Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





jueves, 25 de agosto de 2011

Escuela PIO XII

En 1.989 vivía en Riosucio. Salía a las seis y media de mi casa y pasaba por la casa de Oscar Andrés para subir caminando juntos hasta la escuela PIO XII, a veces con Olver, que era hijo de un policía, con más o menos todo lo que eso implicaba.

En la escuela a veces hablaba con Maria Luisa, que era mi novia, pero era mi novia de verdad; no era un sentimiento inocente de niños. Me parecía tan bonita que todo el tiempo le quería dar besos y verle los calzones. En el descanso hablábamos o jugábamos con Marquitos que era mi amigo, un niño indígena que tenía los dientes podridos pero que nunca lloraba ni decía que no, aunque tampoco proponía nada, ni iba más allá de la iniciativa que lo rodeara.

*

Me acuerdo muy bien de Marquitos y de Maria Luisa, de lo malos estudiantes que eran y de lo maluco que olían. Y me acuerdo también de lo que yo era en ese momento, aunque solo había empezado a existir parcialmente y era casi un ente con una historia lineal. Porque la vida no empieza toda de una vez, sino por partes que se van juntando. Un día uno aprende a leer, otro día empieza a pensar en la plata, en el sexo, en la muerte. Después esas partes se juntan y uno se forma una impresión de cada una. Opina algo sobre la plata, prefiere algo en el sexo, intuye algo sobre la muerte. Todo se mezcla adentro y de la combinación resulta, incluso, que uno decida pasar la calle o esperar un rato. En nuestra ruta diaria pensamos en las cosas que lograron interesarnos a lo largo de los años y tratamos de enlazarlas para formar un destino, uno más o menos sano, en el que las dudas no prevalezcan sobre la tranquilidad de estar vivo, de ocupar un espacio, y de conservar la pista que al final nos permita mirar desde un extremo al otro de la vida, sin que nos deje ciegos la intermitencia.

viernes, 19 de agosto de 2011

Obrar mal

En Touareg, Gacel Sayah llega desubicado a la ciudad. Ha vivido toda la vida en el desierto y ahora tiene la misión personal, la resolución definitiva de ejecutar su venganza matando al presidente si no le devuelven a su familia. Lleva el rifle y la espada entre una alfombra que carga todo el tiempo, y un revólver en el mismo talego de cuero donde guarda los dátiles, las almendras y la cantimplora con agua.

Me gusta cuando alguien tiene el propósito firme de matar a otro, cuando calcula la estrategia sin rabia; espía, se esconde y al final dispara y se va. Seguramente nadie tiene el derecho de acabar con otra vida, pero no voy a hablar de derechos y deberes, sino del asesinato, esa emoción que supera el pacto de adhesión que hacemos con la sociedad al nacer.

Hay un instante raro cuando dos destinos insignificantes se encuentran y uno se impone al otro dejándolo sin vida. No sé si ese momento pueda ser injusto. Recuerdo lo que dice Segismundo en La vida es sueño para argumentar su conducta pacífica cuando es tentado a la guerra:

Estoy soñando, y quiero
obrar bien, pues no se pierde
obrar bien, aun entre sueños.


Pero ¿Qué tan injusto puede ser obrar mal, si es en sueños?

jueves, 18 de agosto de 2011

1

Si bien tengo un carácter sereno y tiendo más bien al celibato de las emociones, me agito en secreto cuando veo que la turba inconforme sale a la calle, protesta contra un enemigo ambiguo y superior, causa destrozos y marcha con la cara enajenada dispuesta a borrar del mundo todo rastro del establecimiento.

Eso parece, o eso creo. Cuando Osama Bin Laden ordenó los atentados terroristas de las Torres Gemelas, no se marcó el inicio de una guerra santa. Con el paso del tiempo pudimos comprobar que el motivo de los atentados no fue la defensa de la parte ritual del Islam sino de su más estricto fondo político. Es evidente: para la ejecución de los atentados se transgredió el Corán que ordena: «¡No os matéis! Dios, en verdad, es misericordioso para con vosotros» (Corán 4, 33)” y, en cambio, lo que se llevó a cabo, se hizo bajo el influjo de una milenaria tradición persa, la del señor de la montaña, que ordenaba la inmolación como muestra de fidelidad, como muestra de poder ante un occidente que empezaba a imponer su cultura de principios que subyacían al capital. Hace 1.000 años un enviado del señor de la montaña viajó hasta El Cairo para degollar a su califa (aliado de los templarios), sabiendo de antemano que iba a ser capturado y torturado de las formas más crueles. No estaba defendiendo su fe, sino el derecho a seguir viviendo en una sociedad que veneraba a sus sabios, y que se resistía a vivir bajo la dominación directa de occidente. Era un mensaje siniestro en la edad media y lo sigue siendo en nuestros días. Los musulmanes que se inmolaron el 11 de septiembre de 2001 no eran soldados de fuerzas especiales, armados y entrenados. Eran muyahidines que combatían asistidos por la fuerza que les daba la historia. Voluntarios, hijos de sastres, de profesores de escuela, que estaban dispuestos a despedazarse contra un edificio para derrumbar ese mundo que han odiado durante milenios y en el que un sabio vive a los pies de un rico.

