Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 3 de agosto de 2011

El poder y la gloria

Cuando tenía 11 o 12 años vendía chicles en el colegio. Compraba una caja de 500 chicles que me valía 2 mil pesos y cuando terminaba de venderla tenía tres mil quinientos. Me gustaba el poder que daba el dinero y la multitud de objetos por la que se podía intercambiar. Sobre todo eso. Podía comprar paletas, revistas, o salir de la casa en buseta. Me iba hasta el centro o hasta el estadio y volvía.

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Ahora debo plata. En la empresa mis jefes saben que no puedo obedecer, y los que podrían ser mis subalternos, saben que no puedo mandar. En la hora del almuerzo juego ping pong un rato con los vigilantes. Mi hermana menor gana más que yo, e incluso los niños saben que hice algo mal.

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Mis tías estaban de acuerdo en que yo era muy inteligente. Eso parecía garantizarme un futuro lleno de comodidades, lleno de poder. Al final, lo que ellas llamaban inteligencia se convirtió en una rareza llamativa, en una virtud que no produce resultados. En las reuniones de la empresa muchas veces quiero apelar a ese pasado glorioso en el que me preguntaban las capitales del mundo cuando había visitas en la casa. Decir alguna cosa inesperada para mi edad, para mis 28 años. Decir LA VERDAD o algo así.

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