Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 31 de octubre de 2011

Cavall

Sancho camina por el prado y tiene algunos sitios preferidos para echarse. Últimamente ladra mucho, sobre todo por la noche, en lo que parece una comunicación sentida con el perro del frente y a veces con el de Doña Amparo que ladra más grave y pausado desde la esquina. Tiene un enemigo que se llama Negro. Siempre que lo ve empieza a saltar y a morder. Corre rabioso por las fronteras de lo que él más o menos conoce como su territorio y se me acerca tosiendo y jadeando, con una inquietud que solo logro calmar a veces con un pedazo de salchichón. - Es una persona, pienso.

Cuando llegó tenía 29.000 glóbulos blancos, una cifra descomunal para un perro. Tosía mucho más que ahora y miraba la comida con indiferencia. Las patas traseras estaban entregadas por completo al trabajo de arrancarse las garrapatas cuyo tamaño, en muchos casos, sobrepasaba el de la uña de mi dedo pulgar. Se las arranqué todas. Él se sentaba dócilmente entre mis piernas y yo le iba arrancando, uno por uno, los insectos diabólicos cuyas crías sonaban como aceite caliente cuando las quemaba con el encendedor. Su infección parecía fatal y aparentemente había llegado a la sangre por intermedio de la multitud de insectos agolpados en sus coyunturas, pero supuse que con medicamentos fuertes y algo de cuidado se iba a recuperar hasta ganar la fuerza suficiente para arrastrarme con el cuello cuando saliéramos a caminar.

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A tres kilómetros de mi casa empezaron la construcción de Cavall, una especie de complejo habitacional anunciado en las vallas con el slogan horse lifestyle. Da la impresión de ser una idea suntuosa concebida en la mente de un arquitecto vestido con zapatos de cuero blanco, que mira el mar desde un balcón en los cayos de Florida.

Cada trescientos metros hay un aviso metálico que anuncia la ruta con flechas y una distancia que decrece como si en efecto, al llegar, uno se fuera a encontrar con un tesoro. Cavall a 3 kilómetros, Cavall a 2. 7 kilómetros, Cavall a la derecha. Ahora son frecuentes por la carretera destapada los BMW con placas de Bogotá y las camionetas Porsche conducidas por señores canosos de gafas oscuras que mantienen su compostura presidencial, en la incomodidad de unos baches que es delegada por completo a la suspensión perfecta de sus carros alemanes.

El sábado, Sancho y yo salimos a caminar por esa ruta que parece conducir a la perfección. Don Jaime Giraldo, simulando ignorancia, ya se ha negado tres veces a venderle su tierra al consorcio cubano - americano que construye casas de dos mil metros cuadrados para aficionados a los caballos alrededor del mundo. Él sabe de negocios lo que ha aprendido en las ferias de ganado de La Ceja, Rionegro y El Carmen de Viboral. - Nada vale más que lo que uno no quiere vender, me dijo un día que lo recogí en la carretera. - Ellos mismos nos están valorizando lo que después nos van a querer comprar y no les vamos a querer vender.

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Sancho movía las orejas confundido por la voz chillona, pero segura de Don Jaime Giraldo, que se despedía perdiéndose en el horizonte cotidiano del Alto del Perro. Llegamos a un lago, creo que unos patos estaban nadando. Creo que había unas nubes y algo de lluvia. Creo que yo estaba en pantaloneta y estaba contento. En algún momento todo me pareció confuso. Como si el calendario, los términos y la noción de cumpleaños hubieran perdido sentido en la mente de un loco. Miré a Sancho, que estaba vivo y él me miró, como si no supiera muy bien lo que era estar vivo, pero me lamió y eso lo mantuvo tranquilo.

jueves, 20 de octubre de 2011

El cubo


El fin de semana me rompí la cabeza con una tabla. Un rato después, cuando almorzaba, vi que me salía sangre. No era mucha y provenía de una herida superficial, de un rasguño. No salía la sangre espesa de las heridas graves sino un agua roja sin consistencia como un refresco instantáneo. No fue un acontecimiento, ni uno de esos accidentes peligrosos que son objeto de grandes historias, pero fue un momento con su mérito: “la primera vez que me salía sangre de la cabeza”. Unas horas antes, mi primito José había encontrado un cubo rubik en la biblioteca y me pidió que se lo regalara. Me dijo que seguro se iba a demorar muchos años armándolo, incluso después de ver los videos en youtube de niños de su misma edad que lo armaban en 7.8 segundos.

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No sé si la vida sea algo bueno o malo. No me dan ganas de morirme, pero no sé si escogería volver a nacer si tuviera la opción. Me gusta estar aquí, organizando la ropa para el día siguiente, comprando la crema de dientes cuando se acaba, esperando a que me paguen la quincena y tratando de ajustar mis ingresos a mis gastos. Es como armar un cubo rubik, cada uno su propio cubo rubik, mientras es de noche y nos vamos a acostar. Al otro día todos madrugamos otra vez, nos bañamos y nos vestimos para seguir intentando armar el cubo rubik, y a veces alguien lo arma y todos los demás lo miramos y decimos “ese armó el cubo”; y el que armó el cubo sale en revistas y se nota satisfecho porque al fin y al cabo logró lo que todos intentábamos.

Yo lo intento todos los días en una oficina. Y mientras lo armo veo destellos de algo fundamental.