trescientos predios, EJECUTAMOS el 90% del presupuesto, transamos, pagamos, vendimos, aprobamos; como si el dinero fuera de ellos, como jugando a la tiendita, a la empresita.

Cada que los veo dando media vuelta en las sillas giratorias para alcanzar un legajo de documentos lleno de tachones, porque la letra-apropiada-es ARIAL, porque el Decreto-539-es-de-2009-y-no-de-2010, porque yo-ya-le-había-dado-un-modelo-nuevo-para-las-ofertas-de-compra, me los imagino sentados en las piernas del alcalde, orgullosos; sonriendo, cuando se despiden, al contacto de su palmada en las nalgas.

jueves, 15 de julio de 2010

Antes era peor

En 1.990 todos los días comenzaban con un pitazo del transporte, camioneta Renault 18 que manejaba Doña Blanca, esposa de un tío de ella que era militar retirado, con el pelo muy grasoso Doña Blanca, había vivido en Bogotá un tiempo y había vuelto para quedarse sin abandonar el acento adquirido que le concedía un cierto status entre los pobres. Doña Blanca alababa constantemente a los militares, a los rolos, a Fernando, su esposo, a Fernandito, su hijo, a Tata, su hija, haciendo de todas las conversaciones que provenían de adelante un monólogo sobre sus virtudes; o bien una alabanza a los militares, a los rolos, o a una combinación de ambas cosas.

El día proseguía tembloroso. La entrada de mosaicos amarillos y rojos, un pasillo siniestro atiborrado de niños que no sabían multiplicar, la mala higiene de tanta gente junta, un niño pedorro, una profesora diciendo ¡fo!, ¡fo forofó!, tantas tareas sin resolver, tantos años por delante con el estigma seguro de no saber multiplicar, y después la división, y unos niños de quinto que dicen que eso no es nada, que esperemos a ver una raíz cuadrada, y una tía diciendo que la infancia era hermosa, que no había problemas, que el trabajo, ese sí era un problema, y las deudas, y el despecho.

Todavía me sudan las manos cuando recuerdo la pregunta 7x7. SIETEPORSIETE!!! No estudió la tabla del 7? No, pero yo me sé 5x6, yo también me sabía las capitales pero eso no me salvaba. A los 6 años las matemáticas son el estandarte de la hombría, un mal matemático a los 6 años es proclive a la flojera, es como una niña.

Un reloj digital marcaba las 4:40 en bombillitos amarillos. La leyenda escolar decía que ese reloj lo había construido un ex-alumno brillante que por ese entonces trabajaba en la NASA. Todos los días yo miraba ese reloj y pensaba: Esto no puede ser peor.

lunes, 12 de julio de 2010

El mundo, un personaje

Un señor de corbata, una señora con delantal que parece atada a un balde, una niña carisucia y un viejo despistado que se monta en el de los pisos impares, son los personajes de una escena de ascensor.

El viejo confirma la hora para no perder una de sus últimas citas y el señor de corbata mira ausente el tablero digital que marca los pisos. Es un momento íntimo. Una tradición humana, cuatro destinos entrelazados. Cuatro vidas sin importancia que no obstante se desarrollan, aunque el mundo exista por derecho propio.

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Muchas veces una situación se ve a tal punto sometida por la naturaleza de sus protagonistas que puede ser analizada como un solo personaje.

Existen ambientes que acreditan plenamente esta circunstancia. Lo que ocurre al interior de ascensores, buses y aviones muchas veces parece una réplica en miniatura del mundo, una muestra aleatoria de la humanidad que se comporta en un unísono místico, como si todos juntos, a fuerza de buena educación, pudieran evitar una tragedia.

jueves, 1 de julio de 2010

Los otros días

Ayer fue un día tan árido que no parecía parte del resto de la vida. La calle estaba llena de Aveos, de Pulsars y de Elantras tripulados por cuerpos, señoras, perros, sacos de carne, franquicias de la muerte... y los segundos, esos soldados rasos de los batallones de siglos que conforman el porvenir, corrían a la par, por iguales cantidades para todos.
A las seis y cuarto un señor miró la hora, una mujer a su lado se rascó una pierna y un niño hacía malabares por monedas, frente al semáforo. El presente se hizo evidente, ese segundo estaba intacto y los personajes inconscientes...
Todo parecía la antesala del futuro gigantesco y fantasmal que se alza sin pausa, torpe e intempestivo, como un elefante sonámbulo.

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Las cosas nos pasan en número limitado. Recuerdos en serie habitan la memoria, se alejan y se juntan, vagan sin par o se asocian y, a veces, por azar o por construcción propia, se afianzan tanto que logran conformar un argumento común, una biografía.

Uno tiende a involucrar esos acontecimientos en una trama interdependiente, como si juntos conformaran en realidad una novela, como si segundo a segundo el tiempo no lograra emanciparse, desvirtuando lo pasado y borrando el rastro de la propia historia.

domingo, 20 de junio de 2010

Volver caminando del parqueadero

Los domingos por la noche iba con mi papá a guardar el carro de la empresa en el parqueadero de La Patria, en el centro. El regreso lo hacíamos a pie y en el camino mediaban palabras muy escasas que casi siempre configuraban pequeñas preguntas y respuestas sobre el idioma, la bandera o la capital de otros países; a veces una anécdota, a veces una historia sobre un tigre.

La ruta de media hora pasaba inequívocamente en calma. Con una de sus manos rollizas mi papá me sostenía por la nuca y con la otra intentaba detener el tintineo de un manojo de llaves en su bolsillo. Las manos eran tibias y rugosas, nunca llovía, las cosas iban bien por defecto.

Solo una vez tuvimos que apresurar nuestro paso irregular, medio rengo. Ya estaba pasada mi hora de dormir, eran como las 9, y dos hombres calvos le estaban rompiendo la cabeza a un ladrón contra las rejas de un estanquillo. Por una ventana de la mano con la que mi papá me tapaba la cara alcancé a ver al ratero; la boca hinchada, tan grande, que casi tapaba una frente inmunda y desgraciada como un paquete de cigarrillos flotando en un lavaplatos. No se le veían los ojos y un golpe seco de hueso contra hueso anunció una fractura.

Esos días fueron malos, pero la imaginación, alimentada por los juegos de preguntas y respuestas, hizo su trabajo. Pronto me concentré en imaginarme la vida en Bulgaria, en Corea, en Noruega. Después las consideraciones sobre un viaje al centro de la tierra.

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Todo pasa, y cuando uno tiene que esforzarse para conseguir lo que antes se daba gratuito en la imaginación, piensa en el pasado, se concentra un poco y ve todas sus necesidades solucionadas con un grito. A veces todavía quiero que me limpien.

sábado, 19 de junio de 2010

200 personas graduándose

Ayer caminé 4 cuadras sin notarlo. Solo empecé a darme cuenta de lo que pasaba cuando vi a un tipo de gafas oscuras haciendo equilibrio en una cuerda. Se quitó los zapatos, se subió en el lazo que estaba amarrado de dos árboles y logró sostenerse por 20 ó 30 segundos. Después cayó al suelo.
Cayó parado y recibía contrariado, con vergüenza, los aplausos de una concurrencia de media docena de malabaristas en el Parque de la Gotera.


Entré a la Universidad. 200 personas se estaban graduando. Muchas mamás gorditas y orgullosas resoplaban un alarde simple, casi imperceptible. Algunos papás subían las escaleras del teatro con el brazo por encima del hombro de los recién graduados. Los más escépticos revisaban los diplomas, se hacían tomar muchas fotos. Algunas tías lloraban. Había también uno que se estaba graduando solo. Era de Vaupés.

Dos personas hablaban detrás de mí. -Se me olvidó toda la biología - A mí también.


Salí otra vez y caminé hacia el centro. Por la cuadra de La Normal estaba el perro sucio que le ladra a los taxis. En la esquina aparecieron 2 tipos. Uno era negro y llevaba un clarinete. EL otro era muy flaco y le hablaba al negro. Pensé que seguro ellos fueron bebés y van a estar muertos algún día, pero yo los vi hoy en esa esquina.


Tenía un guayabo horrible.

domingo, 13 de junio de 2010

El cielo de los intocables

La historia está compuesta por una serie millonaria de muertos que hicieron de este mundo lo que es: un planeta poblado. Muchas cosas han muerto en el planeta a lo largo de millones de años: bacterias, protozoos, lagartos, ratas, micos, flores, cucarrones y personas. Todas esas cosas se descomponen y hacen el suelo fértil para que crezcan árboles que alimentan a millones de hombres y animales que a su vez van a morir, pero que antes de eso crean teorías, piensan, componen sinfonías, toman cerveza, hablan de política y, sobre todo tratan de conseguir dinero y un roto apropiado que les permita sepultar en rítmicas cuotas su desasosiego.

