Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





jueves, 22 de marzo de 2012

¿Por qué no tenemos plata?

Jujuy


“Aburrido como largo es el día, y el día es largo” Idoru


Muchos años después de Cristo los pecados se van decolorando. No es lo mismo, la culpa no es igual. El prendimiento y la crucifixión ya adquirieron ese tono histórico de las batallas en las que la sangre derramada se secó hace siglos y dejó de representar una verdadera pasión y un verdadero sufrimiento. Uno cada vez lo piensa menos para pecar, y cada quien peca en grados diferentes según la conciencia y las oportunidades.


Juan Salvador cambiaba mortadelas por sexo. El sexo le salía gratis porque se robaba las mortadelas y porque además, a la que le hacían falta vivía a solo dos cuadras del hotel donde se las robaba. Y a ella, más que faltarle las mortadelas, le sobrara el sexo, que era el valor más importante de la transacción. Al principio la veía desde la esquina toda maquillada recibiendo las mortadelas en la puerta y diciéndole a Juan Salvador que siguiera; con los meses me acerqué gradualmente hasta sentarme en el andén de su casa y por último llegué a esperar en la sala como si mi primo estuviera asistiendo a una especie de consulta odontológica a la que entraba ansioso, desabrochándose la correa desde que le abrían la puerta.


La Tía Encarna construyó el Hotel Serrana con los pedacitos de patrimonio que le dejaron varios puestos de empanadas. Los iba moviendo según la ubicación de la fiesta, la retreta o alguna misa de importancia. Después añadió a esto un asador pequeño que encendía desde muy temprano para competir en cantidad y horario con las señoras que ya se habían posicionado a lo largo de los años con sus propios puestos de arepas. Después empezó a vender almuerzos por igual a los guardianes de la cárcel y a los presos que estos custodiaban. Con el tiempo me imagino que alguien le prestó lo que le faltaba, algún dinero pequeño, y abrió el Hotel Serrana No. 1 en una esquina del parque. Allá llegaban en grupos esos señores que sabían vestirse bien con poquita plata a los que ella llamaba “los viajeros”, y allá desayunaban, almorzaban, comían y dormían, engordando con sus viáticos la prosperidad de ese recién nacido imperio de sábanas, ollas y cobijas.


Años después la Tía Encarna abrió el Hotel Serrana No. 2 en una casa vieja a solo dos cuadras del Hotel Serrana No. 1. De allí salían las mortadelas con las que se financiaba la pasión de Juan Salvador, allá desayunábamos, almorzábamos, jugábamos cartas y nintendo en medio de una atmósfera de limpieza y abundancia, ese lema institucional que seguía atrayendo viajeros que llegaban con sus viáticos desde todas las capitales. A la tía le quedaba muy bien ese rol de empresaria con el que parecía haber nacido. Pasaba por los corredores saludando a los viajeros, ofreciéndoles el menú del día, pero sobre todo burlándose de esa gente graciosa que se creía importante por el solo hecho de estar viajando con una maleta institucional de Johnson & Jonhson o Dromayor.


Al mediodía se apoderaba de la cocina. Se notaba que era su dueña, que entre esas paredes se encontraba su campo de acción. Iba y volvía de un lado al otro del mesón ordenando que fritaran bien los chicharrones, que le dieran una carne pulpa a Jorge Andrés. Me imagino que por esa época la Tía Encarna logró una prosperidad inesperada. Las ollas siempre estaban llenas y las habitaciones ocupadas. Era curioso ver a todos esos viajeros disminuídos ante su presencia y agachando la cabeza cuando le decían Buenas tardes, Doña Encarnación. Pero algo pasa con la suerte. Es como una nube blanca que decide volverse gris justo encima de nosotros, provocar una tormenta, tumbarnos la casa y arruinarnos los planes. Los malos negocios de sus hijas la tuvieron al borde de la ruina. Las piernas se le llenaron de várices que desembocaron en úlceras increíbles. Tuvo que vender el Hotel Serrana No. 1 y sacar sus últimos esfuerzos para rescatar el No. 2 en medio de las súplicas a Dios y las negociaciones desiguales con los bancos.


