Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 25 de mayo de 2010

Bajarse de un barco

El cine me ha gustado como pasatiempo. La primera película que vi en cine fue Willow en la tierra del encanto, cuando tenía 6 años, en la sala del Colombo Americano en Medellín. Desde entonces he ido a muchas salas. Acompañado, solo, por la tarde, por la noche, a funciones de 3:00, 6:10, 4:50, 10:25.
En los inicios tuve un compañero infaltable. Era un tío que estudiaba Derecho en la Universidad de Antioquia y que se encontraba en algún punto de su juventud, entre los 20 y los 30 años. Además de estudiar, administraba un parqueadero y se dedicaba a ese oficio incunable de comprar y vender. Telas, quesos, carbón y bolsas plásticas. También apostaba. Dominó, lulo, póker, fierro, blackjack. Tenía un Mercedes 66 blanco de cojinería roja, cambios en la cabrilla, velocímetro inexplicable que era amarillo por naturaleza y se ponía rojo después de los 70 kilómetros por hora. Íbamos casi siempre a Junín o al Odeón. Comíamos en Pinky. A veces íbamos con Catalina. Otras con Amanda (A la postre su esposa).

Había, además, un rompecabezas. Tenía solo 3 fichas y puesto en orden formaba una T mayúscula, blanca y de acrílico. Lo llevábamos siempre en un estuche y era tan difícil de armar que pagábamos 1.000 pesos a quien lo lograra. Si al cabo de 3 minutos no lo lograba, nosotros recibíamos $500. Si al cabo de tres minutos no recibíamos los $500, habíamos perdido nuestro tiempo. La T se iba haciendo famosa y el cine alternaba con el planetario. A veces no eran Las Tortugas Ninja, sino las lunas de Júpiter. Otras veces el póker, otras Catalina.

En el segundo piso de la casa de mi abuela, en una especie de buhardilla, estaba la fábrica de bolsas. Pertenecía a una sociedad conformada por mi tío y por un tío suyo, inválido. Minero jubilado. Una veta de carbón le había roto el espinazo. También apostaba. Póker, lulo, fierro, dominó. Orinaba en una botella.

Yo sostenía el rollo de 50 metros y ellos lo sellaban cada 30 centímetros. Vendíamos las bolsas a las queseras donde comprábamos los quesos. Yo tenía 6 años, después 7, después 8. Aprendí a armar la T, a sellar las bolsas con precisión y a bajar de los andenes al tío de mi tío pisando el borde de la silla de ruedas con la punta del pie.

Esa era mi rutina. Una película como las otras, con un libreto raso y una producción de bajo calibre.
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Todas las rutinas son tediosas, pero logran vincularnos a tal punto con un cierto hábito que su interrupción nos reduce como un desahucio. Es difícil salir de la cárcel después de 20 años de encierro. Es difícil aceptar de buena gana la jubilación. Bajarse de un barco tras cruzar el Atlántico. Entregar las armas después de dispararlas toda la vida... Vagar perdidos en un día sin horario, sin repetición.

La vida sin esquema marca el desarraigo de los perros domésticos liberados a la deriva y obligados a vivir como lobos.

domingo, 23 de mayo de 2010

ET

Mucha gente se salva de ser excepcional por un detalle que no vale la pena. Una simple camisa de cuadros. Un café por la mañana. Una casa comprada a cuotas.


Yo soy uno de ellos. Bailo en las fiestas. Aplaudo en los eventos.

Hay un amigo que, como yo, aplaude. Baila. Usa camisa a cuadros. A veces protagoniza una trifulca.

Es un extraterrestre.

Es fácil identificarlo. Llevo viéndolo 10 años y nunca estornuda.

martes, 18 de mayo de 2010

Administrar un granero

Tengo una justificación común para dos elecciones opuestas: la búsqueda de la comodidad y la posibilidad de la indigencia.

Claro está que, de forma apresurada y sin haber sido jamás indigente, no se podría decir que la indigencia sea incómoda... Tal vez tenga sus malos ratos, su chanda, sus noches frías y sus largas horas de hambre pero aún así el indigente duerme hasta las 11 mientras el cómodo, en la mayoría de los casos, se ve obligado a madrugar.