Tal vez por esa razón las sinfonías de Beethoven me llegan muchas veces en formato midi. A veces es insoportable su vocación de impermanencia, lo mal que suenan cuando uno ve el mapa completo de la vía láctea.
Cuando pienso así quiero probar una droga que me cause daños irreversibles, daños que me conviertan en una cosa diferente, en un ánima.

Otras veces no me quiero ir, no quiero volverme inmune en el cielo de los intocables. Quiero ver otros 10 mundiales y me emociona el porno.

lunes, 7 de junio de 2010

EL MURO DE MERLÍN

Muchas veces los recuerdos son reveladores. Parten de un hecho simple y logran catapultarlo a una cierta profundidad, a un fondo inesperado. En 1998 me regalaron una moto. Yo pensaba que era una cosa de viejos, pero aún estoy joven y empiezo a recordar con nitidez impresionante los años que ya revelan cierta edad. Los tengo individualizados plenamente entre 1.988 y 2.000... Lo ocurrido entre 1.982 (cuando nací) y 1.988 es tan confuso como lo que ha ocurrido en los últimos diez años. Unos años son lejanos y vagos, registrados a medias en las fotografías. Otros por lo recientes, no han logrado afianzarse con fuerza en la memoria y son aún una parte frágil del recuerdo.

En 1.998 me regalaron una moto. Por esa época yo iba al colegio con mucha intermitencia. El portero abría la puerta pequeña de hierro y yo salía por un espacio preciso. Aceleraba la moto y me soltaba por dos lomas antes de tomar la avenida. A veces me devolvía antes de llegar al colegio y no iba a ninguna parte. Otras veces llegaba al colegio sin querer, por inercia. Fracciones del día anterior se confundían con predicciones del siguiente: muchas veces pensaba en la gente que estaría recordando sus días de colegio, mientras yo los vivía sin la intención premeditada de recordarlos alguna vez.

martes, 25 de mayo de 2010

Bajarse de un barco

El cine me ha gustado como pasatiempo. La primera película que vi en cine fue Willow en la tierra del encanto, cuando tenía 6 años, en la sala del Colombo Americano en Medellín. Desde entonces he ido a muchas salas. Acompañado, solo, por la tarde, por la noche, a funciones de 3:00, 6:10, 4:50, 10:25.
En los inicios tuve un compañero infaltable. Era un tío que estudiaba Derecho en la Universidad de Antioquia y que se encontraba en algún punto de su juventud, entre los 20 y los 30 años. Además de estudiar, administraba un parqueadero y se dedicaba a ese oficio incunable de comprar y vender. Telas, quesos, carbón y bolsas plásticas. También apostaba. Dominó, lulo, póker, fierro, blackjack. Tenía un Mercedes 66 blanco de cojinería roja, cambios en la cabrilla, velocímetro inexplicable que era amarillo por naturaleza y se ponía rojo después de los 70 kilómetros por hora. Íbamos casi siempre a Junín o al Odeón. Comíamos en Pinky. A veces íbamos con Catalina. Otras con Amanda (A la postre su esposa).

Había, además, un rompecabezas. Tenía solo 3 fichas y puesto en orden formaba una T mayúscula, blanca y de acrílico. Lo llevábamos siempre en un estuche y era tan difícil de armar que pagábamos 1.000 pesos a quien lo lograra. Si al cabo de 3 minutos no lo lograba, nosotros recibíamos $500. Si al cabo de tres minutos no recibíamos los $500, habíamos perdido nuestro tiempo. La T se iba haciendo famosa y el cine alternaba con el planetario. A veces no eran Las Tortugas Ninja, sino las lunas de Júpiter. Otras veces el póker, otras Catalina.

En el segundo piso de la casa de mi abuela, en una especie de buhardilla, estaba la fábrica de bolsas. Pertenecía a una sociedad conformada por mi tío y por un tío suyo, inválido. Minero jubilado. Una veta de carbón le había roto el espinazo. También apostaba. Póker, lulo, fierro, dominó. Orinaba en una botella.

Yo sostenía el rollo de 50 metros y ellos lo sellaban cada 30 centímetros. Vendíamos las bolsas a las queseras donde comprábamos los quesos. Yo tenía 6 años, después 7, después 8. Aprendí a armar la T, a sellar las bolsas con precisión y a bajar de los andenes al tío de mi tío pisando el borde de la silla de ruedas con la punta del pie.

Esa era mi rutina. Una película como las otras, con un libreto raso y una producción de bajo calibre.
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Todas las rutinas son tediosas, pero logran vincularnos a tal punto con un cierto hábito que su interrupción nos reduce como un desahucio. Es difícil salir de la cárcel después de 20 años de encierro. Es difícil aceptar de buena gana la jubilación. Bajarse de un barco tras cruzar el Atlántico. Entregar las armas después de dispararlas toda la vida... Vagar perdidos en un día sin horario, sin repetición.

La vida sin esquema marca el desarraigo de los perros domésticos liberados a la deriva y obligados a vivir como lobos.

domingo, 23 de mayo de 2010

ET

Mucha gente se salva de ser excepcional por un detalle que no vale la pena. Una simple camisa de cuadros. Un café por la mañana. Una casa comprada a cuotas.


Yo soy uno de ellos. Bailo en las fiestas. Aplaudo en los eventos.

Hay un amigo que, como yo, aplaude. Baila. Usa camisa a cuadros. A veces protagoniza una trifulca.

Es un extraterrestre.

Es fácil identificarlo. Llevo viéndolo 10 años y nunca estornuda.

martes, 18 de mayo de 2010

Administrar un granero

Tengo una justificación común para dos elecciones opuestas: la búsqueda de la comodidad y la posibilidad de la indigencia.

Claro está que, de forma apresurada y sin haber sido jamás indigente, no se podría decir que la indigencia sea incómoda... Tal vez tenga sus malos ratos, su chanda, sus noches frías y sus largas horas de hambre pero aún así el indigente duerme hasta las 11 mientras el cómodo, en la mayoría de los casos, se ve obligado a madrugar.

Detenido por el tráfico de la Carrera 20 cuando voy rumbo al trabajo, miro a través del vidrio templado y contemplo la modorra interminable de los gamines cobijados con los editoriales y las económicas, los veo roncar y acomodarse, rascarse y soñar con algo que no pueden ni quieren ser; y entonces pienso en lo que yo quiero ser. Pero pienso primero que si la comodidad fuera garantía segura del bienestar, y la incomodidad de la desdicha, yo iría más contento a trabajar en un Mercedes, que a pichar en un Chevette.



Parezco dar vueltas sobre un asunto sin sentido pero no puedo dejar de pensar en el patetismo de las posibles combinaciones.De tomar las decisiones equivocadas podría terminar yendo a trabajar en Chevette, no tener nunca un Mercedes, dejar prematuramente de ser sexualmente apto, quedarme sin dinero y sin carisma, no ser nunca un magnate pero tampoco un Rasputín y flotar en el limbo de los que cambiaron cuatro hectáreas de maíz por la administración de un granero. De tomar las decisiones correctas puedo llegar a tener el mundo en mis manos.

El problema es que quiero abarcar mucho: levantarme a las 11, ir al motel (y no al trabajo), pero ir en Mercedes.
Pero no aprieto nada: me levanto a las 6, voy al trabajo y no voy en Mercedes.

Hasta ahora todo sigue más o menos igual: a la derecha unos ciertos objetivos: El Mercedes, el lujo, chequeras y cuentas bancarias. Y a la izquierda, la nada.

La medida justa no tiene pinta de existir.

miércoles, 12 de mayo de 2010

El Clark Kent de Pepe


Todos los hábitos se hacen populares. Es por eso que ponerse las medias con docilidad de oficinista equivale en contenido reaccionario a no ponérselas y enseñar, en cambio, un escapulario amarrado a los tobillos desnudos... Al parecer nada tiene una gracia individual. Nada es íntimo y ningún acto proviene de una creatividad seria. Todo es igual.