Cuando ocurrió la deblace yo pensaba en las mortadelas. En mi complicidad con un pecado que creía pequeño pero que reunía en sí mismo un símbolo aterrador: el desperdicio, la ansiedad viciosa por el sexo, la vagancia. Pudimos haber sido meseros del restaurante o por lo menos ayudar a destapar las gaseosas, pero solo entrábamos allá a que nos dieran carne pulpa y chicharrones tostados. Contribuímos con la debacle, con la caída de ese corto imperio de ollas, sábanas y cobijas.



Epílogo:

Un día Juan Salvador trató de ahorcarse en el baño. No sé si lo de las mortadelas tuvo algo que ver, es posible que no. El año pasado se envolvió en una bandera de Colombia y se fue en bus hasta el norte de Argentina. Allá, en Jujuy, hace parte de un grupo de prestamistas colombianos que viven de lo que cobran por encima de la tasa máxima. Cada mes, Juan Salvador envía un cheque o una orden de pago al Hotel Serrana No. 2. Es desde Jujuy que remedia su pecado.

miércoles, 14 de marzo de 2012

¿Por qué no tenemos plata?


Giuseppe




“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”



Al frente se sentaba Giuseppe quien se disculpaba antes de que uno llegara a conocerlo. Decía que pertenecía a una buena familia, que el papá era millonario, que el hermano tenía fábricas en Armenia y que era el destino el que lo había llevado a todo esto. Cuando decía “ a todo esto” se refería a tener la barba así, a estar mal vestido, a vivir en las residencias universitarias rodeado de gente pobre o venida a menos por culpa del azar o la malas decisiones. Pero más que a eso se refería a su condición de fondo: un fracaso que no podía esconder porque saltaba a la vista en cada gesto. Y era por eso que se disculpaba.

Estábamos repitiendo Derecho de Familia por segunda vez y uno podría decir que todos ahí teníamos algo en común, pero incluso el fracaso tiene sus niveles y los de un nivel miran a los de otro como perdedores aún más desafortunados. Es porque en una cierta etapa el fracaso todavía parece una cosa ocasional de la que se puede salir, pero de ahí en adelante se arraiga tanto que se empieza a entender como una condición eterna e inalterable. Al final de ese proceso el fracaso deja incluso de representar un conflicto y se convierte en una especie de celibato que termina pareciéndose mucho al bien, aunque se llegue a él por el camino del mal.

Giuseppe no había llegado al último nivel, pero se encontraba muy cerca. Cada vez fumaba más marihuana y además de fumársela la vendía y se la quedaba debiendo al que se la compraba: un jíbaro de aspecto peligroso que se paseaba con su pitbull entre facultad y facultad. A veces lo veíamos desde el cuarto piso y nos escondíamos los dos porque sabíamos que tanto el amo como el perro estaban entrenados para matar. El primero por cinco mil pesos y el segundo a la menor seña del primero.

Giuseppe decía que yo tenía buena energía y que iba a llegar lejos. Es curioso como alguien que va más abajo que uno en el camino hacia el fracaso conserva la esperanza de que uno abandone ese camino y salga a flote algún día. Que lo represente ante el mundo. Que represente a todos los fracasados. Me abrazaba de forma efusiva al saludarme abarcándome entre dos brazos enormes y lisos por el sudor en las coyunturas y me decía que me quedara después de clase para conversar un rato.

