Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 26 de septiembre de 2011

Un caso particular

Hoy me desperté y cuarenta minutos después salí de la casa seguido por el perro. No pensé nada mientras manejaba hacia el trabajo, pero la frase “No tengo problemas de verdad” iba conmigo, dentro del carro, como el feto de una idea que la mente todavía no sabe que va a parir.

En la hora del almuerzo jugué pingpong un rato. Volví a mi puesto y le he dado respuesta medianamente ágil a las solicitudes pendientes. Al otro lado del vidrio pasan auxiliares, aprendices y, con menos frecuencia, subgerentes. Hoy es un día más o menos normal, solo que apareció otra vez esa idea inconstante de “yo no escogí nada de esto” y “nada de esto me importa”. No hablo del trabajo ni del caso particular que tengo por vida sino de las cosas que veo todos los días, y de las que podría ver, en el mejor de los casos, si todo en el mundo se acomodara para agradarme.

La pregunta “¿Qué soy?” enloqueció a Matty en La oscuridad visible. Seguramente porque nunca pudo entender si la vida era un engranaje y si uno debía hacer su trabajo como parte de ese engranaje y qué tipo de trabajo era el apropiado y moral para que el engranaje no solo se moviera, sino que se moviera bien; o si por el contrario solo éramos piezas aisladas, convocadas a vivir libremente en un escenario del que nunca debieron apropiarse los principios, ni la noción de conjunto.

Cuando vuelva a mi casa, el perro me va a perseguir otra vez y va a mover la cola hasta que le sirva la comida. Eso no me dice nada, o casi nada. Movimiento y especies de diferente rango con necesidades de diferente rango. Debe haber algo más; un patrón escondido en esa secuencia de hechos, pero no lo puedo pensar y solo puedo llegar a una conclusión intermedia: La vida es solo la jerarquía particular de un acontecimiento general en el que nos perdemos la mayor parte. La fracción que nunca vamos a conocer, que sucede mientras parpadeamos; que flota, esperando ser pensada, en el limbo prenatal de las ideas cuya concepción apenas logramos acariciar en días más o menos normales como este.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá

El tío Zabulón dice que el Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá, tiene balcones y pista descubierta donde las mujeres bailan en pantaloncitos y brasier. Mientras dice eso me agarra de la mano para hacer énfasis en lo verdadero de la historia. Estuvo allá en los años 40 o 50 cuando se fue huyendo de Riosucio y después de Quinchía, de Guática, de Ansermanuevo y de una fila interminable de pueblos que iba dejando atrás junto con las botellas de aguardiente vacías y las mujeres que había embarazado y que nunca iba a volver a ver.

Ahora tiene 89 años y para corroborar que se encuentra lúcido, hace bromas en las que induce a los demás a pensar que está senil o que delira por la proximidad de la muerte. A las doce del día, después de estar callado toda la mañana, dice “Qué luna tan bonita, parece de día” y sigue callado, sentado al lado de un bafle del que salen pasillos a todo volumen.

Cuando todo parece normalizarse y observa atento una conversación sobre los candidatos a la alcaldía de Medellín, dice que las novias nos tienen que creer que sabemos volar para que cuando no estemos en la cama por la noche, y nos reclamen, podamos decir que estábamos por ahí volando. Entonces la abuela le pasa una aromática y se la toma despacio dando sorbos sonoros. Cuando termina, pone el pocillo sobre el mantel y dice que si hubiera empezado a tomarse eso desde pequeño, habría podido aspirar a vivir hasta los quinientos años o más.