Llevar vidas paralelas, como Clark Kent, parece ser la mejor forma de sentirse satisfecho y no ansiar ser otra cosa. Hace poco leí un cuento sobre un tipo que se llamaba Pepe. Pepe limpiaba baños de día, hacía plomería en sanitarios repletos de mierda y soportaba callado los insultos del jefe que lo saturaba de órdenes y lo descalificaba frente a las secretarias. Pasaba por los corredores cargando un balde lleno de agua sucia, arrastrándose más que caminando, y despertando a cada paso una combinación abominable de lástima y burla. Pepe era un don nadie que sin embargo tenía un as bajo la manga... Todas las noches antes de salir del edificio guardaba el balde en su lugar, se lavaba la cara, se pasaba la peinilla por la cabeza y salía caminando con una prisa sospechosa. Al cabo de varias cuadras se detenía frente a una puerta de aviso rojo, subía 4 metros de escaleras sin descanso, cogía uno de los látigos que colgaban de la puerta del bar y lo descargaba sin piedad sobre las nalgas de una masoquista. Se lo metía por detrás sin lubricación. Le gritaba puta. Se la echaba toda en la cara. Le agarraba las orejas... Se vengaba del mundo.

De día, mientras limpiaba cloacas, Pepe recordaba la noche anterior. Depronto su humillación parecía más soportable cuando veía erguir – a causa del recuerdo – el último baluarte de un orgullo que se reducía a su entrepierna. Y entonces se reía de nada y seguía limpiando.


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Después leí en el almanaque de un taller que solo un hombre inteligente tiene la paciencia para hacerse el tonto cuando se ve enfrentado a un tonto que pretende ser inteligente. Ese taller me gusta mucho. Elkin, el dueño, tiene seis dedos en una mano y cuatro en la otra. Trabaja sin descanso en un taller que no es más grande que la cocina de mi casa y lo he visto recibir hasta $800.000 en una hora. Es extraño que tenga 10 dedos repartidos de esa manera... Casi parece un chiste.

Cuando lo veo contar los billetes con su mano de 6 dedos y pasarlos después a su mano de 4 para meterlos en el bolsillo del overall, pienso que su ligero defecto de distribución no es más que una alegoría del equilibrio que se encuentra en el desequilibrio. En ese desequilibrio aparente que encarna el hecho de ser dos personas al mismo tiempo: una tonta y la otra inteligente.
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Tener 2 vidas para escoger parece ser una buena opción... Es por eso que al mediodía me saco la camisa del pantalón, me tomo una cerveza y hago caras en el espejo.

jueves, 6 de mayo de 2010

Muchurrúa III

Al final, después de mucho desearlo, estaba sentado en un 737 rumbo a Londres con escala en Frankfurt... 17 años improvisando una imagen mental de una Europa insular oscura y sórdida, con la estela del medioevo a cuestas que después de todo me tendría por protagonista... la vería con mis propios ojos. Solo que en los primeros días a mis ojos les dieron pata... Al mismo tiempo se enamoraron de mí una holandesa y una pandilla de mexicanos de Sinaloa. No sé qué pasó en la discoteca, pero mientras hablaba con la holandesa, uno de ellos me dijo algo; tal vez le respondí una estupidez y me echó la cerveza en la cara. Creo que me dijo güey y yo le dije mula, una cosa así.

A ese le decían Burrito. Seguro le molestó la coincidencia.

Le reventé la nariz y la holandesa se enamoró mucho más de mí, tanto que me dio un beso y me dijo que ya no quería a su novio. Entonces yo tenía 17 años y a esas alturas de la noche, 50 libras esterlinas. Salimos de la discoteca riendo, le eché la cerveza en la chaqueta y ella me echó la suya en la cara. Me lamió de la boca hasta la frente y yo le toqué una teta. Reímos y vimos vomitar a un pelirrojo. En la esquina estaban El Burrito y sus cuatro amigos (Barney, El Cariñosito, Marco y Gerardo), que me gritaron pendejete, me alcanzaron, me dieron siete puños en las orejas, me rasgaron la camisa y echaron los zapatos al mar. Después sentí patadas en la cabeza y en las costillas y una baba en la frente.

Aturdido alcancé a ver que uno de ellos sacaba un puñal. Era bizco y, sin duda, el más feo de todos y aunque parecía resuelto a matarme, súbitamente pareció aterrarse, como si enfrentara a un enemigo invencible.
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Ellos no contaban con mi defensa... .
La primera vez me asusté un poco porque era evidente su fantasmagoría y, aunque no era intención suya espantarme, una palidez de imaginario era por principio aterradora. Durante muchos años lo vi aparecer en los rincones de la casa consolidando una apariencia que al final parecía completamente real, a tal punto satisfactoria que dejó de causarme pánico. Era poco notable y siempre hacía sus apariciones contradiciendo aquellas noches en las que todo parecía estar en orden, haciendo innegable el margen de error que da existencia al otro mundo.
Después de mucho tiempo me empezaron a gustar sus visitas. Me dijo que se llamaba Muchurrúa y tomó como suyo un cierto lugar de la casa desde el que siempre caminábamos juntos hasta el patio y conversábamos sobre asuntos de los dos mundos.

Poco a poco, Muchurrúa se convirtió en mi mejor amigo y aunque era imaginario iba conmigo a todas partes sentado muy recto en la silla de adelante de la camioneta. Llevaba siempre las ventanas abiertas y le gustaba Jimmy Hendrix. Hey Joe, esa la cantaba siempre.

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Muchurrúa apareció esa noche agrandado por la furia. Lo alcancé a ver por el ángulo sano del ojo que me habían reventado de una patada. Desarmaba con sus manotas al animal bizco que pensaba matarme. Desde atrás, los otros cuatro pandilleros luchaban consternados contra una fuerza invisible. Le lanzaban puñetazos, insultos y mordiscos. El puñal cayó al suelo y El Cariñosito se me adelantó cuando traté de recogerlo. Lanzó un embate al aire que alcanzó a Muchurrúa por la ingle pero yo estaba tranquilo con la seguridad de que nadie podría matar a un personaje ficticio. Muchurrúa tapó con el índice el lugar de la herida y ¡tenga!, el cariñosito le ensartó otra en el cuello. Y ¡Tenga! Otra vez en el cuello.

Mi tranquilidad se hizo trizas cuando noté que mientras Muchurrúa se desvanecía, un hilo de sangre le corría desde la boca, pecho abajo. Le agarré la cabeza y lo sentí tan lejano que ya ni imaginario era. Parecía tan irreal que su presencia habría resultado absurda incluso en un sueño. Estaba muerto... Muchurrúa, a pesar de ser imaginario, estaba muerto. Estaba muerto. Muerto. Mi gran amigo imaginario.

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Lloré, pero no por el desenlace de esta historia ya que su conclusión es acaso más infame:

si Muchurrúa está muerto de verdad, yo estoy, por obligación, vivo de mentiras.

miércoles, 28 de abril de 2010

Pensar una cosa y pensar otra

Como pienso una cosa, pienso otra. En el debate interno y ligero entre una cosa y otra, veo desdibujar mis intenciones justo cuando el dibujo parece completo. Salgo a votar y cuando estoy a punto de hacerlo pienso que mejor no, que al fin y al cabo estaría adivinando. De alguna forma todo se debe a que me siento desinformado casi para cualquier cosa que requiera información.

Salvo que se trate de datos exactos - como la hora del día o la capital de Somalia -, evitaré divagar sobre otros asuntos susceptibles de respuesta porque he descubierto, como lo dije al principio, que así como pienso una cosa, pienso otra. En las discusiones se me increpa constantemente... ¡Se contradice!, - me dicen- y en efecto me contradigo. Me contradigo y reculo sin objetivo como el que estando a punto de suicidarse piensa que mejor no, sin más.

Lo que me hace contradecir no es exactamente la duda ya que sería pretencioso dudar de algo que no sé. En realidad más que dudar, adivino. Si alguien me pregunta si creo en la integridad de quienes conforman el gobierno diría que sí, adivinando. No llego a dudarlo porque no tengo verdaderos indicios de nada más que de lo evidente. Si alguien me pregunta: ¿Llueve? Yo diría sí. O no. Si alguien me pregunta: ¿Lloverá? Adivino o digo no sé.

Todas mis opiniones están de algún modo sujetas al dictamen de una adivinanza porque carezco de información.

lunes, 26 de abril de 2010

Doña Maria Eugenia y yo, Charles de Gaulle

Doña Maria Eugenia vivía sola en el 2C-901 y yo con otros 4 en el 2C-1001. Tenía entre 70 y 120 años, un lunar entre las cejas y tres baticas: una gris, una de flores y una beige. Como a veces coincidíamos en el descanso de las interminables escaleras que me llevaban hasta el quinto piso, logré saber, entre otras cosas, que era de Popayán, que tenía una hija en quien no confiaba y una nieta muy bonita a la que le auguraba por lo menos la corona del Reinado del Café. Conocí a la hija, que era profesora en el Granadino y noté que el dejo fricativo de su voz y una joroba prematura hacían retoñar la desconfianza de Doña Maria Eugenia. Quizás apresuradamente deduje que se encorvaba por miserable y que hablaba entre dientes escondiendo una mala intención. Su hija, es decir la nieta de Doña Maria Eugenia, no era tan bonita como su abuela creía, pero era dulce y parecía buena. Ella era la que manejaba el VolksWagen escarabajo color crema todos los miércoles cuando llegaban de visita donde la vieja.