La política es equiparable a la religión. Ambas encarnan el misticismo de la oratoria y la función de variar (o mantener) el pensamiento colectivo mediante axiomas y raramente valiéndose de argumentos. Un discurso político y una predicación se parecen más entre sí que lo que cualquiera de ellos pueda llegar a tener en común con una conferencia científica. La política y la religión se valen del axioma, que no es más que una idea carismática aunque no necesariamente cierta. Y tampoco necesariamente tonta. Por eso pueden cambiar el mundo: porque lo comprobable, lo argumentado con nitidez, carece de la gracia de lo intangible, y lo comprobado lleva siglos decepcionándonos.

Ahora la turba está inquieta y movida por la necesidad de un nuevo dogma, de un nuevo mundo construido con otros parámetros. Empezaron en Túnez y siguieron en Egipto, Bahrein, Omán, España, Chile e Inglaterra. Yo los veo en Youtube desde mi casa, lejos de la ciudad. Ojalá triunfen. Seríamos testigos de algo.

martes, 16 de agosto de 2011

La gente que viaja a París

Saliendo de mi cubículo, a la derecha, está Paola. Se casó hace tres meses y estuvo en París de luna de miel. No tiene cara de haber estado en París, tal vez porque no sufrió la transformación que infantilmente supongo en alguien que se ha desplazado tan lejos de su lugar original. Salió de Medellín un día, recorrió 25.000 kilómetros y volvió un mes después siendo la misma persona. Ahora está embarazada y sube hasta el cuarto piso acariciándose la barriga con la palma de la mano. A veces no la acaricia, simplemente la sostiene. Las compañeras del área comercial se reúnen en torno a su computador para ver las fotos del matrimonio, analizar el vestido de novia y suspirar por esas calles inalcanzables de París, tan cerca, ahora, en la pantalla. Paola habla mucho de Harlin, su esposo, que es gerente de un hospital. Harlin, Harlin, Harlin. Cuando la veo caminar hacia mi escritorio pienso en lo mucho que quiere a Harlin y en el efecto favorable que ha causado su propaganda en la empresa, pues ahora todas quieren a Harlin. Harlin se ha convertido en el patrono, única esperanza y referencia para la multitud de solteras que teclean balances, dirigen memorandos o simplemente acumulan juiciosamente semanas de cotización para no perder el tiempo mientras llegan sus príncipes que, tal vez, con algo de suerte, serán versiones de menor nivel, pero cercanas a Harlin.

***


Saliendo para el otro lado, a la izquierda, está Claudia Berrío. Se nota que invierte el salario con mesura en cada cosa. Sus zapatos son baratos, pero bonitos y discretos, como el paso con el que camina para no arruinarlos en un tropiezo contra el andén. Claudia se pone roja cuando uno le habla, y yo me pongo rojo porque ella se pone roja, lo que le da a nuestros encuentros una cierta altura moral, una connotación asexual, porque Claudia es sobre todo eso: un objeto sin sexo. El papá de Claudia se llama Juan de la Cruz y era obrero de construcción hasta septiembre del año pasado cuando cayó desde una altura de 10 metros y quedó inhabilitado para el trabajo. Como le fue negada la pensión de invalidez, Claudia debe manejar cuidadosamente los 837.000 que se gana: armar rollitos de billetes para pagar las facturas, tratar con delicadeza la ropa vieja para que no se gaste, comprar un mercado de productos genéricos, estricto y sin colores.

***


Yo creo que a Claudia no le gusta Harlin. Me imagino que si ella hubiera ido a París, en lugar de Paola, se hubiera sentado por ahí en un parque, y hubiera sacado meticulosamente un sánduche de la cartera, y después un termo. Más tarde habría caminado en silencio hasta el hotel, habría llamado a la casa y le habría dicho al papá: -este lugar es muy bonito, y te llevo un regalo.

jueves, 11 de agosto de 2011

Por ahí

Los guías en el desierto dicen que nada desmoraliza y agota más a los hombres que estar vagando de un lado a otro sin un destino concreto. Entonces siguen adelante aunque estén convencidos de haber escogido el camino equivocado y confían en que la persistencia en el error los haga llegar a alguna parte.

