Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 30 de abril de 2012

¿Para dónde vamos?


3. Manyoma



En los extremos de cada mano, al lado de los pulgares, están las cicatrices de lo que parece un antiguo dedo extra mutilado quirúrgicamente. Y eso es lo más normal, porque uno sabe que tener seis dedos es raro pero puede llamarlo de alguna forma: Polidactilia corregida con cirugía, según el exámen médico de ingreso. Lo demás es indescriptible. Daniel puede ser un duende, un ángel, o simplemente un espíritu limpio y puro metido en un cuerpo enrarecido por su grandeza interior. O puede no ser nada de eso, solo un poco de masa que adquirió una forma rara para el parámetro estético de nuestro tiempo.



Tal vez algún día los dientes torcidos, la baja estatura y las mutaciones congénitas sean algo bonito, pero Daniel tuvo el infortunio de haber nacido muchos siglos antes de que la estética variara de un modo tan radical. Sin embargo, cuando se enfrenta al mundo lo hace con una seguridad que sale de muy adentro. Probablemente de un espíritu experimentado que ha viajado muchas veces entre el sufrimiento y la felicidad, o de un albedrío perfecto que por orden genética nunca se inclina hacia el mal.



El día que terminó la práctica en Archivo Documental llegó a mi escritorio y me preguntó si le podía dar el teléfono y si me podía agregar a Facebook. Esa misma noche me agregó. La foto de perfil es una caricatura japonesa de pelo rubio que se ríe proyectando la perfección de los dibujos hechos por humanos. Trazos libres de monstruosidad y degeneración. Un dibujo que aunque es feo está hecho de líneas perfectas; una creación sin porvenir, espíritu, ni opiniones sobre sí mismo.



Varios meses después me llamó. En el fondo yo sabía para qué, así que no le hice más incómodo el trámite. Era obvio que estaba sin trabajo. Era obvio que nadie le iba a dar trabajo; por miedo, por estética, porque el ambiente corporativo debe mantenerse limpio de las rarezas humanas. Incluso cuando se emplea a un minúsvalido, se escoge a uno que no asuste a los clientes. Que se vea bien, que no tenga expuesto el defecto. Él no me dijo nada. Solo me saludó y me preguntó que  cómo iba todo por allá. Yo pensaba en las vacantes y en mi insuficiencia burocrática para aparecer en la gerencia con un recomendado. La conversación fue y volvió bordeando el mismo tema. Los dos le dábamos vueltas sin mencionarlo. Le pregunté por el grado, por la familia. Él me preguntaba por la oficina, por los de archivo, que si habíamos vuelto a jugar fútbol.


Daniel pensó que yo podría ayudarle. Algo vio que le hizo creer eso. Tal vez que una vez le ofrecí maní, o que le pedí crema de dientes; o tal vez esa conclusión a la que se llega íntimamente, la afinidad inexplicable entre algunas almas, la seguridad de que otro, que en muchos casos es un desconocido, es uno de los nuestros.


Ahora Daniel está trabajando en las bodegas. El médico advirtió que debe tener un cuidado especial con la columna y no permanecer mucho tiempo en la misma posición. A la hora del almuerzo sube a mi escritorio y conversa conmigo los quince minutos que tiene para descansar. Me dice que entró a estudiar ingeniería de sistemas y que se está arreglando los dientes. A veces sigo completando contratos mientras le converso. Hay una tensión, sin embargo. La de dos almas que son afines inexplicablemente; que mientras salen del mundo se ayudan en sus objetivos temporales. Algo distinto a la amistad, un sentimiento vago y misterioso como el viento que pasa por encima de las velas sin apagarlas.

miércoles, 25 de abril de 2012

El pasajero


I see the stars come out of the sky
Yeah, they're bright in a hollow sky

Cuando el Tío Aníbal empezó a sospechar que el último niño que había tenido su esposa no era hijo suyo, se emborrachó, le puso un cuchillo en las tetas y le pidió que le dijera la verdad. La esposa, despistada por la incertidumbre de la madrugada, pero más que todo atendiendo la vehemencia de su súplica, se la dijo completa.

El tío se acostó aliviado por la confesión y roncó en medio de esa ficción extraña que se desarrollaba en su mente campesina llevada al sueño por la borrachera y por la desgracia de la infidelidad. Seguramente soñaba cosas tristes y obvias. Vacas moribundas, porquerizas descuidadas, un campo inmenso sobre el que empezaba a caer la noche. Al día siguiente salió para las minas con el perro y con un niño de esos que siempre están detrás de los hombres de mundo tratando de aprender algo, un truco sobre la vida, la forma de ganársela. A mitad de camino entre Salento y las minas, después de haber caminado varias horas, paró en seco. Él dice que pensó “yo qué hijueputas voy a seguir haciendo aquí”; el pensamiento tomó fuerza en su mente, le enfrió las manos y lo hizo sentir el vacío por dentro. Entonces se dirigió al niño: - “¿Usted sabe llegar a la Mina?”; el niño le contestó que sí. “Váyase solo. Le regalo la cobija, la linterna y la perra”.

El niño se puso muy contento. Seguramente pudo empezar una vida con esa linterna, esa perra y esa cobija. un hombre decepcionado le había dejado sus herramientas, solo tenía que hacerlo bien de ahí en adelante para llegar a la cima. El tío bajó al pueblo, cogió un willy´s y se fue dejando atrás a la esposa, al bastardo y a otros tres hijos legítimos. Cuando cuenta eso me imagino que sintió frío. Me imagino que tomó aguardiente y él lo ratifica. “Yo siempre fui responsable con el mercado, pero todo lo que me sobraba me lo tomaba, mi único lujo era el aguardiente”.