Una de esas veces nos subimos al techo de la universidad con otros cuatro y tomamos aguardiente toda la tarde y parte de la noche. Ese día me repitió que yo tenía buena energía y me invitó varias veces a las fiestas del fakir en las residencias universitarias. Me contó que él mandaba en uno de los bloques y que era el que decidía la duración de los turnos en la ducha y el volumen máximo de la música. Ese día, escuchándolo, me pareció que la mayor injusticia de la vida era privar a un hombre bueno de un poco de éxito, de algo para mostrar en la casa. Él ya lo había intentado mucho y había perdido la esperanza. Había pasado por la cárcel, por la calle, y ahora lo intentaba en una facultad de Derecho, pero las cosas no se le daban. La monedita del éxito corría cuesta abajo y amenazaba con meterse en la primera rejilla. Perdía todas las materias dos o tres veces y la evidencia de esos rostros ajados por la jurisprudencia que nos instruían en el Derecho era una: no lo iban a dejar graduar. Por eso confiaba en mi, porque seguramente le recordaba a él mismo cuando todavía no había llegado tan bajo en el camino al fracaso. Porque veía más esperanza, menos oscuridad en una menguante que nos amenazaba a los dos pero que se había ensañado especialmente con él, sin un motivo, por simple azar.

lunes, 12 de marzo de 2012

¿Dónde estamos?



1. Aquí

A veces yo estaba en El Cable por una u otra circunstancia. Entonces veía pasar a Checho; o más que pasar, escurrirse entre las futuras fotografías de gente que comía helado o tomaba cerveza bajo sombrillas de colores, en decks acondicionados para la socialización. Caminaba con lo que parecía un rumbo fijo pero a los cinco minutos volvía a aparecer caminando por el mismo lugar después de dar la vuelta completa a la manzana. Siempre con su ropa sencilla, elaborando tramas adicionales sobre las historias que leía o que veía en el cine o la televisión.

En principio parecería normal dar una vuelta en redondo, pero todos sabemos la impresión que genera hacerlo. Que uno está loco, que es raro, que no tiene novia. O desde un punto de vista más filosófico, que está volviendo siempre sobre lo mismo y que no se decide a avanzar. No importa hacia dónde, la sociedad nos pide un avance, un informe que debemos presentar cada década. Irnos de la casa a cierta edad, empezar a padecer cuanto antes el peso de las normas sociales. Checho nos contaba lo que aprendía en la universidad. Que los marranos podían eyacular hasta 2 litros por vez; que muchas veces un conejo podía imponerse a un gato si uno forzaba el combate entre ellos. Era como si estuviera por fuera de la sociedad, como si un rasgo indefinido de la niñez hubiera perdurado en él por no haberse corregido a tiempo. Visto así su camiseta negra con el logo de Batman parecía una burla; pero no lo era porque él, en su humildad, lo único que hacía era pasearse entre los adaptados sin intención de violentarlos o de desmejorar su condición con el planteamiento de teorías mejor estructuradas. Él Estaba ahí, y ya. Y nos saludaba con verdadera alegría.

Se acercaba primero a Juan Martín que era su amigo y después, por extensión, a Luisa, a Manuela y a mi. La conversación que surgía era poca, pero a mi me agradaba porque tenía ese aire noticioso de alguien que apenas está conociendo el mundo y que quiere que los demás lo conozcan también. Era ahí donde hablaba de la facultad de veterinaria, de sus vacaciones en Aguachica, de lo que le gustaría hacer en el futuro.

Esta semana me llamaron y me dijeron que el hermano mayor de Checho se había muerto en un accidente de tránsito en Australia. Debe estar muy triste, porque para él la muerte todavía debe ser esa cosa primigenia sobre la que no opera la filosofía, que nos descoloca, que nos aflige para siempre.

martes, 6 de marzo de 2012

¿Qué somos?

2. Tatavio

Cuando nos bajamos en La Asunción, de una supe que iba a haber problema. Habíamos dejado a William recostado en una mesa de La Tienda del Café al cuidado de tres muchachas del Leonardo da Vinci que conocimos horas antes y a las que no pudimos convencer de inaplicar los principios cristianos a pesar de una realidad que copa tras copa se volvía más aparente e imprecisa.