En los últimos diez años he estado en muchos lugares, casi siempre interpretando lo que parece un personaje distinto. Trabajé con Jiménez en la oficina entapetada del Edificio Don Pedro; en Pizza Factory, repartiendo pizzas en una moto. Estuve en la universidad, aprendiendo una profesión; comprando telas en el centro de Medellín para surtir el negocio de mi abuela; en otros países; en la casa sin trabajo; apostando; solo, en una finca, por varios años; en Manizales, otra vez, intentando un negocio con la fe puesta en la misma fe que mi familia tenía puesta en mi.

Sin embargo, hay un rasgo que ha perdurado por encima de las circunstancias. La impresión de estar vagando como un péndulo en un rango fiel; de haber salido de la casa con una resolución que llega a su cumbre antes de empezar a ejecutarse. La sensación de estar por ahí, sin importar la jerarquía del momento presente. De todas formas, no se podría decir que voy por ahí sin rumbo. Más bien que soy un emprendedor, en un sentido tan literal, que cuando llego al borde que separa la idea del hecho abandono las dos cosas para no quedarme sin un propósito. Y entonces empiezo uno nuevo y cuando lo dejo, se agranda la bolsa de todos los posibles desenlaces, la incertidumbre por no haber persistido en el error, en alguno de ellos.

jueves, 4 de agosto de 2011

La Antártida

Cuando uno sale del hospital el tiempo pasa lento y pesado como si el escape de la muerte hubiera ocurrido sobre el lomo de un elefante. Las cosas en la habitación retoman su lugar. El televisor, los cojines y la ropa doblada en los cajones adquieren sentido nuevamente porque tienen un dueño que está vivo y que no va a relegarlo todo al polvo y al olvido. Casi parecen alegrarse cuando uno abre la puerta al regresar.

Algunos centímetros hicieron la diferencia. Una combinación entre milagro y simple circunstancia física me tenía de vuelta en la casa, abriendo las ventanas, buscando alcohol en el botiquín y caminando hacia el patio para descolgar las camisas secas.

Si hubiera tenido tiempo de defender algo, habría defendido el hígado. Siempre me impresionó la imagen de los hígados de vaca sangrando en las carnicerías. Todo pasó muy rápido. Cuando supe que no estaba recibiendo puños sino cuchilladas ya me salía sangre por cinco orificios diferentes. Alguien gritó que me habían matado, hubo un revuelo y gestos de pánico pero yo solo sentía el contacto tibio de la sangre que me había entrapado por completo la camiseta. Algunas gotas caían al suelo. El líquido rojo formaba pequeños cauces en los empates de las baldosas blancas. Eran las seis y media de la mañana. Estaba lejos de mi abuela que a esa hora servía el desayuno y repartía tortas de chócolo y arepas de fríjol en los platos dispuestos alrededor de la mesa. Estaba lejos de cualquier momento tranquilo y sin embargo, sentía algo de placer. Me seguía lanzando cuchilladas al pecho, a la espalda, a la cabeza. Veía los reflejos plateados de su chaqueta Nike en el aire. Sentía el corte del cuchillo brasilero entrando en mi carne, como si se tratara de un filete, de un chorizo. La pérdida de sangre parecía ya algo invencible, como cuando uno apuesta todo su dinero a una carta mala y el adversario responde con una apuesta mayor. Tenía solo seis litros de algo que se derramaba sin frenos, a boborbotones, y que amenazaba con dejarme seco del todo, como un motor viejo sin irrigación de aceite que al final se funde.

Era una madrugada fresca. Me imaginaba una gota de sangre que caía sobre la Antártida y se expandía lentamente hasta convertirla en un continente rojo, como un helado. Sobre la mesa de la sala había tres botellas de aguardiente. Estaban vacías y rodeadas de ceniza de cigarrillo y restos de papas fritas. Sentía un mareo leve, pero prevalecía una sonrisa, una pequeña retribución al absurdo por haber superado el trámite predecible de la realidad. Ahí estaban juntos: la realidad y el absurdo, revueltos a mil revoluciones, causando conmoción y mareo.

William me gritaba que no me durmiera. Manejaba mi Renault 9 rojo en primera sostenida, cuesta arriba, por un camino lleno de curvas y baches. Paró, se bajó del carro y le pegó patadas a las llantas. - Hijueputa, Negro, ¿por qué le tenía que pasar esto a usted?
Martín me sacudía desde el puesto de atrás. Apretaba la camiseta que me habían puesto como torniquete y sostenía en la otra mano una estampita del Sagrado Corazón. - Tranquilo, Barbacoas, decía mientras me acariciaba la cabeza con rudeza. - Tranquilo que no te vas a morir.

