Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 15 de junio de 2016

El preso de Vallenar

La asistencia consular incluye visitas a los colombianos detenidos en las cárceles de esta jurisdicción. A esta jurisdicción pertenecen las regiones de Arica y Parinacota, Tarapacá, Antofagasta y Atacama; regiones superpuestas de norte a sur en el territorio de este largo y estrecho país.

El sábado, en la cárcel de Copiapó entrevistamos a 16 presos colombianos. La mayoría de ellos están imputados o condenados por narcotráfico, unos pocos por hurto y uno más por femicidio.

Después, a 712 kilómetros, en Vallenar, un pueblo triste en la mitad del desierto, atendimos a un colombiano. Cuando nos vio nos abrazó y dijo que hacía varios años que no veía a un colombiano. Lleva 20 años en la cárcel y estaba visiblemente loco.


miércoles, 8 de junio de 2016

El monstruo

Una vez muerto mi papá desarrollé una especie de monstruosidad. Desde pequeño noté que los otros huérfanos del salón habían desarrollado una capa que los convertía en objetivos invisibles para Mauricio Ríos, Parrita y Cerebro.  Aunque se trataba de una pandilla de bestias dispuestas a acabar a golpes con cualquier criatura que se les cruzara, los intimidaba el hecho de encontrarse frente a alguien que había estado expuesto a un sufrimiento desconocido para ellos.  Un monstruo. Un muchacho sin papá.

Los días empezaron a transcurrir en una especie de cámara lenta que casi me permitía escuchar la radiación cósmica de fondo.

En este momento soy vicecónsul de Colombia en Antofagasta. Una porción de ciudad en el desolado norte de Chile. Un largo despliegue de construcciones surgidas alrededor de la minería y desde las que solo se puede ver mar y desierto en todas las direcciones. A veces camino sintiendo esa brisa que se empieza hacer tan fría al sur del Pacífico y recuerdo momentos muy lejanos de mi infancia. A Jero, ese niño silencioso que fue mi primer amigo y uno de los últimos. Recuerdo a su familia, los platos de lentejas con tajadas que me daban de merienda cuando iba a jugar por las tardes, las codornices en el patio y todos sus hermanos estudiando matemáticas en el comedor. A mi abuela, a su caballo negro. Recuerdo cosas aún más viejas: un letrero de Bienestar Familiar, una reja, un patio y una cocinera. Pienso en cosas que ni siquiera recuerdo: los relatos de mi mamá sobre mi infancia. La imagen de mi papá comprándome calzoncillos en la galería de Manizales. Pienso en la Navidad y en esos regalos que eran más afecto que regalo. Un carrito de madera, un reloj, un pequeño radio de pilas.

Aún ahora, diecinueve años después de esa tarde horrorosa, pienso en todas las cosas que tuvo que hacer el destino para poner a mi papá, ese miércoles por la tarde, en la inclinación de la calle 36. Valiéndose del azar, ese sicario gradual que nos pasea durante años por la fecha de nuestra muerte, lo sacó de su niñez de campesino, le inyectó el interés por la escuela, por el colegio, por la vida de ciudad; y así, mientras sus hermanos seguían en el campo, cultivando la yuca, lejos de la posibilidad de un accidente de tránsito, él vivía, sin saberlo, la secuencia de momentos que inexorablemente lo iban a llevar a su final.

A mis treinta y tres años, siento que persiste una parte del monstruo en el que me convirtió la muerte de mi papá. Me resisto a pensar que la muerte de alguien a quien uno estuvo tan ligado, no lo cambie de manera definitiva. Consideraría una deslealtad con mi papá el hecho de volver de manera permanente a la normalidad. No pensar en él, no ver en mí mismo su soledad cósmica, su alegría de los domingos, el rastro genético de alguna inquietud. Me sentiría un traidor si no pensara en él cada vez que me emborracho, cada vez que el mismo destino que lo arrastró a él al fin, me arrastra a mí a diversos eslabones de la tristeza o de la alegría. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Don Fernando

Antofagasta es un pedazo largo de desierto en el extremo norte de Chile. Una ciudad donde el ingreso percápita anual supera ampliamente el promedio chileno y triplica el de Colombia. De noche, parece una lucha entre las luces de las casas, en la ladera, y las de los barcos, en el mar. De día, al occidente, muy pegada del Pacífico, se ve una porción pequeña de ciudad donde hay bares con terrazas, pizzerías, restaurantes de mediana calidad, gente disfrutando mientras se toma una cerveza y gente que intenta, a los trancazos o por las buenas, ganarse la vida.

Lo otro, lo grande, lo que ya no es ciudad sino una especie de submundo, son los campamentos. Pedazos de cartón y madera con nombre de barrio: "América Unida", "Antofagasta Futura", extensas urbanizaciones conectadas a pedazos de cable pirata, del que dependen la luz y el entretenimiento de miles de chilenos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos y colombianos.

