Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





viernes, 24 de octubre de 2014

El minuto de Dios


A veces parece que uno estuviera viviendo de forma inútil, sin fondo, sin causa. Que las actividades que conforman la vida no tuvieran relación con nada medianamente profundo. Que lo que uno hace todos los días no tuviera sentido. Y, sin embargo, la vida sí parece tenerlo. Tanto que uno no renuncia a ella y sigue viviendo con un entusiasmo casi ininterrumpido. Es porque todas esas cosas sin sentido se juntan y terminan por conformar un argumento sólido. Una especie de historia bien planteada que no permite que se pierda la expectativa. Cada hora inocua, cada paso torpe, cada tarde frente al computador, son la radiación artística de fondo de un argumento central, oscuro y, sin embargo, concreto: la vida.

martes, 30 de septiembre de 2014

¿Dónde estamos?

Alfonso Reyes, en el prólogo de  El hombre que fue Jueves, advierte sobre un peligro que enfrentamos diariamente: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar de su esencia

Mantener las costumbres puede, entonces, requerir un esfuerzo más grande que cambiarlas. Porque la gente quiere cambiar a toda costa. El himno, el escudo nacional, los hábitos, el celular. Y en ese ánimo atropellado de cambio, la gente, por ejemplo, se tatúa. Y claro, los entiendo: un tatuaje es un símbolo de algo. De que no soy como mi papá que no se tatuaba. De que no soy como mi abuelo. De que soy algo nuevo. Y así pasa con todo. Y al final, los domingos por la tarde estamos fríos, nerviosos, como animalitos esperando a que caiga la noche y aparezcan, entre las ramas, los depredadores.

Recuerdo a Harry Haller en El lobo estepario diciendo que le gustaban las escaleras que conducían a la habitación que había tomado en alquiler. Un hombre que se pudría moralmente, atormentado por sus debates internos, alababa el olor a jabón y a trementina, la limpieza y el cuidado de las plantas. Pero más que nada, lo emocionaba el contraste del caos interno, de la debacle existencial, con el rigor higiénico exterior.

Quiero llenar de valor mis hábitos. No es tan malo estar limpio, bien motilado, respetar a la mamá, saludar en la calle, madrugar, vivir con una mujer que todavía parezca una mujer; pero sobre todo ¿Qué es lo que tiene de bueno lo contrario?

Si progresar es motilarse distinto, bañarse menos y extender los límites del arte hasta la barbaridad de unas latas superpuestas, me quedo en mi refugio mental conservador y plano, donde no tengo que exhibir un buen gusto reinventado cada seis meses que denote la afinidad de mi espíritu con la de millones de muchachos iguales todos, rebeldes todos, alrededor del mundo. Me quedo en mi madriguera ideológica donde la mamá se respeta, la ropa se lava, la esposa está buena y los hombres se defienden de los ladrones.

El progreso apaga la pasión. Nos obliga a convivir, a aguantar. Y yo, yo soy un conservador. Y prefiero ser despedido en medio de las conjeturas sobre el más allá, con luto y rezos de fondo, que en medio de esa frialdad escéptica de las ciudades y de los citadinos. Prefiero la costumbre parroquiana de velar a los muertos toda la noche, de homenajearlos con flores y despedirlos con oraciones en latín, que la certeza de la muerte eterna certificada por un médico rural. Un niño seguro de que solo somos carne de la que debemos deshacernos rápidamente una vez nos apaguemos.



viernes, 12 de septiembre de 2014

Nueve años de soledad

Estábamos por ahí después de hacernos embolar los zapatos en el parque, cuando vimos su figura inconfundible de morrocoy prehistórico a quien el hecho de tener todos los órganos destrozados no le impide caminar. Tampoco le impide seguirlos destrozando de forma esporádica en cantinas que escoge con meticulosidad según la moda, o la música que su oído, ya sin acústica, le permite escuchar desde el andén.

Nunca pensé que a sus 93 años al tío Zabulón todavía le gustara ir donde las putas. En todo caso, fue muy sutil para llevarnos hasta el fondo del grill, acomodarnos rigurosamente contra la pared (como en los tiempos de la violencia) y hacernos ordenar la primera botella de aguardiente, mientras le susurraba algo en la oreja a una negra de Buenaventura con su eterno aliento de guarapo trasnochado.

-¿Usted es de África?, alcancé a oír que le decía.