Se está quedando completamente sordo, o eso creemos, porque también puede estarnos engañando. De hecho sabemos que así como ahora se hace el loco, en los años 50 sobrevivió a la violencia política, haciéndose el cobarde y guardando la venganza para muchas décadas después. Solo sabemos de una vez que reaccionó inmediatamente. Por alguna razón un militar le pegó en la mano con la correa del uniforme. El Tío le pegó un tiro en la rodilla y tuvo que huir, cruzando pueblos con identidades falsas, buscando albergue en las veredas, devolviéndose para desorientar a los sabuesos. Fue huyendo que alguna vez llegó a Tuluá y siguió derecho hasta las afueras, donde empezaron a desaparecer las casas.

El fin de semana, antes de despedirnos, habló de algunos bares que él conocía y se mostró curioso sobre los que yo conocía. Me preguntó si había estado en los bares de Bello y Envigado. Al final, después de valorar mentalmente los recuerdos, me dijo que el lugar que más le había gustado, de todos los lugares en los que había estado, era el Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá

viernes, 16 de septiembre de 2011

Summerfields

Cuando llegué a Hastings, un taxi me llevó a la casa ubicada en el 24 Manor Road. Allá me abrieron la puerta dos ancianos que me miraron con curiosidad, como si hubiera llegado una mascota nueva y le estuvieran adivinando la raza. Me decían Welcome George, good evening y yo les respondía thank you, thank you, good evening.

En ese momento me presenté y ellos me analizaron como un bulto de virtudes y defectos desconocidos que se fueron revelando poco a poco. - He´s quite shy, escuché que dijo Brenda mientras yo subía con las maletas hasta el tercer piso. Subí con la cara roja, puse el morral en la cama y saqué la plata que quedaba en un bolsillo pequeño. Pensé salir un rato pero ya estaba muy tarde. Además iba a tener que pasar por la sala donde Brenda y Robert veían televisión, ahogados de la risa y diciendo groserías británicas.

Al día siguiente llegué a clase muy temprano. Recuerdo especialmente a mi primer compañero de actividades: Kazutaka Hosegawa. También a Olivier, un militar francés que se sentaba en el rincón y se ponía una chaqueta de gamuza clara y vieja. Kazutaka me dijo que era ingeniero y vivía en Yokohama. Tenía dos hijos y a veces visitaba a los papás en una isla del norte.

***

Con el tiempo Brenda y Robert empezaron a impacientarse. Yo me comportaba tan bien como podía; era educado, daba las gracias, organizaba mi ropa y comía despacio. Tal vez esperaban un comportamiento más explosivo para no desconfiar. Eran un par de ancianos y su expectativa mínima era que me fuera de viaje un fin de semana, que contara un chiste en la comida o que por lo menos hablara de sexo.

Más arriba, en Vicarage Road, vivía Kai. Un día nos hicimos amigos. Se fue seis meses después, mientras Inglaterra y Alemania jugaban un partido por la Eurocopa 2.000.

Un día empaqué la maleta y me fui de la casa de Brenda y Robert. Habían salido al supermercado y no me encontraron cuando volvieron. Seguramente confirmaron lo que muchas veces habían pensado y se regañaron mutuamente por los momentos en que uno increpó al otro por decir que no confiaba en mi. Me fui para Vicarage Road, a la casa 61 y viví los seis meses siguientes en el espacio libre que había dejado Kai, en la casa de Kate Lee - Ranwick, un remanso de libertinaje que encabezaba ella, corriendo detrás de los gatos por toda la casa, dejando ver una teta a intervalos y lanzándole maldiciones a Jack, su hijo de cuatro años.

Ya llevaba siete meses viviendo en Hastings cuando decidí cambiar de ruta para llegar a la escuela. Iba caminando por el borde de un muro cuando escuché gritos al otro lado. Kazutaka estaba ahí y también Nguema y Thomas. - pasámela, puto! gritaba un mexicano que se proyectaba por la banda derecha. Al fondo decía Summerfields, en letras estilo Hollywood.
Durante los meses siguientes jugamos fútbol todas las tardes. Niños mezclados con ingenieros japoneses, árabes con camisetas del Manchester United, mexicanos que retaban la paciencia de muchachos suecos.

