Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 27 de septiembre de 2017

¿Dónde estamos?



El zoológico de Pereira

Cuando empezaba Naturalia mi papá me llamaba para que lo viéramos juntos. Apostábamos a que la gacela se salvaba o a que el león se la comía, veíamos la concurrencia de cientos de especies en busca de agua en el río Zambeze, los grupos de elefantes llorando a sus muertos, los tigres, los cocodrilos, los búfalos y la extraña naturaleza del mundo submarino explorada por Jacques Cousteau.

A sus 17 años mi papá decidió retomar la escuela. Había estudiado hasta cuarto de primaria pero la finca, el trapiche y la idea de que los hombres eran más para las herramientas que para los libros lo enviaron de regreso durante casi una década a las labores del campo. A sus 17 años, también, se puso los primeros zapatos. Eran unas botas Grulla que solo usaba para jugar fútbol mientras imitaba a las estrellas del Deportivo Cali de la década del 60. Tras insistir y soportar la vergüenza de compartir su salón de clases con niños de 10 años, siendo casi un adulto, decidió enfocar sus esfuerzos en aprender matemáticas, en aplicar sus conocimientos de biología a la agricultura y en esas locas ilusiones que en palabras de su admirado Olimpo Cárdenas lo sacarían de su pueblo, lo harían abandonar su casa para ver la capital.

Pocas cosas recuerdo haber anhelado tanto como visitar el zoológico de Pereira. Santiago, el amigo con el que caminaba hasta la casa, había estado de vacaciones en Disney. En esa época yo no sabía dónde quedaban Disney ni Pereira pero mi papá, viendo mi entusiasmo por los tigres y los elefantes, me había prometido ir al zoológico de Pereira en las siguientes vacaciones. Él mismo, tal vez, tenía entre sus anhelos una visita al zoológico. De su infancia recordaba la recolección de algodón entre Obando y Zarzal, los emotivos partidos del Deportivo Cali transmitidos por radio en un bus intermunicipal, la venta de zapallos en el parque del pueblo, los trapiches, el sudor.

Recuerdo que estuvimos mucho rato mirando el tigre. Yo ya había dejado de mirarlo, miré a mi papá y todavía iba y volvía con la mirada mientras el tigre se desplazaba dentro de la jaula. Detrás de nosotros pasaban personas ofreciendo algodones de azúcar y fotos para el recuerdo con una llama, con un loro. Mi papá y yo seguíamos mirando el tigre. Si tuviera que representar mi vida en diez imágenes mentales, el tigre que vi ese día con mi papá sobresaldría en la mitad con un color vistoso, como uno de los fundamentos de mi paso por el mundo.

El nacimiento de un hijo hace que afloren muchos instintos. La protección, el impulso de proveer alimento y seguridad, un incipiente interés por ordenar las finanzas y por permitir que finalmente la prudencia prevalezca sobre el riesgo. Sin embargo, también surge un interés más elaborado, menos biológico, abarcado posiblemente en esa cierta filosofía que adquirimos en la evolución, en el miedo del simio a la inmensidad, al vacío: la búsqueda de la felicidad para otro que no es uno.

Desde que sé que va a nacer mi hijo, abro el navegador y reviso planes de safaris en el sur de África. He visto en Botswana , en Zambia y algunos en Sudáfrica. Allí no veremos tigres. Tal vez en su vida adulta recuerde un elefante, un cocodrilo o un leopardo. Tal vez solo recuerde el viaje y esas sutilezas que, en últimas, son las que hacen que 30 años después siga recordando ese domingo en Pereira.