Doña Maria Eugenia predijo varias veces que yo sería algún día presidente de la República. Yo creo que las vecinas de Roosevelt y las de Churchill predijeron la misma cosa. Seguramente también hicieron la misma predicción las vecinas de muchos otros que nunca fueron nada, ni presidentes, ni nada.

Con el paso del tiempo se fue poniendo senil y recuerdo que en el terremoto del Eje Cafetero salió al hall gritando que era el fin del mundo. Corría escaleras abajo y volvía a subir. Finalmente se calmó, me abrazó y me dijo que yo sería algún día presidente de la República.

A veces he pensado que soy un hombre con duende, algo seductor, solitario y esas cosas, y que tal vez Doña Maria Eugenia en sus delirios haya logrado percibir algo como eso y lo haya acomodado al perfil de un caudillo. Solo que en esa época yo era un gordito con gafas y me ponía bermudas de drill con prenses, lo que me alejaba mucho de ser un duende, un seductor o por lo menos un líder mediático... De hecho, fracasé en las elecciones estudiantiles, incluso habiendo prometido la instalación de ventiladores en todos los salones. Mi competencia solo aseguró que velaría por una buena relación entre profesores y estudiantes. Con eso le ganó a mi propuesta estrella: los ventiladores. No lo podía creer. Atribuí el fracaso a un asunto de imagen.

Hacía las tareas pensando en Doña Maria Eugenia... No la quería defraudar. Cuando la saludaba ya la veía como a una de mis gobernadas. Le daba la mano con perspicacia política como pensando en asegurarme su voto. Le hablaba con elocuencia, con tono pausado, dando a entender que comprendía todos sus problemas y que estaba haciendo todo para solucionarlos. Hasta le ayudaba a subir las escalas. Le cargaba los paquetes y le abría la puerta. Me miraba con cariño. Como a un presidente... Como una señora francesa a Charles de Gaulle, así.

La hija y la nieta seguían yendo todos los miércoles. Almorzaban y se iban. También nos cruzábamos en las escaleras; la señora siseaba y la nieta agachaba la cabeza porque yo le gustaba. La vestían a una usanza que supongo payanesa de los 50s, así que el VolksWagen resultaba perfectamente apropiado.

Tal vez un año antes de irme del 2C 1001, llegaron los loqueros y se llevaron a Doña Maria Eugenia. 6 meses después murió. Supe que estaba desnutrida y que insultaba a los médicos.

miércoles, 14 de abril de 2010

Merdredi

La gente que espera el ascensor parece exasperada. Van y vuelven. Escarban en los bolsillos vacíos. Son las 8:03. Esta mañana a las 3 escuché a un borracho que pasaba por la calle, me asomé y logré verlo a través de la ventana. En ese momento pensé que solo 5 horas me separaban del fin de la felicidad. A las 6 los pájaros empezarían su gorjeo y las calles todavía estarían limpias y silenciosas. A las 8 ya estaría bien metido en el caos. Náufrago en un mar de segundos. Que son miles. Y lentos a su antojo.

Tal vez lo único bueno de que hoy sea martes es que mañana es miércoles - que no es la gran cosa- pero está a solo dos días del viernes -que es bueno y sería perfecto- si no estuviera a 2 días del domingo, que bien podría ser el mejor de los días si no precediera al lunes – que fácilmente me llevaría al suicidio- de no estar tan cerca del miércoles, que es un día tibio y medianero cuya única gracia consiste en encontrarse a dos pasos del viernes, que se perfecciona con la proximidad del sábado y con la seguridad del domingo inactivo que remata la expectativa... esa que se diluye el sábado donde reina la confusión y uno no sabe si divertirse o descansar - ambas-cosas-necesarias-y-escasas... y entonces viene el domingo con la resaca o con la reflexión idiota de haber arruinado la iniciativa aplastándose en la cama en lugar de haberse divertido un poco. Y así, una semana que parece tan larga se convierte en un instante que lo convence a uno de que el tiempo no alcanza para nada, salvo que sea martes, en cuyo caso el fin se ve muy lejos, todo es terrible y el porvenir parece un viaje a otra galaxia.

Llegó el ascensor y ahora 7 pisos separan la desesperación de la zozobra. En el bus tenía algo de intimidad... las cosas que escojo ver por la ventana y el ipod que me separa del mundo.
Huelo la madriguera desde la puerta del ascensor y pienso que no hay vuelta atrás, que tal vez lo vea más difícil que el resto del mundo y sólo tenga que aguantar hasta que el tiempo haga lo suyo. O hasta que al fin aparezcan los extraterrestres.
Veo que al lado del fax está sentado Yepes a quien ahora veo más que a cualquier otra persona. Temo que si ocurre un terremoto quede atrapado con él... o que se dicte un decreto que obligue a casarse a las personas que pasan mucho tiempo juntas.

Me puse el celular en la cabeza, porque estaba frío y se sentía bien. Y después maté una hormiga.

lunes, 12 de abril de 2010

Con cargaderas, no

A veces voy los domingos al cementerio y aunque lo hago con respeto, no puedo dejar de pensar que lo que piso es un parque bonito como cualquier otro, adornado con lápidas y abonado por muertos. Jardines de la Esperanza es un cementerio que fiel a la topografía de la ciudad alberga a sus difuntos en lomas que en este caso interrumpen el verde de la grama con rectángulos grises de marmolina destinados al espacio personal en el que nosotros, los dolientes, evocamos la memoria de aquellos que ya tienen la certeza de una fecha final. 21 de febrero de 1.985; 4 de marzo de 2001; 16 de octubre de 2007... días como este que dejan de ser ordinarios para convertirse en el último de alguien. A veces incompleto. Sorpresivo o previsible. Último en todo caso.

Sonará a Chavo del 8, pero lo que más me asombra de los muertos es que alguna vez hayan estado vivos. Que hayan nacido alguna vez. Que los padres hayan deseado su concepción y que hayan invertido en ellos grandes cantidades de dinero incluso a sabiendas de su destino fatal. Todo eso me asombra... Que ellos, los muertos, alguna vez hayan sido solo un proyecto y que por el capricho que lanzó a sus padres a concretarlo hayan tenido que soportar la muerte. Y más aún, ¡la vida!... ese negocio en el que a pesar de saberse de antemano que la inversión inicial está perdida y que cualquier rédito se va a esfumar, se ejecuta con entusiasmo y sin pausa.

Las anteriores son ideas que ya no aplican, porque estoy vivo e inevitablemente voy a morir. No sé cómo, no sé cuándo, no sé dónde; si estará lloviendo, si me alcanzaré a asustar o si me podré defender de algún modo. No sé si será un instante extraordinario o si solo se sentirá algo semejante a la contracción que precede un estornudo. No sé si duele o si arde. Si pica. Si medie un acertijo para salir del limbo.

Mi hermana dice, creo que citando a alguien, que la mayor muestra de vanidad posible es imaginarse el funeral de uno mismo. Tiene razón... Es inevitable pensar en los músicos que van a contratar, rogar que sean calificados, que no canten Amor eterno y que interpreten, en cambio, un aria sobria que delate nuestro buen origen. Es inevitable también ruborizarse por el escándalo que protagonizará alguna prima ruidosa; imaginarse cientos de páginas en el libro de asistencia y conmoverse con los sentidos discursos de los compañeros de trabajo. Ni hablar del suspiro que provoca la convicción de que muchas mujeres van a llorar y nos van a extrañar.

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Las profundas consideraciones sobre la muerte solo se estancan en aquellos trámites que también la rodean y que la convierten en un asunto cotidiano como el matrimonio o la expedición del pasaporte. Ese trámite que inicia con el certificado de defunción, pasa por el registro y las cláusulas del testamento y termina con la inscripción de la lápida en letra de estilo, bajo la cual, a tres metros de profundidad, se entra a hacer parte de aquella extensa vecindad de gente que seguramente no se conoció en vida. De gente que en su mayoría nunca pensó en cuál sería su lápida vecina y que ahora yace dispuesta en grupos de a dos, de a tres, de a cuatro. Rubiela con Mauricio, Arturo con Carolina, Andrés, Fabio y Gloria Esperanza.