En la inocencia de las 11 de la mañana, el tío Herman y yo lo habíamos invitado a una cerveza. No nos pareció una imprudencia dejar que un anciano de 93 años escogiera el lugar. Ni que al final descartara la cerveza y se inclinara por lo que ha tomado toda la vida. Se negó a entrar a los primeros tres estanquillos que sugerimos y al final señaló con la boca la esquina pintada de rojo y amarillo desde la que salía el coro de Nueve años de soledad, de Darío Gómez. Una vez sentados, después de una pausa de varios minutos, en la que subió las cejas una y otra vez como diciendo vea dónde los traje, nos explicó con la seriedad que ameritaba el momento: -Aquí es bueno, porque las muchachas son desenvueltas. 

- ¿El trabajo es un hábito o un vicio? Nos había preguntado después de los primeros tres o cuatro aguardientes. También les preguntó a los que pasaban por ahí sin entender muy bien la situación. Algunos contestaron después de pensar un poco. Otros, lo primero que se les ocurrió. Otros lo ignoraron. Era un buen momento, un momento familiar. Un momento filosófico. Tres animaluchos destinados a morir. El tío Zabulón nos hacía sentir como iguales. Nos habló de algunas mujeres de su vida, compartimos las copas. Le tocó las tetas a la negra, nos dio toda su confianza.

No nos impuso su sabiduría, ni nos repletó de consejos de viejo. Y él es muy viejo porque una persona como él solo puede acumular algo: tiempo. Su concepción del tiempo le impide despedirse. Para él solo hay un principio y un fin. Después de la última botella nos llevó a su casa. En la casa solo había polvo, la Virgen y un equipo Sony que parecía primo de unos tenis Nike de basketbolista. Nos preguntó si sabíamos hacerlo funcionar. Nos pasó un CD de Los Relicarios para ensayarlo. Llegó un pastor alemán y el Tío Zabulón se agachó para quedar a la altura de su hocico. Le habló un rato. El perro pareció entenderlo todo. No alcancé a oír lo que le decía, pero al parecer era algo importante. O algo muy importante.

La última vez que lo vieron se despidió. Cuando vuelva a Riosucio ya no van a estar él, ni la abuela. Voy a volver a la esquina pintada de rojo y amarillo y me voy a sentar como una especie de Sócrates borracho y rodeado de putas. Me voy a sentir solo en el mundo, como Darío Gómez antes de ser famoso, en sus peores momentos.  Como si alguien me hubiera soplado el alma después de comerse un halls.

lunes, 8 de septiembre de 2014

¿Dónde estamos?

Hay algo que todos sabemos pero que no deja de ser sorprendente cada vez que uno lo piensa: el hombre es muy nuevo. El hombre, como es ahora, como se relaciona, vive y subsiste es una criatura completamente nueva. Un mico que evolucionó aceleradamente. Un primate que se paró en dos patas para poder llevar cosas en la mano y al que todavía le duele la espalda por la posición vertical a la que intenta acostumbrarse sin mucho éxito.

 Hace 50.000 años, el homo erectus, uno de esos eslabones intermedios entre el simio y el humano, apenas estaba empezando a poblar Eurasia entre aullidos y golpes y, 43.000 años después, hombres de verdad, como los de ahora, estaban estableciendo entre el Tigris y el Eúfrates las primeras sociedades complejas, con escritura, rueda, cabras, caballos, vacas y marranos domésticos.

Muchas cosas que ahora son cotidianas, como la crema dental, el champú, el televisor, las carreteras y los carros no existían (o su uso no se había popularizado)  dos o tres generaciones atrás.  Pero más allá de las cosas, lo que sorprende de la evolución es la transformación de los hábitos. El hábito de fumar, por ejemplo, pasó de ser un símbolo de elegancia, a una costumbre considerada casi por unanimidad detestable. Y todo en un tiempo muy corto; ¿10, 20, 30 años?. Como este, muchos otros hábitos han sufrido procesos similares: primero son aceptados, después cuestionados, criticados, aborrecidos y finalmente, incluso, penalizados. 

O al revés: el abigeato, durante gran parte del siglo XX en Colombia, fue una conducta con tipo penal aparte, duramente castigado, distinguido del hurto simple, causante de gran indignación social y motor principal del aparato policial, que paulatinamente fue perdiendo importancia, dejó de ser prioritario, de estar en la mente de las autoridades, hasta dejar de ser delito y convertirse, de nuevo, en una forma de hurto sin connotaciones especiales.