Detenido por el tráfico de la Carrera 20 cuando voy rumbo al trabajo, miro a través del vidrio templado y contemplo la modorra interminable de los gamines cobijados con los editoriales y las económicas, los veo roncar y acomodarse, rascarse y soñar con algo que no pueden ni quieren ser; y entonces pienso en lo que yo quiero ser. Pero pienso primero que si la comodidad fuera garantía segura del bienestar, y la incomodidad de la desdicha, yo iría más contento a trabajar en un Mercedes, que a pichar en un Chevette.



Parezco dar vueltas sobre un asunto sin sentido pero no puedo dejar de pensar en el patetismo de las posibles combinaciones.De tomar las decisiones equivocadas podría terminar yendo a trabajar en Chevette, no tener nunca un Mercedes, dejar prematuramente de ser sexualmente apto, quedarme sin dinero y sin carisma, no ser nunca un magnate pero tampoco un Rasputín y flotar en el limbo de los que cambiaron cuatro hectáreas de maíz por la administración de un granero. De tomar las decisiones correctas puedo llegar a tener el mundo en mis manos.

El problema es que quiero abarcar mucho: levantarme a las 11, ir al motel (y no al trabajo), pero ir en Mercedes.
Pero no aprieto nada: me levanto a las 6, voy al trabajo y no voy en Mercedes.

Hasta ahora todo sigue más o menos igual: a la derecha unos ciertos objetivos: El Mercedes, el lujo, chequeras y cuentas bancarias. Y a la izquierda, la nada.

La medida justa no tiene pinta de existir.

miércoles, 12 de mayo de 2010

El Clark Kent de Pepe


Todos los hábitos se hacen populares. Es por eso que ponerse las medias con docilidad de oficinista equivale en contenido reaccionario a no ponérselas y enseñar, en cambio, un escapulario amarrado a los tobillos desnudos... Al parecer nada tiene una gracia individual. Nada es íntimo y ningún acto proviene de una creatividad seria. Todo es igual.

Llevar vidas paralelas, como Clark Kent, parece ser la mejor forma de sentirse satisfecho y no ansiar ser otra cosa. Hace poco leí un cuento sobre un tipo que se llamaba Pepe. Pepe limpiaba baños de día, hacía plomería en sanitarios repletos de mierda y soportaba callado los insultos del jefe que lo saturaba de órdenes y lo descalificaba frente a las secretarias. Pasaba por los corredores cargando un balde lleno de agua sucia, arrastrándose más que caminando, y despertando a cada paso una combinación abominable de lástima y burla. Pepe era un don nadie que sin embargo tenía un as bajo la manga... Todas las noches antes de salir del edificio guardaba el balde en su lugar, se lavaba la cara, se pasaba la peinilla por la cabeza y salía caminando con una prisa sospechosa. Al cabo de varias cuadras se detenía frente a una puerta de aviso rojo, subía 4 metros de escaleras sin descanso, cogía uno de los látigos que colgaban de la puerta del bar y lo descargaba sin piedad sobre las nalgas de una masoquista. Se lo metía por detrás sin lubricación. Le gritaba puta. Se la echaba toda en la cara. Le agarraba las orejas... Se vengaba del mundo.

De día, mientras limpiaba cloacas, Pepe recordaba la noche anterior. Depronto su humillación parecía más soportable cuando veía erguir – a causa del recuerdo – el último baluarte de un orgullo que se reducía a su entrepierna. Y entonces se reía de nada y seguía limpiando.


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Después leí en el almanaque de un taller que solo un hombre inteligente tiene la paciencia para hacerse el tonto cuando se ve enfrentado a un tonto que pretende ser inteligente. Ese taller me gusta mucho. Elkin, el dueño, tiene seis dedos en una mano y cuatro en la otra. Trabaja sin descanso en un taller que no es más grande que la cocina de mi casa y lo he visto recibir hasta $800.000 en una hora. Es extraño que tenga 10 dedos repartidos de esa manera... Casi parece un chiste.