Un año después salí de Vicarage Road. -You have to come and do me before you go, dijo Kate. No fue así, porque salí corriendo con la maleta en la espalda y la descargué al lado del letrero de Summerfields. Jugamos un partido largo y cuando se acabó ya era muy tarde para volver a Vicarage Road, entonces corrí otra vez con la maleta en la espalda y grité -Taxi! Me asomé por la ventana y me despedí de los muchachos que jugaban en Summerfields. Kazutaka llevaba el balón y se aproximaba rápidamente a la portería contraria. Tal vez se dió cuenta del letrero que decía Airport en la puerta del taxi. Entonces paró hundiendo los guayos en la grama, cogió el balón en la mano y corrió hasta el borde de la cancha para despedirse.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Visitantes

Hay gente que llega una vez cada dos o tres años. En este caso particular llegan en temporadas distintas Lukas, el Tío Aníbal, Monique, Luis y Ricky. El Tío Aníbal vive en un pueblo del Cauca, Ricky en Nueva York, Monique en París, Luis en Málaga y Lukas en Montpellier. Cuando llegan parecen haberle dado cuatro vueltas al mundo antes de aparecer en la sala de mi casa, envejecidos o simplemente distintos y recordando esa imagen vaga de Gandalf que va y vuelve de un lugar a otro, o las apariciones espectrales de Melquíades, el gitano de 100 años de soledad.

Me gusta cuando ellos llegan de alguna parte. Lukas es muy callado y no cuenta las historias de sus viajes a Marruecos, a Croacia o a Letonia. Cuando viene, vamos a la tienda por una botella de aguardiente y nos sentamos en las sillas que hay afuera, en el andén, o en la sala de mi casa. Con su ropa diferente y cada vez con menos pelo, Lukas parece traer un reporte del mundo exterior que no quiere contar.

El Tío Aníbal ya no llega con esos bagres de metro y medio que traía cuando era pescador. Ahora llega masticando un espartillo y le entrega a mi abuela un rollito de plata que ella le va devolviendo gradualmente durante el tiempo que dura su visita. Él sale al parque y conversa con señores que ya casi no lo reconocen pero que identifican su nombre y lo asocian con una lista remota de la infancia.

Ricky habla de sus aventuras con bandas de rock en los 60s y me regala souvenirs de The Who, cachuchas de la Carpintería Domínguez o camisetas de los New York Yankees. Se sienta en la parte de adelante del carro y saca el brazo por la ventana. Cuando volvemos a la casa prende el televisor y pasa canales hasta encontrar un partido de béisbol. Se queda ahí muchas horas, rodeado de botellas de Pepsi y empaques de Milky Way.

Luis casi nunca viene. A veces he visto a su hermano Roberto que viene con cierta frecuencia. Es oficial del ejército español y aunque es muy joven su cara no ha sido ajena al hecho de haber estado dos años en la Franja de Gaza. Se parecen mucho. Casi parecen la misma persona, aunque Roberto encarna una versión más corpulenta y saludable. Luis está terminando un doctorado en política criminal en la universidad de Málaga y trabaja en el bar de un hotel mientras consigue algo mejor.

Monique vino esta semana. No habla de La Sorbona ni de las calles de París. Estuvo tres días en mi casa y se volvió a ir. Dice que no sabe qué hacer cuando termine la carrera, si quedarse en Francia o volver a Colombia. Tiene 20 años y estudia filosofía. Sabe que hay un mundo entero donde puede vivir, un mundo que además no es muy grande y en el que siempre es posible viajar de un lugar a otro en menos de un día. Pero hay algo diferente al tiempo e incluso a la distancia que no equivale a ningún valor numérico y que aleja a los que se van hasta convertirlos en espectros que aparecen de vez en cuando en la puerta de mi casa. En algún momento de su vida, el Tío Aníbal se demoró 23 años para emprender ese viaje de un día.