No sé con qué esperanza nos fuimos hasta La Asunción con otras dos desconocidas. Lukas parecía un perchero atestado de objetos que hasta un acólito hubiera querido robar: reloj swatch, camisa gotcha, cachucha billabong. Esos objetos lo ponían algo nervioso pues hasta entonces no había adquirido el don de calles para defenderlos, ni la fuerza física, ni la velocidad. Esa noche no era la excepción. Se sentía inseguro, estaba molesto, sabía que no merecía andar por ahí con lo que tenía puesto. Los insultos que nos lanzaban desde la otra esquina nos avisaban de la inminencia de un atraco. Primero nos iban a desequilibrar a punta de hijueputazos que nos llevarían hasta ellos buscando una explicación y después nos iban a acorralar, nos iban a gritar“gomelos”, iban a jugar con la cachucha de Lukas, me iban a dar una patada indignante, me iban a decir “sóbese”.

Lukas me decía que no hiciera nada, que me acordara de lo de marzo, que me acordara de mi mamá. Yo me acordaba de mi mamá y me daban más ganas de pelear. Estábamos solos en el mundo y yo tenía que hacer que ese mundo nos respetara. No importaba el número de puñaladas que recibiera camino a la cima. No estaba para pensar en la coincidencia que me perforaría una víscera importante. Estaba ahí y ya.

Y así me presenté ante ellos. Como alguien que estaba ahí, y ya. Como alguien que no tiene la técnica ni ha hecho el esfuerzo, pero que confía en la suerte. Fue una escena ridícula. Les dije que quién tenía más ganas de pelear para atenderlo primero.

- Tranquilo Lukas que no nos vamos a dejar robar de estas locas.

Lukas me miraba con pavor porque reconoció a Tatavio al fondo de la pandilla. Su figura estaba rematada en cada esquina por ángulos rectos. Era duro y parecía articulado en exceso, como un transformer pequeño. Vivía en el Solferino pero con el tiempo se había convertido en el amigo malo, pobre y peligroso que los gomelos malos llevaban a las peleas. Y eso lo hacía más detestable para mi. Era amigo de Colores y de Miguel, que eran unos agüevados a los que les gustaba reproducir las peleas del bajo mundo en los estanquillos de sus barrios estrato 6. Yo no jugaba esos juegos. Yo estaba ahí y ya.

-¿Usted, o qué? Yo sé que usted pelea bueno, intrigué a Tatavio.

Saltó desde atrás como una fiera silenciosa. En ese momento pensé en todas las peleas que había perdido hasta entonces, si se le puede llamar perder al hecho de quedar tirado en el piso alucinando, viendo ángeles, viendo a mi papá. La última vez me habían dado patadas por el costado occipital como si fuera un balón o una mandarina podrida. Límites como ese le recuerdan a uno la humanidad, la mortalidad de los tejidos. En cierto sentido, uno es feliz mientras lo golpean. El martirio nos hace felices de una forma que es incomprensible cuando se encuentran activadas todas las funciones vitales. Hay que pedir más golpes para entender la felicidad del martirio. Hay que ver más allá del filo del andén y considerar el paraíso.

Tatavio venía volando por el aire pero le adiviné el lado de la puñalada. Es como adivinar un penalty. Si uno se mueve para un lado sigue vivo, si se precipita y se mueve antes permite que le acomoden la puñalada en cualquier lugar, en el ángulo más peligroso y fatal: la esquina superior de un cuadrado imaginario donde está esa víscera gigante y llena de sangre que es el sueño de todos los cuchilleros. El hígado; mi hígado. Pero ese día, Tatavio, un definidor reconocido, se equivocó de lado y su castigo fue un manotazo cerrado que le partió la nariz. O la cara entera. Lukas me miraba incrédulo. Tatavio estaba inconsciente pero gemía desde un lugar intermedio entre la realidad y el más allá. Toda la pandilla estaba inconsciente. El tiempo se detuvo. El espacio también. Solo un taxi se movía al fondo, un chevette 82 que subía en tercera hacía San Jorge en lo que parecía una noche normal.