Cuando lo veo contar los billetes con su mano de 6 dedos y pasarlos después a su mano de 4 para meterlos en el bolsillo del overall, pienso que su ligero defecto de distribución no es más que una alegoría del equilibrio que se encuentra en el desequilibrio. En ese desequilibrio aparente que encarna el hecho de ser dos personas al mismo tiempo: una tonta y la otra inteligente.
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Tener 2 vidas para escoger parece ser una buena opción... Es por eso que al mediodía me saco la camisa del pantalón, me tomo una cerveza y hago caras en el espejo.

jueves, 6 de mayo de 2010

Muchurrúa III

Al final, después de mucho desearlo, estaba sentado en un 737 rumbo a Londres con escala en Frankfurt... 17 años improvisando una imagen mental de una Europa insular oscura y sórdida, con la estela del medioevo a cuestas que después de todo me tendría por protagonista... la vería con mis propios ojos. Solo que en los primeros días a mis ojos les dieron pata... Al mismo tiempo se enamoraron de mí una holandesa y una pandilla de mexicanos de Sinaloa. No sé qué pasó en la discoteca, pero mientras hablaba con la holandesa, uno de ellos me dijo algo; tal vez le respondí una estupidez y me echó la cerveza en la cara. Creo que me dijo güey y yo le dije mula, una cosa así.

A ese le decían Burrito. Seguro le molestó la coincidencia.

Le reventé la nariz y la holandesa se enamoró mucho más de mí, tanto que me dio un beso y me dijo que ya no quería a su novio. Entonces yo tenía 17 años y a esas alturas de la noche, 50 libras esterlinas. Salimos de la discoteca riendo, le eché la cerveza en la chaqueta y ella me echó la suya en la cara. Me lamió de la boca hasta la frente y yo le toqué una teta. Reímos y vimos vomitar a un pelirrojo. En la esquina estaban El Burrito y sus cuatro amigos (Barney, El Cariñosito, Marco y Gerardo), que me gritaron pendejete, me alcanzaron, me dieron siete puños en las orejas, me rasgaron la camisa y echaron los zapatos al mar. Después sentí patadas en la cabeza y en las costillas y una baba en la frente.

Aturdido alcancé a ver que uno de ellos sacaba un puñal. Era bizco y, sin duda, el más feo de todos y aunque parecía resuelto a matarme, súbitamente pareció aterrarse, como si enfrentara a un enemigo invencible.
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Ellos no contaban con mi defensa... .
La primera vez me asusté un poco porque era evidente su fantasmagoría y, aunque no era intención suya espantarme, una palidez de imaginario era por principio aterradora. Durante muchos años lo vi aparecer en los rincones de la casa consolidando una apariencia que al final parecía completamente real, a tal punto satisfactoria que dejó de causarme pánico. Era poco notable y siempre hacía sus apariciones contradiciendo aquellas noches en las que todo parecía estar en orden, haciendo innegable el margen de error que da existencia al otro mundo.
Después de mucho tiempo me empezaron a gustar sus visitas. Me dijo que se llamaba Muchurrúa y tomó como suyo un cierto lugar de la casa desde el que siempre caminábamos juntos hasta el patio y conversábamos sobre asuntos de los dos mundos.

Poco a poco, Muchurrúa se convirtió en mi mejor amigo y aunque era imaginario iba conmigo a todas partes sentado muy recto en la silla de adelante de la camioneta. Llevaba siempre las ventanas abiertas y le gustaba Jimmy Hendrix. Hey Joe, esa la cantaba siempre.

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Muchurrúa apareció esa noche agrandado por la furia. Lo alcancé a ver por el ángulo sano del ojo que me habían reventado de una patada. Desarmaba con sus manotas al animal bizco que pensaba matarme. Desde atrás, los otros cuatro pandilleros luchaban consternados contra una fuerza invisible. Le lanzaban puñetazos, insultos y mordiscos. El puñal cayó al suelo y El Cariñosito se me adelantó cuando traté de recogerlo. Lanzó un embate al aire que alcanzó a Muchurrúa por la ingle pero yo estaba tranquilo con la seguridad de que nadie podría matar a un personaje ficticio. Muchurrúa tapó con el índice el lugar de la herida y ¡tenga!, el cariñosito le ensartó otra en el cuello. Y ¡Tenga! Otra vez en el cuello.

Mi tranquilidad se hizo trizas cuando noté que mientras Muchurrúa se desvanecía, un hilo de sangre le corría desde la boca, pecho abajo. Le agarré la cabeza y lo sentí tan lejano que ya ni imaginario era. Parecía tan irreal que su presencia habría resultado absurda incluso en un sueño. Estaba muerto... Muchurrúa, a pesar de ser imaginario, estaba muerto. Estaba muerto. Muerto. Mi gran amigo imaginario.

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Lloré, pero no por el desenlace de esta historia ya que su conclusión es acaso más infame:

si Muchurrúa está muerto de verdad, yo estoy, por obligación, vivo de mentiras.