Cuando empezaron a aparecer los peajes en Colombia, la gente no los pagaba. Cuando la policía, que al principio era una especie de infancia misionera armada (en un país donde todo el mundo estaba armado), empezó a hacer retenes en la carretera, la gente no se detenía. Recuerdo que en mi familia nadie tuteaba, ni siquiera a los niños, hasta 1.986 que llegó la esposa de un tío diciendo "No debes hacer eso". "Tómate la sopa" y esa, de pronto, pareció una costumbre civilizada: tutear a los niños como símbolo del proceso intelectual que nos hace mejores.

Y así hemos ido cambiando. Reemplazamos unos valores por otros que inmediatamente calificamos como "mejores". Y con el tiempo se vuelven hábito. Y con un poco más de tiempo se vuelven ley. Y así, contra todo pronóstico, los hombres terminamos arreglándonos las uñas. Nada raro que en el 2050 nos echemos colorete y nos pongamos tetas de silicona para levantar. Lo digo sin ironía. 

miércoles, 20 de agosto de 2014

Un robot

Cuando estaba pequeño me regalaron un robot y empecé a desarmarlo. Le quité las partes irreflexivamente. Las patas, los brazos, la cajita donde se le metían las pilas y, al final, la cabeza: una pantalla por donde pasaban imágenes de misiones espaciales y lugares del mundo como el Kilimanjaro, la Estatua de la Libertad y las tundras árticas.

Cuando le quité la primera pata pensé que era algo reversible. Dejé las tuercas y los tornillos en un lugar seguro que me permitiera recuperarlos cuando decidiera rearmar el juguete. Pero entonces le quité la otra pata, los brazos y la cabeza y todas las tuercas y los tornillos se revolvieron con empaques y accesorios que podían ser de cualquier parte del robot. En algún momento noté que era algo irreversible y entonces lo seguí desarmando. Desarmé cada pequeña parte, arranqué cada circuito, corté cada cable, partí las tapas de plástico y mezclé los tornillos de forma que, al final, no sabía si pertenecían a la cabeza, a las patas, a los brazos o a alguno de los circuitos o motorcitos internos. 

Lo hice irreflexivamente. Era un juguete que me gustaba mucho y lo maté. Y así actúo muchas veces en mi vida, que ahora es un reguero de tornillos que pertenecieron a cosas que ya no sé como armar otra vez.

miércoles, 6 de agosto de 2014

La guerrilla

Por cosas de la vida empecé a ver guerrilleros cuando estaba muy pequeño. Mientras nosotros caminábamos entre las dos fincas, exhalando viento frío por la nariz, luchando para sacar las botas pantaneras del barro, los veíamos caminar en fila por un borde de la montaña, callados, como scouts grandes y siniestros, armados para algo que a los 7 años estaba muy lejos de entender. 

Cuando los adultos decían "La Guerrilla", sabía que estaban hablando de algo malo. De una jerarquía intangible de seres humanos que, muy por encima de cada uno de ellos individualmente considerados, los obligaba a actuar en manada, a mansalva.  De la guerrilla se hablaba muy bajo, casi en silencio, por las noches, al calor del fogón de leña antes de empezar a rezar el rosario, mientras se prensaban los quesos. Eran un rumor. Una serie de rumores. "Que amenazaron a Pascual", que "El Félix como que se fue pa´l monte".

Poco a poco, esa sombra distante empezó a tomar consistencia. Empezaron a acercarse a la casa como depredadores tímidos. Los empezamos a ver por las noches caminando por el filo de La Zeta. Nos pidieron una gallina. Vinieron con su discurso comunista. Dándoselas de buenos. Dándoselas de justos. 

Después nos pararon en la carretera. Se llevaban a uno de nosotros un rato. Lo devolvían. Le preguntaban cosas. Aparecían detrás de la neblina con esa cara de adoctrinamiento falso. Con esa sonrisa que les producía estarse ganando un poquito más del mínimo sin hacer nada. 

Con los años se tomaron confianza. Llegaron por un bulto de papa. por dos, por tres. Por un camionado. Por un camionado y medio. Por dos camionados y otra parte en plata.