De esa vecindad haremos parte los convencionales. Los que no pretendemos agregarle dramatismo a un hecho que por sí solo ya no podría ser más dramático. Los que le hacemos el quite a esa tendencia aborrecible que pretende dar instrucciones sobre el tratamiento póstumo que uno ha de recibir... Pedir que lancen las cenizas al mar, que pongan diez claveles sobre el ataúd, que se siembre un árbol en nuestro honor, que se haga una donación ó que se escoja un lugar simbólico para la sepultura, son disposiciones cursis que delatan el exceso de amor propio y, sin embargo, cuando voy a Jardines de la Esperanza pienso mucho en el que va a ser mi lugar. No sé si será en el potrero de la derecha o en el de la izquierda. Tal vez en el de abajo, por el horno crematorio. Cerca del mausoleo ó al lado de la capilla. No sé. No lo podría definir... Prefiero dejar en manos del azar la decisión de mi ubicación eterna, pero ruego que no me toque al lado de alguien que se llame Gildardo. Como en el colegio que el azar me puso al lado de Héctor, uno de cargaderas.

viernes, 9 de abril de 2010

Luz Marino

Me gano 2.030.000. Por las mañanas trabajo en la madriguera. Así la llamo. Por las tardes me llamo Luz Marino. El trámite para finalmente convertirme en abogado me tomó un poco más de tres años, tras los cuales me sobrevino la condición irrenunciable de profesional que además me obliga a conseguir un trabajo. En este caso son 2. Primero me enlisté en la madriguera. Allí me entrevistó el Doctor Fernando quien de inmediato me dio la impresión que he llegado a confirmar a lo largo de estos dos meses.

Para llegar a comprender esa impresión es necesario que primero describa la madriguera. En el piso 7, donde se encuentra la madriguera, trabajan 17 hombres y solo 2 mujeres. Una es fea y la otra es más o menos bonita. A la bonita se le murió el papá la semana pasada. La fea es muy amable y cuando me saluda parece aferrarse a la esperanza de encontrarse frente a la única persona joven de todo el edificio. Desde el primer día fue evidente que las cosas no andaban muy bien en la madriguera. Una nevera con puerta imitación de madera dejó de funcionar porque se rompió el ducto que transportaba alguno de esos gases muy tóxicos con los que funcionan las neveras viejas. El olor a gas todavía se siente dos meses después y parece impregnar de negligencia todos los actos de quienes trabajamos allí. Que somos 3.

En la madriguera, los trámites parecen arremolinarse. Los documentos se extravían, los términos se vencen, hay filas de reclamos cada mañana, el mensajero tiene mal aliento, las carpetas se trocan, suena el teléfono y nadie quiere contestar. El tapete es muy viejo y tiene restos de papitas fritas que se repartieron en una reunión política hace tres semanas. Esta mañana tres cuartos de la superficie de ese tapete viejo, que huele a 1.978, quedaron ensopados en agua cuando se rebosó el tanque del sanitario después de que Higuita el de los discos pasara por allí. El mensajero trapeaba, el Doctor Fernando buscaba irritado la causa del daño, se recogía la camisa, maldecía y reñía con el mensajero que no paraba de decir: fue después de que entró Higuita. Fue después de que entró Higuita.

El Doctor Fernando es el jefe de la madriguera. Es una de aquellas personas que más por inocencia congénita que por malas intenciones, se ha sumergido en el día a día sórdido que rige la costumbre banal de los trámites, los documentos y la nula innovación. Esta circunstancia le ha deformado el carácter hasta convertir su sonrisa original en una mueca espantosa que desemboca casi siempre en una carcajada de mal gusto. Todos sus modales son estridentes. Su habla es incomprensible. Es gacho y de cabeza plana como un pastor alemán. A veces se tira pedos. Los ojos son vidriosos y la nariz abultada y rojiza. Los reclamos lo han transformado en un personaje nervioso, agresivo, indolente... como un perro que no entiende por qué le golpean el hocico.

...

Por las tardes soy Luz Marino. Reemplazo a una asistente que estará incapacitada por un mes. Por su edad, supongo que le van a sacar el útero. En esta empresa hay un software interno. Todo es muy organizado. Funciona perfectamente. Este software permite el envío de comunicaciones entre todas las dependencias. Como la creación de un nuevo usuario supone un cierto trámite, me asignaron el usuario de Luz Marina. Para todos aquí me llamo Luz Marina. Pero yo creo que es mejor Luz Marino.

jueves, 8 de abril de 2010

La oreja de Van Gogh

Casi todo el mundo sabe que Van Gogh, desesperado, se cortó una oreja, la envolvió en un pañuelo y se la regaló a una amiga... Un gesto romántico, no cabe duda. Un acto dramático... Una escena de pasión: el pañuelo empapado en sangre, la confusión de los presentes, algún grito de pánico y una dama que no sabe qué demonios hacer con una oreja cuya cercenación debe de haber sido tan dolorosa, como incómodo el hecho de haberla recibido por regalo.

¡Una oreja!

La dama sonríe... la toma en sus manos; solloza... la besa; la acaricia... la mira con candor y finalmente la guarda en su cartera mientras piensa en un buen lugar para la extraña reliquia.

¿Dónde ponerla?

Hasta entonces había sido costumbre de los enamorados regalarse mutuamente mechones de pelo para ser eternamente recordados por sus amantes... bucles ensortijados, atados con cintas de colores guardados en los corpiños con suspiros que mediaban y que simbolizaban, de algún modo, la escencia portátil del amor.

Sin embargo, como es sabido, el pelo se regenera, vuelve a crecer. Las orejas no. Es por eso que aún se recuerda - no con menos controversia- el acto apasionado de Van Gogh. Es por eso que hay un grupo que se llama La oreja de Van Gogh y no El pelo de Clara ó Las uñas de Felipe... Al fin y al cabo, algún mérito debe tener el acto desprendido de mutilarse una oreja por su propia cuenta y medios. El mérito de haberlo hecho por esa vanidad sufrida que nace del desprendimiento.


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Este blog aboga por aquellos que quieren conservar sus orejas. Por aquellos que ante la inquietud de dar un buen regalo, las mantienen intactas y desfilan hacia la joyería, la floristería o la tienda de mascotas. Aquellos mismos que prefieren desprenderse de algo que vuelva a crecer... Un mechón de pelo, un juego de uñas, una cuenta bancaria.

En su honor, este blog cambia su nombre.

Por un día.

martes, 30 de marzo de 2010

Pensar por impericia?

Si no fuera porque he dejado de hacer muchas de las cosas que pienso, la vida no tendría más gracia que un mamarracho contrahecho. Casi todo lo que pienso está cancelado con tachones, suspendido con 3 puntos o sometido a eterno debate con ¿?, y sin embargo prefiero ese azaroso remolino de posibilidades que van y vienen sin dirección como esperando un instante que me encuentre resuelto, dispuesto a ejecutarlo todo, a una vida repleta de hazañas sin lugar para las proezas de la imaginación. Un dechado de logros expuesto al riesgo del fracaso. El orden perfecto, expuesto al desorden: ¡mejor el desorden! .... Y la fe en el orden.

Relato muchas de las cosas que no he hecho (pero que he querido hacer), como si en efecto me hubieran tenido por protagonista. ¿Alardeo?...es posible. Es posible también que la sola ocurrencia de aquellas ideas me conceda un cierto título. Una cierta autoría. ¿o es que acaso el que se inventó el bombillo fabricó después todos los bombillos? ¿o el que calculó la circunferencia terrestre se puso la sudadera y salió corriendo con un metro alrededor del planeta?

No. La simple idea concede la partenidad del acto, el estatus, la maravilla.

Es por eso que no es necesario asesinar a todo el edificio. La idea sola basta.

jueves, 25 de marzo de 2010

No solo de pan

No he podido calcular ésta, la vida, la más indelegable de las cuestiones que apremia todo el tiempo con su carácter intuito personae. ¡Cuántas veces he querido estar fuera de servicio! Nombrar un suplente, partir en una misión espacial y dejar mis escasos asuntos en manos de un reemplazo convencido de la importancia de lo que tiene que hacer.

El cálculo me falla cuando mido el alcance de mis fines. Me propongo metas fáciles de alcanzar. Nada complicado. Un par de zapatos, cosas así. Lo malo es que pienso durante meses en unos zapatos de $400.000 y cuando los compro no me convierto en lo que creía que me iba a convertir. Solo son unos zapatos, un adorno más de la parafernalia personal. Un juguete. Un vago accesorio del motivo principal: estar vivo.

Eso me hace pensar en una necesidad de tipo espiritual, alpiste para el alma, contorsiones que mejoran la mente, ayunos que dan gastritis. Una peregrinación. Flagelarme un poco. Sacrificar alguna cosa que brame.

