Lo último fue el Tío Aníbal sentado con nosotros en el comedor, nervioso por la tristeza, contando las historias de Toñito, un primo que en los años 50 mató a un teniente, a un sargento y a un cantinero.
Un poco antes, las lágrimas, el desconsuelo de ver la casa vacía, la habitación inerte de la abuela, los santos sin sentido en un rincón, los pasillos fantasmagóricos de la casa, las vacas que, como en los libros, entraban y se comían las cortinas, el recuento de sus últimos días, sus pertenencias huérfanas, las pipas de oxígeno, la cartuchera sintética con las utilidades diarias del almacén, el recuerdo del momento exacto de su muerte, la precisión de ese momento: vida, vida, vida, vida y después (un después muy corto): muerte.
Antes de eso, era el sepulturero. El cemento, la espátula, las botas de caucho y al fondo la música. Y detrás de la música, Cristina, la del almacén, los primos terceros, los esposos de las tías, los amigos de los esposos de las tías, los campesinos, las señoras respetables del pueblo, la muchacha que le arreglaba las uñas, la gente que uno ha visto toda la vida.
Ese mismo día por la tarde, la misa. "Dios es verdad", "Eres mi pastor Oh Señor, nada me faltará si me llevas tú". Y la música. Y la sensación de las barras del ataúd en los dedos. Del ataúd de una persona que uno quiso tanto. Y un primo lejano e inoportuno, borracho, diciendo "primo, llevémosla al hombro", y el desgano para contestarle. Y la sensación de no estarla cargando para salvarla de algo.
Antes la agonía. Antes de eso la enfermedad. Antes, solo un poco antes, las reformas en la casa, los días normales. Ella como una flor. Y el destino, silencioso, tejiendo una amenaza sobre su vientre. Y yo viéndola y pensando: parece una flor.
Y antes de eso, lo primero: yo todavía inconsciente de la vida y un personaje amoroso que llegó con un elefante de peluche. Y que me llevó con ella de vacaciones.
1 comentario:
Hermoso
Publicar un comentario