Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 29 de octubre de 2019

Mi papá murió hace veintidós años en un accidente de tránsito en Manizales, en una época y en un contexto personal en los que morir de esa manera constituían casi un premio de la vida. Muchas veces imaginé que lo paraba la guerrilla entre Riosucio y Manizales, que no encontraba las palabras para defender la transparencia de su vida, que lo bajaban del carro, se lo llevaban y no lo volvíamos a ver nunca más.

Lidió y lidiamos con eso por muchos años. Todas las semanas iba a San Lorenzo, a Quinchía, a Marmato, a Bonafont, lugares plagados de FARC y EPL. Muchas veces lo acompañé. Muchas veces pensé que era su compañía preferida, muchas veces me puso el brazo por encima mientras caminábamos por la zona roja, sumidos en esa intrascendencia que es como una vacuna contra el miedo y la desesperación. La gente lo saludaba con cariño, con emoción. 

Después volvíamos al carro de la empresa, ponía sus casetes de Olimpo Cárdenas y nos metíamos a la carretera en silencio. Algo había en su atmósfera personal como de asceta, como de niño. Una sencillez que asustaba, una especie de aburrimiento, de nostalgia, una mirada como de ballena. 

Sobre todo había un olor como a afeitada, como a limpieza, como a ropa planchada, pero otra vez: como a niño. O como a ángel sería. 

A veces, cuando la vida se pone como una zona roja, siento constante su brazo. Pesado y campesino, fuerte. Me dice que tranquilo, que con suerte el día pasará.