Lo he considerado sinceramente. Todo porque tiendo a identificarme con cualquier cosa que vea. Con cualquier cosa que lea. Cuando veo un desfile militar comienzo a añorar una vocación castrense que en realidad es inexistente, me emociono, vibro con los redoblantes. Me emocionan los cantos de la posesión papal, el preámbulo de las corridas de toros, las ceremonias del ramadán, los jugadores de la selección italiana cantando el himno en el mundial, los señores cafeteros a quienes les silba el aire por orificios muecos, las damas impecables en el Club Manizales, los locos del manicomio, un montón de monjes tibetanos, el innegable encanto de una nación de 1.500 millones de personas idénticas, también el aire impersonal de los noruegos y la melosería de los argentinos. Me pongo una corbata y creo que soy un ejecutivo y en la finca, de botas, me creo campesino.

Me tomo el alma de cada personaje presente en mis lecturas. Me siento hermano de Don Quijote, primo de Fabian Vas, gemelo de Harry Haller, íntimo amigo de Raskolnikov, alma gemela de Sylvia Brums, fuerte como Hércules, invencible como Aquiles, vulnerable como Port Moresby, gordo y sensato como Sidharta, propenso al vicio como Hank Chinaski, imbatible en la adversidad como Papillon.

Tengo las convicciones revueltas, y de ellas, más que del pan, se alimenta el hombre; y sin embargo, más que en ser algo, la verdadera estética de la vida consiste en encontrarse todo el tiempo a un segundo de convertirse en nada. Es por eso que no la delego, para no perderme ese segundo.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Barrer para entregar

En algún momento de la vida, esas diferencias que en la infancia eran imperceptibles se afianzan hasta convertirse en asuntos de vida o muerte. Como no existen niños comunistas, ni causas infantiles, es muy escaso que un par de niños se aborrezcan por motivos que superen la ligereza del desacuerdo sobre la propiedad de un juguete.

Las cosas van evolucionando...

Una camiseta negra de un lado y del otro un cierto entusiasmo por la vida pueden bastar para enemistarse en la adolescencia. Y, sin embargo, (y por fortuna) esto no dura mucho: pronto, el amor por el heavy metal deja de ser un motivo determinante para el desprecio. Asoman los 30 y se reúnen amistosamente los hombres trabajadores al son de cualquier música. La facha- cosa de adolescentes - se ve relegada a hacer parte de los últimos destellos del ocaso romántico de una personalidad en formación.

Pasa el tiempo y las diferencias adquieren un tono grave impregnado de política y de sentimentalismo. En los vecinos que llevan vidas iguales aflora el desprecio recíproco de ilusiones y arquetipos y sin descartar un odio pequeño, que se va haciendo grande a la sombra de los acontecimientos nacionales, llegan a evitarse cada mañana mientras abren las puertas de sus carros idénticos, rumbo a oficinas idénticas donde tienen trabajos idénticos. Uno conforme y el otro inconforme, salen los dos con la corbata arrugada del cansancio, se montan en el ascensor y despotrican secretamente el uno del otro detrás de una sonrisa que los dos interpretan como buenas noches, rojo; buenas noches, facho de mierda.

Ambos, conocedores en secreto de la fórmula para que todo marche bien, reniegan del curso absurdo de los acontecimientos mundiales, de la inoperancia de sus contradictores y del móvil criminal que exhorta a los otros a pensar diferente. Se supone desinformado el contrario. Se toma por tonto. Se le atribuye el caos.

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El que inicia un negocio lo hace con ímpetu. 10 años después estará hablando de la competencia desleal. Cuando se aproxima el cierre empieza a barrer, para entregar.

De igual forma, la perorata sólo encuentra su fin cuando esas ilusiones serias, sostenidas en principios de amor o desamor por la sociedad, pilares de una megalomanía que decrece al mismo ritmo que la firmeza de los músculos, se van diluyendo en los hombres, que ancianos, ya solo riñen porque se les cagó un perro en el jardín.

jueves, 11 de marzo de 2010

Ajedrez en el Pasaje de la Beneficencia

Hay unos señores que juegan ajedrez en el Pasaje de la Beneficencia. Muchos de ellos tienen pinta de jubilados y deben vivir en casas respetables con sanitarios de loza que son nuevos desde los 70s. Bien cuidados y reformados, son tan limpios que no parecen cumplir la función de letrina y más bien podrían ser tomados por la pieza más grande de la vajilla Corona que les regalaron en el matrimonio.


Me gusta mucho esa limpieza de la clase trabajadora. Yo les conozco las caras y sé que casi todos fueron durante décadas algo así como elfos domésticos de algún doctor de la Contraloría, el Seguro Social ó la Caja Nacional. Ellos llaman a estas entidades "El Seguro", "La Caja", "El Magisterio" ó "La Gobernación", con una entonación especial que delata al mismo tiempo su cariño profundo por las paredes sucias de las oficinas estatales y la admiración por sus jefes vitalicios que cambiaron el rumbo que ya traían las cosas con alguna decisión de aquellas que sólo llegan a tomar los profesionales con buena trayectoria. Los jefes. Los Doctores.


Ellos dicen, por ejemplo, que el Doctor Gómez Arrubla es el padrino de Andrés Mauricio, el hijo mío, el mayor... Elevarse a la categoría de compadre del jefe es un motivo de gran regocijo. Es un motivo para mantener la casa limpia y la frente en alto.

Muchos de ellos se pasarán largo tiempo pensando si los cubiertos que tienen serían los apropiados si algún día se les ocurriera invitar al Doctor a la casa. A comerse uno de esos sudados tan sabrosos que hace mi señora.
Y muchos aclamarán el noble comportamiento del Doctor en su última calamidad familiar.

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Tienen una cita diaria en un murito frente al Café Viejo Polo. Hoy los estuve viendo un rato...


Al lado de cada par de contrincantes se agrupa un montoncito de curiosos. No sé jugar ajedrez, así que estaba descartada la posibilidad de entrar disimuladamente en alguna partida, hacer una jugada maestra y dejar a todo el mundo con la boca abierta. Mejor así, pensé. Estuve ahí tal vez 10 o 40 minutos viendo jugadas que no sabía interpretar. Después me acomodé la corbata y me fui caminando hasta el Parque Caldas.

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Ya estaba pensando en otra cosa. No sé bien qué era pero la concentración en ese asunto indescifrable me impedía ver el mundo atiborrado de gente de las 6 de la tarde. Sólo escuchaba un sonido. Era como si tuviera las orejas pegadas al estómago de un elefante. Era un sonido letárgico, ronco y en baja frecuencia. Era el planeta, rotando.

martes, 9 de marzo de 2010

Involución del amor propio

Como herramienta de castración química el trabajo no tendría par. Hace años, mientras repartía pizzas en Pizza Factory no me hubiera dejado hablar así. Tenía 17 años y cuando un maricón me hablaba en un tono que rozara por lo bajo el límite de la amabilidad, de lo bajo surgía también mi respuesta.

Peláez no se refirió exactamente a mí. Dijo que la asistencia a las reuniones era indelegable y que no quería ver de nuevo que los abogados mandaran a sus asistentes. A sus ASISTENTES. ¡A sus asistentes! Lo repitió un par de veces y me miraba muy fijo. Había otros tres asistentes pero me miraba a mí con mayor insistencia... O tal vez solo en mí logró calar esa insistencia ojo con ojo hasta configurar un insulto. Tal vez a los otros no les importó. A mí sí y quisiera mandar al carajo a la parte de mí que se contuvo.

Lo que me hiere no es que Peláez me llame asistente porque, al fin y al cabo, eso soy y he sido cosas peores. Lo que me duele es que ahora hay algo que me hace descartar una reacción violenta, un gesto obsceno de desprecio o por lo menos un ¡bah! dirigido con desdén a aquel engendro bigotudo de la burocracia que se precia de redactar con tino de tinterillo una escritura pública sin errores. Marica. Hijodeputa.

Yo sé qué es lo que me hace parar. Lo que me hace parar es que la furia de los otros me da risa. Lo que me detiene es la intención vehemente de abstraerme del mundo de los hipersensibles. Y sin embargo esta vez no voy a parar. Voy a seguir hasta dejar a Peláez hecho hilachas aquí donde no me puede ver y cuando tenga a la mano la venganza más matrera, cuando el gordito, cuando el enanito envejezca me lo voy a encontrar en la calle, le voy a correr el bastón de una patada y se va a reventar la cumbamba como un bebé. Pirobo.

No soporto esa jetota de mariscal de oficina que se explaya cuando dice INSTRUMENTOS PÚBLICOS, YO TRABAJÉ ALLÁ 30 AÑOS... CÓMO SE LE OCURRE HACER ESO!!! ESO PODRíA MANDAR A LA CÁRCEL AL SEÑOR ALCALDE.

