Una vez muerto mi papá desarrollé una
especie de monstruosidad. Desde pequeño noté que los otros huérfanos del salón habían
desarrollado una capa que los convertía en objetivos invisibles para Mauricio
Ríos, Parrita y Cerebro. Aunque se trataba
de una pandilla de bestias dispuestas a acabar a golpes con cualquier criatura
que se les cruzara, los intimidaba el hecho de encontrarse frente a alguien que
había estado expuesto a un sufrimiento desconocido para ellos. Un monstruo. Un muchacho sin papá.
Los días empezaron a transcurrir en una
especie de cámara lenta que casi me permitía escuchar la radiación cósmica de
fondo.
En este momento soy vicecónsul de Colombia en
Antofagasta. Una porción de ciudad en el desolado norte de Chile. Un largo
despliegue de construcciones surgidas alrededor de la minería y desde las que
solo se puede ver mar y desierto en todas las direcciones. A veces camino
sintiendo esa brisa que se empieza hacer tan fría al sur del Pacífico y recuerdo
momentos muy lejanos de mi infancia. A Jero, ese niño silencioso que fue mi primer
amigo y uno de los últimos. Recuerdo a su familia, los platos de lentejas con
tajadas que me daban de merienda cuando iba a jugar por las tardes, las
codornices en el patio y todos sus hermanos estudiando matemáticas en el
comedor. A mi abuela, a su caballo negro. Recuerdo cosas aún más viejas: un
letrero de Bienestar Familiar, una reja, un patio y una cocinera. Pienso en
cosas que ni siquiera recuerdo: los relatos de mi mamá sobre mi infancia. La
imagen de mi papá comprándome calzoncillos en la galería de Manizales. Pienso
en la Navidad y en esos regalos que eran más afecto que regalo. Un carrito de
madera, un reloj, un pequeño radio de pilas.
Aún ahora, diecinueve años después de
esa tarde horrorosa, pienso en todas las cosas que tuvo que hacer el destino
para poner a mi papá, ese miércoles por la tarde, en la inclinación de la calle
36. Valiéndose del azar, ese sicario gradual que nos pasea durante años por la
fecha de nuestra muerte, lo sacó de su niñez de campesino, le inyectó el
interés por la escuela, por el colegio, por la vida de ciudad; y así, mientras
sus hermanos seguían en el campo, cultivando la yuca, lejos de la posibilidad
de un accidente de tránsito, él vivía, sin saberlo, la secuencia de momentos que
inexorablemente lo iban a llevar a su final.
A mis treinta y tres años, siento que
persiste una parte del monstruo en el que me convirtió la muerte de mi papá. Me
resisto a pensar que la muerte de alguien a quien uno estuvo tan ligado, no lo
cambie de manera definitiva. Consideraría una deslealtad con mi papá el hecho
de volver de manera permanente a la normalidad. No pensar en él, no ver en mí
mismo su soledad cósmica, su alegría de los domingos, el rastro genético de
alguna inquietud. Me sentiría un traidor si no pensara en él cada vez que me
emborracho, cada vez que el mismo destino que lo arrastró a él al fin, me
arrastra a mí a diversos eslabones de la tristeza o de la alegría.
2 comentarios:
¡Qué bonito!
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