Al final nos fuimos. La casa se cayó entera sobre el fogón de leña y nosotros nos fuimos a vivir en apartamentos de 80 metros cuadrados con vista a techos de zinc, bloques de adobe y árboles sembrados para disimular el dramatismo de la ciudad. Edificios donde la cortesía es reemplazada por una trama de pequeñas reglas que garantizan a medias el más odioso de los conceptos urbanos: la convivencia. 

Con el tiempo hemos buscado lugares más amables. Una pequeña imitación de la finca en la ciudad, un poco de aire, algo que nos recuerde cómo era la vida cuando la libertad estaba garantizada por la vista de un terreno interminable. 

En la maestría tienen otra visión de las cosas. Un bobito que creció en Francia desayunando cereal nos dice que somos un poquito bárbaros. Que les debemos la libertad y la fraternidad. Que reflexionemos. Que seamos racionales y benévolos así como ellos han sido con los argelinos, esas bestias a las que casi exterminan y a las que ahora hasta dejan jugar en su selección nacional.  

Sabe de la guerrilla lo que ha leído en los libros. Me gusta oírlo desde el fondo del salón. Verle esa pintica de Mick Jagger. La seguridad con que dice las cosas. La forma como nos trama hablando de Fernando VII. Su risita cuando dice "No todo es poder volver a la finca". 


lunes, 7 de julio de 2014

Flor de un día

Lo último fue el Tío Aníbal sentado con nosotros en el comedor, nervioso por la tristeza, contando las historias de Toñito, un primo que en los años 50 mató a un teniente, a un sargento y a un cantinero.

Un poco antes, las lágrimas, el desconsuelo de ver la casa vacía, la habitación inerte de la abuela, los santos sin sentido en un rincón, los pasillos fantasmagóricos de la casa, las vacas que, como en los libros, entraban y se comían las cortinas, el recuento de sus últimos días, sus pertenencias huérfanas, las pipas de oxígeno, la cartuchera sintética con las utilidades diarias del almacén, el recuerdo del momento exacto de su muerte, la precisión de ese momento: vida, vida, vida, vida y después (un después muy corto): muerte.  

Antes de eso, era el sepulturero. El cemento, la espátula, las botas de caucho y al fondo la música. Y detrás de la música, Cristina, la del almacén, los primos terceros, los esposos de las tías, los amigos de los esposos de las tías, los campesinos, las señoras respetables del pueblo, la muchacha que le arreglaba las uñas, la gente que uno ha visto toda la vida.

Ese mismo día por la tarde, la misa. "Dios es verdad", "Eres mi pastor Oh Señor, nada me faltará si me llevas tú". Y la música. Y la sensación de las barras del ataúd en los dedos. Del ataúd de una persona que uno quiso tanto. Y un primo lejano e inoportuno, borracho, diciendo "primo, llevémosla al hombro", y el desgano para contestarle. Y la sensación de no estarla cargando para salvarla de algo.  

Antes la agonía. Antes de eso la enfermedad. Antes, solo un poco antes, las reformas en la casa, los días normales. Ella como una flor. Y el destino, silencioso, tejiendo una amenaza sobre su vientre. Y yo viéndola y pensando: parece una flor.

Y antes de eso, lo primero: yo todavía inconsciente de la vida y un personaje amoroso que llegó con un elefante de peluche. Y que me llevó con ella de vacaciones.



martes, 1 de abril de 2014

La suerte

Recuerdo cuando estaba en el colegio que el profesor decía que el Espíritu Santo no iba a llegar a resolvernos el examen de matemáticas. Yo pensaba que de pronto sí. 

El exceso de preparación hace que la gente desprecie la suerte. Oportunidad y preparación, se lee como equivalente de la suerte en los libros de liderazgo; pero tanto la oportunidad como la preparación requieren esfuerzo y la suerte está precisamente reservada para provocar efectos inesperados y grandiosos sin que medie una causa, sin que medie un esfuerzo. La única causa de las cosas que provoca la suerte, es esa: la suerte. 

Yo no podría decir que tengo buena suerte. No sé. Las cosas me salen bien pero a Carlos Slim le salen mejor. Lo que pasa es que dudo que Carlos Slim ponga las cosas en manos de la suerte. Yo sí. Y no me las estoy dando de valiente; al contrario. Si pongo las cosas en manos de la suerte es porque creo que si las hago yo no me salen tan bien, porque confío más en la vida (no en mi vida, sino en esa cosa que nos alberga a todos) que en mi mismo.