Haciendo gárgaras con glorias de tres milímetros...

Bobo malparido.


Qué hijueputa lástima que el salvajismo dure tan poco y que uno se vaya apaciguando y apaciguando hasta guardarse un insulto tres horas y venir a escribirlo al blog.



Ahora alguien se está burlando de mí. Debe ser dios o algo así... Afuera, en la calle, hay un perro jugando a no pisar las rayas del pavimento.

martes, 2 de marzo de 2010

Sobre el TIM

Casi todos los días pasan tranquilamente sin que uno llegue a desear que en lugar del sol aparezca otro astro o un triángulo místico con un ojo en la mitad.

Hoy es un día así.


En realidad hace mucho tiempo que los días vienen así... sin vientos de cambio, consideraciones de más, ni ansiedad por el futuro. Me amarro dócilmente los cordones, salgo a la calle y me resigno a vivir como un burro.


A veces leo... eso sí.


Otras veces me paro por ahí un rato y doy la impresión de estar pensando.

Las cosas van adquiriendo sentido cuando veo fotos de burros en google. Me parece que se ven muy bien esas caras plácidas y sus miradas perdidas en el infinito.


Hoy en la calle todo el mundo tomaba partido. Los de un bando lanzaban petardos y los del otro respondían con gases lacrimógenos. La protesta tenía algo que ver con los buses. Algo vi desde la ventana. Creo que la gente protestaba porque ahora tienen que pagar con una tarjeta y no con las habituales monedas. A mí no me importa...


Para ellos debo verme más o menos así:





miércoles, 24 de febrero de 2010

Fernando Yepes


Les voy a hablar de Fernando Yepes. Hace dos días y medio lo conocí, le di la mano y le dije mucho gusto, doctor, porque estaba vestido de traje completo, corbata impecable y medias adecuadas (delcolordelvestido), lo que de entrada anuló cualquier sospecha.

Sólo su cara demasiado benévola me confirmó más tarde (cuando lo mandaron a comprar los tintos) que se trataba de un subordinado y sentí un poco de vergüenza al recordar la sonrisa que le había causado el hecho de que yo lo hubiera llamado doctor.

Me espantó la idea de que lo hubiera tomado por una burla.
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Ya van tres días y no ha repetido vestido. Siempre está sentado en la mesa del fondo, con la espalda rectísima, leyendo un librito muy pequeño... tanto que no he logrado adivinar a la distancia un título extenso que se explaya a lo largo del lomo donde sólo alcanzo a leer: Schopenhauer.

Hace poco el jefe hizo un mal chiste y el único que rió - interrumpiendo su lectura en señal de buena educación - fue Yepes. Este estúpido se ríe de todo, dijo el jefe, y Yepes sonrió como agradeciendo tímidamente el insulto.
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No mide más de 1.65 y se peina hacia atrás. Se peina muy bien e incluso a veces en los intermedios que licencian su juiciosa lectura, se hace retoques con una peinilla negra que guarda en el bolsillo del pantalón. Una de las cosas que más me agrada de Yepes es su reloj. Es un relojito dorado. Lo debe haber comprado hace unos 30 años. Es posible que haya sido el último regalo que recibió porque gente como Yepes ya ha dejado hace tiempo la costumbre de recibir regalos y muchos menos, elogios. Es por eso que hasta los insultos los agradecen. Porque a falta de una caricia siempre es bueno un golpe... un recordatorio de su condición.

El reloj parece nuevo pero uno sabe que es viejo. Lo mismo debe suceder con los vestidos, con las corbatas, con los zapatos, las gafas y la peinilla de Yepes. Pasa las páginas del libro con cuidado extremo... es evidente que lo valora y no lo quiere estropear. Sólo a veces señala con el lápiz alguna frase, se detiene un poco, hace un gesto de confusión y sigue leyendo.

Yepes es una persona amable y eso me hace sentir muy cómodo.

Me gustaría regalarle una corbata pero temo que ese sea un insulto de verdad para alguien como Yepes.

Le voy a regalar un libro... Ya debe estar acabando con Schopenhauer.

viernes, 19 de febrero de 2010

SER UNO MISMO

Ser uno mismo es el trillado estribillo que se transmite de aquellos que son ellos mismos a aquellos que, por imposibilidad evidente de ser otra cosa, también lo son. Y es que... ¿Cómo no ser uno mismo? ¿Es eso posible?

Muchas veces he tratado de ser otro. He tratado de explotar esa versatilidad que uno sabe presente para dejar de verme a mí mismo como esa aburrida imagen inmutable que desde siempre me ha seguido a todas partes; dar un cambio, dar la vuelta, algún giro que valga la pena... y sin embargo, incluso aproximándome a lo que más me aleja de mí, relajando los principios y dejando que aflore el intruso que me habita, haga lo que haga, la acción final siempre va a tener mis improntas. Queda siempre la evidencia de una personalidad tergiversada a propósito y un polvero de originalidad pretendida que me delata al instante.

No es que esté inconforme conmigo. Sólo me siento un poco como esas esposas que tras 30 años de matrimonio quieren llegar a la casa con algo nuevo que le dé un respiro a la relación. Intenté con un arito. La idea parecía brillante. El arito también. Extrañamente la joya nunca se integró con el resto de mi indumentaria y nunca me vi como Juanito con un arito sino como Juanito Y un arito. Era ridículo. Esa cosa parecía tener vida propia. Cuando me encontraba con gente siempre se concentraban en mi oreja. ¿Hace tiempo te lo pusiste? - Se te ve lindo, te luce mucho (risitas sarcásticas) No podía soportar ese tipo de preguntas. Era evidente: Andar de arito requería pelotas y yo no las tenía.

Descarté lo del arito. Vinieron los bluyines rotos, un interés intermitente por adoptar el reggae como estilo de vida, hablar de política para descrestar, fingir artimañas de seductor, darle vida a un personaje de Scorsese, tener modales pulcros ó mejor ser una basura, asumir un aire de indigencia, andar de chaqueta larga, ser matón o víctima, alcohólico ó abstemio, honorable e industrioso u ocioso hasta la rasquiña, y abandonar para siempre el poco vistoso camino del medio... Por suerte nada de eso funcionó. Nunca me sentí cómodo.
El problema surgió cuando ya tampoco me sentí cómodo siendo yo mismo. Me había abandonado por una temporada tan larga que ya no recordaba cómo tenía que actuar para ser YO MISMO, el original, el simple y puro que era antes.

Nunca lo logré.

Finalmente dejé de ser yo mismo. Abandoné también la idea de ser otro. Y descubrí que la forma más cómoda de combatir la amenaza que se cierne sobre uno como persona imperceptible es hacerse por completo invisible, allanarse al mundo y dejar de ser alguien.

Así ya me puedo poner el arito tranquilo.

domingo, 14 de febrero de 2010

Historia de amor - El hijueputa de Marlon. Edición San Valentín

Hay días lúbricos en los que al despertar, bien se cambiaría todo el porvenir por un orgasmo.


A los veintisiete años se hace el amor por fuerza, por imposición, constreñido ya no por el avivamiento de las señales que hacen perentorio el acto en la pubertad sino por una necesidad maquinal de suprimir en descargas de leche toda la frustración de sentirse, en definitiva, inútil.

Uno deja, por fin, de ser su propio ídolo… El mejor incentivo para seguir viviendo una vida inútil es la posibilidad de tener buen sexo. Todo se reduce a eso; a lograr una orgía con las compañeras de trabajo. A ser solicitado por una empleada bancaria mientras se ven las vitrinas de un centro comercial. A una mamada de cumpleaños.

El sexo es merecedor de una connotación cochina… Y no podía ser la excepción mi pequeño cerebro imaginando calzones empegotados mientras los grandes bailaban en la sala. Me imaginaba los de una señora en especial. Era nueva en la cuadra y se sentaba en el andén mientras jugábamos fútbol.

Todos en la carrera 33 sabíamos quién se comía a quién. Yo tenía 9 años. A los 7 me dijo Olmedo , que en la cueva del cerro había visto que a Tatiana, la hermana grande de Yepes, un man le estaba metiendo el pipí entre las nalgas. Yo recuerdo que en la casa de Yepes tenían codornices en el patio. Doña Edith, su mamá, me quería mucho porque yo era el mejor del salón. Me mantenían bien motilado y con los 1.000 pesos semanales que me daba mi papá, invitaba a Paola, la menor de las Yepes a comer vasito de La Fuente ó chococono o paleta de mora, de las de crema. A Paola no le habían crecido las tetas. Las nalgas de Tatiana, que ya tenía 17, y era su hermana mayor, se convirtieron en mi fantasía.