Otros colombianos vivimos en la ciudad y llegamos, de una u otra forma, buscando fortuna. Fortuna en su sentido más puro, porque la fortuna no siempre es buena. Fortuna es la repartición caprichosa de los bienes y los males, la distribución del azar entre todos, la asignación desigual de alegrías y tragedias. Entre los que llegamos en busca de esa asignación estamos don Fernando y yo. Vino al Consulado por los antecedentes judiciales y le pregunté cuánto llevaba aquí. "Llegué ayer", me dijo. "La idea es trabajar dos años bien trabajados, mientras el hijo mío termina la universidad en Bogotá". "Fue que tenía un negocio, me quebré y me tocó venirme a ver qué me resulta en las minas".

Don Fernando no tiene experiencia en minería. Me lo imagino de cabezas en ese desierto inhóspito, enterrado 3, 8 o 15 metros, embarrado hasta la chimba, buscando cobre con una pica para que el hijo pueda seguir estudiando en Bogotá. No sabe uno si es que la fortuna se ensaña con algunos y se dedica a mimar a otros, o si es que la vida es una ficción, y como todas las ficciones, tiene su cuota de espanto.

miércoles, 6 de abril de 2016

¿Dónde estamos?

Antofagasta


He pasado mucho tiempo viendo fotos de Antofagasta en el computador. Las casas, el paisaje desértico, el mar, el centro comercial, el mercado, el barrio exclusivo, la universidad. También he buscado las distancias entre Antofagasta y las ciudades más cercanas, el estado de las carreteras, el clima, los precios de los carros y de la gasolina, la población.

Como queda al norte de Chile, justo donde comienza el Trópico de Capricornio, las estaciones son suaves y según un conocido de Manizales que trabaja en una mina en el desierto de Atacama, en verano la temperatura es como la de Pereira y en invierno es como la de Bogotá.

Durante varios días he estado pensando qué llevar. Primero pensé, en un arrebato romántico, que llevaría la ropa, los libros y algunas cosas (como platos del Carmen de Viboral y de La Chamba), que me recordaran a Colombia. Después noté que sería engorroso y caro llevar tantos libros y que a Colombia podría recordarla cuando quisiera sin necesidad de ver platos del Carmen de Viboral. Sé que no se espera de un emigrante que emule a su país de origen en el país de destino. Crear una réplica de las calles, de las fondas y de las esquinas, poner fotos de Cartagena y del Nevado del Ruiz y llevarse consigo las costumbres, el acento y las recetas. Se espera más de un emigrante que se adapte, que conozca el mundo y que suprima los presuntos prejuicios que crea el hecho inocente de nunca viajar.

Sin embargo, algo me tiene atado para siempre a un montón de montañas alrededor de las cuales crecí. A esa vía que baja de Anserma a La Virginia. A la carretera entre Riosucio y Jardín. A la recta del Páramo de Letras, al Rancherito del Alto de Minas, a la tienda de La Pintada donde venden tortas de pescado, a las tiendas de Manizales y de Chapinero y a la fonda La Lucha en Rionegro.

Recuerdo cuando anochecía en la finca y la abuela nos reunía en la cocina a hablar, a comer buñuelos y, eventualmente, a rezar el Rosario. Es algo de lo que no puedo escapar. En palabras de Paul Bowles "Cierta tarde de tu infancia, una tarde que forma una parte tan entrañable de tu ser que ni siquiera puedes imaginar la vida sin ella".

Finalmente empaqué la ropa y enrollé en las camisetas algunas cosas que quisiera tener alrededor si algún día todo se complica. O si no se complica.


viernes, 4 de marzo de 2016

La rueda

Poco a poco me convertí en adulto. A los 13 años uno se está afeitando el primer bigote y cuando menos piensa tiene 28 y está revisando su lista de contactos en el celular. Pasa por las tías, los amigos, los hermanos y vuelve a empezar. Al final, uno se llena de valor y marca un número. Duda. Piensa si decirlo o no, y al final lo dice. ¿Será que me podrías prestar 500.000 hasta fin de mes?

Es difícil no pensar en la rueda de la fortuna. Recuerdo cuando me quedaba sin plata en el casino y me tocaba caminar hasta la casa semirural donde vivía con mi mamá. O cuando me visitaba mi hermana y teníamos que compartir un pollo durante el fin de semana. Ha habido, también, buenos momentos. Muchos, una cantidad. Por eso es una rueda, un ciclo que con un ritmo caprichoso nos sube, nos deja un rato arriba y de pronto nos manda a la mitad. Después nos tira abajo, nos vuelve a subir y nos hace recordar cómo era abajo.

Cuando estoy arriba me siento tranquilo, me voy de compras, pago los almuerzos cuando salgo a almorzar con mi familia, le doy propina al peluquero, panes a los mendigos y siento que vivo en un mundo sin límites. No puedo negar que a veces cuando estoy abajo también me siento tranquilo. 

Ahora estoy como en la mitad pero siento que alguien le está dando manivela para subirme. ¿Dios? ¿El azar? ¿El destino caprichoso? 

miércoles, 24 de febrero de 2016

¿Con quiénes estamos?