Primero estuve en la Clínica del Seguro Social de donde me despidió el rictus ultraconservador del médico que se negaba a atenderme medio borracho y acuchillado. -En una riña, supuso, o tal vez, incluso, mientras atracaba un supermercado. William destrozó las probetas y le dio patadas a las camillas. - Pedazo de hijueputa, cacorro, comprate una bata de corazones, le dijo al médico mientras salíamos, con esa cara suya de perro albino y feroz- ¡Fea! le gritó a la enfermera.

Varios niños tosían en la sala de espera y un jubilado se quejaba en voz alta de dolor de cabeza. Al frente una señora negra rajaba una papaya y la convertía en rodajas para la venta. En el otro andén un BMW azul retrocedía lentamente y con elegancia hasta encontrar el ángulo perfecto para entrar al garaje. Adentro iba un especialista sin cicatrices, limpio y canoso, distante muchos milenios del mono y de la violencia.

Entré al Hospital de Caldas sin camisa. -Mijo, entre primero usted, que se está muriendo, dijo una señora que se agarraba la barriga con las dos manos. - Permiso, permiso, ordenaba William, muy alterado, estrujándome hasta la camilla principal.

***


De ahí salí remendado, tranquilo. Martín me prestó una chaqueta y un pantalón de sudadera. Dejé a William en la casa y me fui manejando despacio, cruzando la ciudad hasta mi barrio. Las tiendas estaban cerradas porque era domingo. Paré, de todas formas y me quedé ahí, sentado en un muro, afuera del estanquillo La Garrafa. Un carro plateado pasó con las luces medias encendidas y el reflejo directo del sol en el capó. En el asiento de atrás una niña de cinco o seis años se asomó por la ventana. Se acababa de bañar y escuchaba una canción de Gloria Estefan a todo volumen. Me sonrió y yo le sonreí de vuelta. Otra vez era un vivo común y corriente y estaba más o menos triste. Subí dos cuadras y abrí la puerta de mi casa. Mi mamá levantó la cabeza, me miró brevemente, y siguió rezando el rosario.

miércoles, 3 de agosto de 2011

El poder y la gloria

Cuando tenía 11 o 12 años vendía chicles en el colegio. Compraba una caja de 500 chicles que me valía 2 mil pesos y cuando terminaba de venderla tenía tres mil quinientos. Me gustaba el poder que daba el dinero y la multitud de objetos por la que se podía intercambiar. Sobre todo eso. Podía comprar paletas, revistas, o salir de la casa en buseta. Me iba hasta el centro o hasta el estadio y volvía.

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Ahora debo plata. En la empresa mis jefes saben que no puedo obedecer, y los que podrían ser mis subalternos, saben que no puedo mandar. En la hora del almuerzo juego ping pong un rato con los vigilantes. Mi hermana menor gana más que yo, e incluso los niños saben que hice algo mal.

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Mis tías estaban de acuerdo en que yo era muy inteligente. Eso parecía garantizarme un futuro lleno de comodidades, lleno de poder. Al final, lo que ellas llamaban inteligencia se convirtió en una rareza llamativa, en una virtud que no produce resultados. En las reuniones de la empresa muchas veces quiero apelar a ese pasado glorioso en el que me preguntaban las capitales del mundo cuando había visitas en la casa. Decir alguna cosa inesperada para mi edad, para mis 28 años. Decir LA VERDAD o algo así.

Gacel Sayah

En Tuareg, Gacel Sayah vaga por el desierto, fugitivo, después de vengar la muerte, a manos del ejército argelino, de un huésped que no conocía y que había llegado a su casa por accidente. Como es un inmouchar (un targuí noble) y es reputado en el Sahara como "El Cazador", conoce el desierto como nadie y lo recorre, como una sombra invisible, montado en su mehari blanco. Llega incluso a enterrarse en la arena para pasar desapercibido. Además es el único capaz de recorrer el gran erg de Tidikem, una porción del desierto donde desaparece la arena suave de las dunas, dando lugar a farallones filosos y salinas que se rompen al contacto del pie, envolviendo al incauto en una melcocha verde que lo abraza y lo momifica.

Fiel a la costumbre Beréber, Gacel Sayah vive solo. Hay un proverbio de alguna de las tribus del norte de Africa que expresa muy bien esta condición transmitida genéticamente desde el agricultor que les dio origen, hace milenios, en algún lugar del Egeo "Los beréberes viven solos como hombres cabales, y los árabes, los unos con los otros, a causa del miedo, como las ovejas".

En las noches del desierto, envuelto en su turbante azul, el targuí se vuelve completamente invisible. Desde una pequeña elevación, observa las dunas que se repiten muchas veces hasta parecerse al infinito. En la ausencia de pasatiempos y compañía a veces habla solo y tiene la sensación de estar diciendo la verdad.