Entonces, no sabía muy bien qué era una fantasía... Pero sabía que alguien había metido su pipí entre esas nalgas. Eso bastaba. Se veían muy grandes metidas entre un jean claro marca Ross. Si bien yo sólo tenía nueve años me las imaginaba piel de gallina por el agua fría de la ducha. Me las imaginaba haciéndolas brincar a palmadas. Mordiéndolas.

Por ese entonces, al acostarme pensaba que tal vez, John Jairo el de la farmacia, metía también su pipí entre las nalgas de Irene, la de la esquina, su esposa, antes de acostarse. Y seguramente también Don Augusto hacía lo propio con Maria Emilia. Y el de la otra esquina con Doña Rosa. Esa parecía una parte del itinerario. Y yo me la estaba perdiendo.

Esta parte de la historia es increíble. Usted no la tiene que creer… Sólo aseguro que si muriera hoy, exceptuando algún póker genial, quisiera ser recordado por esta, mi hazaña más grande:A Tatiana le enseñaban francés en el colegio. Ese día por la noche Doña Edith nos dio lentejas. Después vimos algo en la televisión. Yepes no estaba de buen humor… Tatiana hacía las tareas en el comedor. Yo me senté a su lado y ella sonrió. En la grabadora sonaba un cassette con canciones de Frances Cabrel. Tatiana trataba de entender la letra de las canciones.

- ¿Qué quieres ser cuando seas grande?

Pensé en decirle que quería ser el que metiera su pipí entre esas nalgotas.

- Astronauta

Me dijo que tenía novio. Que se llamaba Marlon. Habló de la pasión. Yo le dije que en el colegio estudiábamos la evolución. Que no sabía dividir muy bien. Ella me dijo que le gustaba el francés. Yo le dije que la parte de la célula que más me gustaba era la mitocondria. Ella me dijo que quería ser profesora. Me preguntó si me gustaba Paola. Yo le dije que Paola era una niña y ella rió con esos dientes que tanto me gustaban. Me dijo que yo iba a ser un papasito. Que ella quería esperar a que yo creciera para ser mi novia. Yo sudé. Sudé mucho. Empecé a tiritar y las canicas en mi bolsillo sonaban como un cascabel. Ella me miró. Me miró fijamente. Ese día supe como miran las mujeres enamoradas. Me dio un beso. Un beso muy largo. La llevé hasta la puerta de la cocina. Bajó su mano. Las canicas sonaban como un cascabel. Algunas rodaron hasta el desagüe del patio. Las codornices se despertaron. Le bajé la sudadera hasta las rodillas… Se volteó. Le vi las nalgas. Eran muy grandes. Y redondas. Estaba enamorado. Estaba profundamente enamorado.

Lloré cuando la vi con Marlon de la mano. Nunca volví a los partidos de microfútbol.

lunes, 8 de febrero de 2010

El fin del principio

Hace ya 3 años que terminé materias en la universidad y nada que me gradúo. Desde entonces (diciembre de 2006) he tenido trabajitos ocasionales, he voltiado mucho y he jurado mil veces que estoy a punto de terminar la tesis. Mis hermanas me dicen que la gente ya no las saluda con el habitual ¿Cómo estás? sino que las interpelan con un molesto ¿qué está haciendo tu hermano?, y ellas, ahí en una zozobra incómoda con esas miradas que no se apartan y parecen insistir a ver, a ver, qué está haciendo tu hermano?, miran pa todos lados y no encontrando una salida menos descalificante, responden muertas de la pena : NADA.


La cosa ha llegado a tal extremo que ya me preguntan a mí directamente. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo? A donde vaya... ¿Qué estás haciendo? Como si no se me notara que soy vago. ¿Qué más va a ser un man de bluyines anchos haciendo fila en un banco un martes por la tarde? VAGO ¿Qué más va a ser un man de 27 años acompañando a la abuelita a una cita médica? Vago, VAGO... ¿Qué más?

No hay que confundirse... Los vagos estamos clasificados en varias categorías. Yo, por ejemplo, hago favores, me afeito casi todos los días, chofereo y a veces hago el almuerzo. Hasta tengo un blog. Eso me convierte en un vago refulgente de carisma. No como esos vagos intransigentes que fuman marihuana casi en las narices de los papás, se dejan un greñero que no se lavan, reniegan todo el día y avientan la puerta cuando salen.

Hay otro tipo de vagos que miran el mundo con apatía, huelen a cerveza trasnochada, andan en esqueleto por toda la casa y rompen a pedos las poltronas heredadas de la abuela. Esos denigran de nosotros, los verdaderos vagos, y nos hacen quedar muy mal. Un vago de verdad es una persona respetable y SOBRE TODO no se junta con otros vagos. Como mucho, si un vago se encuentra con otro vago en la calle le levantará la ceja y seguirá su camino. En grupos, es indigno vagar.



Que quede claro pues que el vago no es parte de una tribu urbana y que siempre, sin excepción, debe ser individualmente considerado. Cuando se juntan, los vagos pierden paulatinamente su esencia y terminan tatuándose y convirtiéndose en hipsters o comunistas con carné y todo. Eructan sin vergüenza en los muros de los estanquillos, le piden plata prestada al señor de la tienda, despotrican de una novia que los dejó por vagos, y, en resumen, pierden esos modales encantadores y caseros del vago auténtico, del vaguito clásico e inofensivo.

Volviendo a mi caso, hay que decir que a lo largo de estos 3 años he sido un vago muy activo, lo que de cierta manera honra mi condición. Uno se imaginaría que la inactividad, así, a secas, consiste en dormir y rumiar ideas en el sofá. Pero no crea... Aparte de las filas, las clases de francés (eso sí que sirve pa disimular), las vueltas donde el mecánico, y los mandados que ya han alcanzado cobertura nacional, mi vida como vago o inactivo (Así prefiero que me llamen) es mucho más activa de lo que se imaginan quienes la juzgan. Y además de activa, es aventurera o reposada a elección de uno mismo. Es una vida que vale una fortuna. Pero me pagaron la fortuna que valía. Y la vendí. Y ahora me siento como si hubiera vendido. No sé. Como si hubiera vendido un regalo sin destaparlo.

jueves, 4 de febrero de 2010

Un tres pa tres y los primos de dios


Éramos 6 y después de contarnos decidimos que, por lo menos para entrenar, lo mejor era un 3 pa 3. Primero el pico-monto y después El Muñeco por allá en el fondo estirando pa que no le dieran calambres.

Era un equipito más bien malo.

Ya está dicho que a donde vaya, se me pegan como la miel enjambres de raros. Raros... ¿? Bueno, raros somos todos. Pero es que Beto tenía gallinazos en la casa y un pipí grandísimo que tenía que desenfundar con una maña especial. En las jugadas de laboratorio era evidente un cierto grado de autismo. Había un man que a veces dejábamos jugar. Jugaba con el uniforme completo del América y hay que ver que si uno no es negro o por lo menos futbolista profesional, el uniforme del América, rojo y satinado, le queda como un babydoll. Jugaba con un entusiasmo único, las corría todas y lloraba cuando perdíamos, o sea siempre.

Yo no sabía (ni sé) cabecear con los ojos abiertos. Siempre que cabeceaba cerraba los ojos y la gente que iba a ver los partidos se moría de la risa. Abrí los ojos! , Abrilos! Me gritaba un DT que teníamos. Había sufrido una lesión irreversible en la rodilla y a sus 15 años parecía un veterano gritando desde el banquillo con pito y gorra vieja. Ese era Daniel.

Un gordito tapaba y Lukas tenía una zurda potente.

Eran equipitos de 5 titulares y máximo 3 suplentes. Nunca escogimos un nombre. Nos sonaban demasiado pretenciosos (Destroyers) ó demasiado tiernos (Los primos de dios). Estos últimos eran unos cracks. Eran cristianos. A mí, personalmente, me daba pena darles pata. Eran muy decentes. Blanquitos todos. Como blanditos. Nos metieron 9-1... 9-1! Al fin y al cabo ser primo de dios debe tener sus ventajas.

En diciembre me encontré con Daniel, Beto, Lukas y con el gordito que tapaba. Conmigo conformaban el quinteto titular. Éramos malos. Un poco raros. Unos cristianos nos metieron 9-1. Ahí estaban de nuevo... Han pasado 10 años. De los cuatro, dos son ingenieros. Uno mensajero. Y yo... Que me gradúo de abogado en 15 días. Y entonces pensé en C. Bukowski cuando dijo que es increíble todo lo que tiene que hacer un hombre sólo para poder comer, dormir y vestirse.

Ser abogado... Eso tal vez.