Sergio

Hace como veinte días estaba desayunando en una cafetería al lado de mi casa cuando por el ventanal se asomó un mendigo que señalaba la comida. Me impresionó que ya casi no parecía humano, me entristeció verme enfrentado a un cuerpo sin ánima. O a un ánima con un cuerpo precario, sucio, irrespetado. Ni un animal callejero termina como termina un humano callejero. ¿Qué tenemos? ¿Qué es lo que desarrollamos que nos hace terminar así? No es la droga, no son la suciedad y la intemperie sino algo que, sumado a todo esto, nos deteriora hasta la deshumanización total. ¿La razón? ¿La mente?

Por ejemplo, es poco común pensar que un mendigo tenga nombre. Uno les dice "Bertoni", "Toreto" o "Bimbo", pero le parecería extraño pensar que se llamen Sergio, Juan Sebastián o Andrés Felipe. Y más que extrañeza, lo que nos causa es miedo. Miedo de que tengan un nombre. Miedo de ser uno de esos Andrés Felipes que caen en desgracia, abandonan todo, lo reemplazan por el bazuco y el pegante, la calle, los perros y la fuga total de la realidad. 

No sé qué tan cerca estuve de emprender una fuga así. Cuando estaba más joven lo vi como una posibilidad lejana, muy lejana, algo como un espejismo. Una de esas alternativas que se guardan como el secreto de un crimen que uno quiso cometer fervientemente y que siempre supo que no iba a cometer. 

Cuando salí lo saludé y le pregunté cómo se llamaba. Creo que casi no se acordaba del nombre. Tal vez hacía muchos años que no lo decía. Al final me lo dijo y se fue caminando con una bolsa de papel. Yo miré unos zapatos finos que había comprado el día anterior y pensé en cómo uno termina siendo una sola cosa, de todas las que pudo ser. 

viernes, 5 de febrero de 2016

La cara de mi papá

Hoy me bajé del Transmilenio y mientras caminaba desde la estación hasta el trabajo, recordé que a los 14 años me ponía las camisas de mi papá y que él a veces se ponía las mías los fines de semana. También me echaba su loción Van Cleef & Arpels que venía en un frasco negro y que me daba la sensación de estarme convirtiendo en un hombre sofisticado. Sofisticado, pero no tan sofisticado como para perder esa indiferencia propia de lo que, hasta entonces, consideraba que era ser un hombre. Una indiferencia que es lo que finalmente nos da - o debería darnos- ese tono serio, esa expresión permanente que impide que los demás se acerquen sin que se los permitamos. 

También usaba su espuma y su cuchilla de afeitar. Una Prestobarba azul, sencilla y apropiada para mis fines. En el baño había cuchillas nuevas pero a mí me gustaba usar la suya porque sentía que me estaba convirtiendo en él. En esa especie de logro de la masculinidad al que solo podría llegarse tras años de reflexión y conocimiento de sí mismo. En ese hombre a tal punto sereno, que parecía contener una indiferencia casi total hacia la porción de la vida que está conformada por minucias y detalles; hacia la política, la filosofía y la complejidad del arte.

Esta mañana mientras caminaba de la estación de Transmilenio a mi oficina se me ocurrió que todos los días intento ser como mi papá. Serio, con esa cierta indiferencia, con esa humanidad auténtica y con esa carencia de estilo que es en sí misma un estilo. El problema es que mis debates morales  no tienen la complejidad que seguramente tuvieron los suyos, pero intento algún día llegar a una conclusión que me transforme la cara y que la convierta, definitivamente, en la cara de él.

martes, 12 de enero de 2016

1922

El tío Zabulón tiene la cabeza plana por detrás. No es una exageración; es plana como un yunque por debajo. Camina con un zurriago, la camisa abierta y un viejo sombrero de paja que se le ve nuevo de lo viejo que se ve él. El próximo miércoles cumple 94 años. Le faltan 6 para ese siglo por el que seguramente pasará impávido porque en alguien como él la idea de la muerte parece inconcebible. Hace todo tan despacio, su ritmo personal es tan diferente al ritmo del resto de las cosas, que la muerte debe pasar una y otra vez pensando que ya se lo llevó.

Al frente de la casa donde vive hay un árbol de mandarinas. Más abajo hay un pastor alemán furioso.

Solo un día entré a su casa. Estábamos tomando en una cantina y no me acuerdo si se nos acabó la plata o las ganas de estar en la cantina. Me dijo que fuéramos que en la casa tenía más aguardiente. Hay una imagen de Santa Lucía, que no tiene razón para estar ahí porque el tío Zabulón tiene una vista perfecta y que yo sepa nunca le ha peligrado un ojo. También hay fotos de muchas mujeres, un equipo de sonido y polvo. Una gran cantidad de polvo.

A veces pienso en él. No porque lo extrañe, lo quiera o lo compadezca. Es más porque me intriga saber si tiene para el aguardiente. Además vive solo. Tiene casi un siglo y vive solo.