Dijo que hubo un momento en que había tomado tanto aguardiente que se le empezó a reventar la cara. “Se me puso roja esa hijueputa, se me rajaba y me salía sangre”. Con el tiempo el Tío resurgió hasta acomodarse como un elemento raso de la naturaleza; pero antes de resurgir cayó muy abajo. Cayó a la cárcel y más abajo.  Volvió a subir y volvió a caer como una pelota que rebota sobre la superficie dura del destino.

Es raro verlo ahora. Anciano, sentado en el mostrador de un estadero en El Bordo, Cauca. Administra su negocio mientras ve descender de los buses a la gente que va a almorzar o a comprar un tarro de panderos. Algunos son turistas, otros empleados de alguna fábrica, otros delincuentes que, como él en su momento, van y vuelven de extremo a extremo del país. No lo impresionan. No lo emocionan las cuentas de los almuerzos que va a vender. No le da miedo que le roben. Detrás de esa gente que baja apresurada se alza un mundo inmenso, el de las montañas y los ríos, el mundo en el que tal vez pase otros diez años, en el que tomó todas las decisiones; las buenas y las malas.

lunes, 9 de abril de 2012

Criaturas amigas

Hay algo triste en la imagen de un campesino que se desplaza hasta la ciudad para cumplir con una diligencia oficial. Se pone la mejor ropa, limpia los zapatos, guarda cuidadosamente las utilidades de la leche. Deja a alguien encargado y se despide del perro con uno de esos gestos que intercambian las criaturas amigas en la naturaleza. La ropa que se pone no es tan buena como la más mala de la gente de la ciudad. Se perfuma en exceso porque no sabe que es de mal gusto. Pasa las calles nervioso, no conoce las rutas, se intoxica con una salchicha. En este caso es peor, porque se trata de Antioquia, un departamento extenso y quebrado. El largo recorrido que debe emprenderse para llegar desde los confines geográficos que apuntan hacia cuatro esquinas diferentes, termina en una capital donde se ha perdido gradualmente la timidez que es esencial para la pureza de las relaciones humanas.


Mary Isabel se murió en febrero de 2008 dos meses después de una apendicectomía con drenaje generalizado de peritonitis. Doña Luz Estelia no sabe todo eso; solo sabe que a la niña le dio apendicitis, que salió bien del hospital, que no la atendieron en el primer control, que no pudo ir al segundo y que al final se murió entre vómitos, desesperanza y un médico que confundía la muerte con cólicos menstruales. A ese médico lo representa una aseguradora y al hospital donde trabajaba lo represento yo.


El 30 de marzo Doña Luz Estelia llegó a Medellín. Entró al despacho acompañada de su apoderada, una abogada costeña que entró a la audiencia sin haberse preparado y sin que la amparara ningún talento del que pudiera surgir una buena improvisación. Recibió cincuenta o sesenta preguntas, se contradijo, claro, porque la verdad siempre es confusa y mucho más cuando se encuentra asociada a la muerte. Dijo que no había ido al hospital el mismo día que se habían presentado los síntomas porque la niña dijo que no quería ir y que dónde iban a dormir en el pueblo. Y cuando le preguntaron por qué había dejado una decisión de esa importancia en manos de una niña de 12 años, dijo que cómo la iba a llevar a la fuerza, que además la niña estaba feliz saltando en los potreros, que ella no creyó que se fuera a morir.


Dijo que al día siguiente, cuando la niña se puso mal, ya había pasado el carro que pasa diariamente hacia Santa Rosa de Osos y que el vecino que a veces le prestaba una bestia, la tenía alquilada en un sembrado de papa. Trataba de reconstruir los acontecimientos de febrero de 2008 mientras pellizcaba el bolso con esos nervios primarios del que se ve enfrentado a una diligencia en la que se define algo: la culpa, la responsabilidad, el dolo, la muerte, la suma de dinero que la resarce.


En la naturaleza hay criaturas amigas como los hombres y los perros, pero también hay depredadores y presas que se detectan recíprocamente por instinto desde muy jóvenes. Las gacelas se ponen alerta y corren, descartando la posibilidad de que exista un leopardo bueno que no las quiera cazar. Para una víctima del Estado, el abogado de la contraparte es un depredador natural. Es un instrumento a quien el opresor faculta para evadir a toda costa el cumplimiento de sus obligaciones. Un lambón, un encorbatado detestable.


Antes de empezar con las preguntas me presenté como el abogado del hospital. Le dije mucho gusto, Jorge, y la interrogué con la pereza habitual. Con pereza de ganar y de perder por igual. Con ganas de irme para mi casa a hundirme en un razonamiento abstracto y sin sentido que no estuviera sujeto a la administración de justicia. Una idea como viajar a otro planeta o descubrir un código oculto en las interacciones de la naturaleza. Una conclusión que me permita comportarme bien, pero bien de verdad, medido por cualquier sistema moral. Pero ni siquiera sé para qué estamos aquí. Ni para qué estuvo Mary Isabel, ni estoy seguro de la autoridad del juez, ni sé cuánto valdría la vida de Mary Isabel si alguna cosa en el mundo tuviera algún valor; si hubiera un sistema moral absoluto que pudiera consultar a modo de diccionario del comportamiento. Tal vez deberíamos sacrificar al médico para que Luz Estelia estuviera en paz. ¿Logrará la paz con 206 millones de pesos? ¿Tendrá paz el médico algún día? ¿Tendré la paz con mis dos millones de honorarios?


Cuando salimos de la audiencia entré al café Juan Bautista en la Alpujarra. Ella pasó por un lado y me saludó con ese gesto tímido que es propio de las criaturas que son amigas en la naturaleza, ese espacio en el que me aburre por igual ser presa o depredador y hablar todo el tiempo como un loco que no ha entendido nada.