Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





sábado, 25 de septiembre de 2010

Una cafetería de Chinchiná

En la vitrina dan vueltas tortas fosforescentes y ponymaltas. La que nos atiende lo hace con gusto, cuidando su trabajo con pasos medidos, con palabras amables. Su discreción me hace suponer un noviciado minucioso de los modales, una instrucción sin margen de error que la llevó, como un trébol arrastrado por la corriente, a la Cafetería Montereal, con su logotipo anunciado en todas las cajas de cartón, rebosadas de crema, todas con el mensaje felicidades.

Su dotación completa de trabajo -un delantal, una libreta, un lapicero - es impecable. Lucha contra las moscas. Es una buena mujer.

martes, 21 de septiembre de 2010

No volver

A las siete y media pasa mucha gente, a pie, en Bora, en buseta. De los que salen por la mañana, un pequeño porcentaje muere en el transcurso del día.
Yo conocí a uno: Salió caminando sin una resolución sospechosa, sin afán, sin demorar las cosas deliberadamente; le sonaban las llaves en el bolsillo. No se había despedido de nadie porque vivía solo, se había montado en su carro rojo, había cerrado la puerta y había tenido que abrirla de nuevo porque pisaba el cinturón de seguridad.

A las 4:40 firmó, con poder, una escritura pública en la Notaría Tercera. A las 5:00 se detuvo un rato, observó la salida de los estudiantes, un negrito abultado ahorcaba en las axilas la cabeza de uno más pequeño. A las 5:30 yo estaba en el baño. Oí un grito.

Pasó la ambulancia. La sirena parecía revivir su acepción primaria de monstruo marino, evocaba la muerte.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El Tío Aníbal

De todas las veces que ha aparecido el Tío Aníbal, la que recuerdo mejor fue cuando entró a la casa de mi abuela, después de muchos años, cargando un bagre larguísimo a cuyo paso mis primitas gritaban ¡fo!. Llevaba 5 años perdido, recorriendo los ríos de la costa, comprando pescado en el San Jorge, abasteciendo de mangos y huevos los tugurios de Puerto Valdivia, devolviéndose de vez en cuando a dormir en Yarumal.

El tío anda de camisa de manga corta; la nariz y las orejas son grandísimas, dilatadas tal vez como una adaptación para los negocios. Las manos son enormes, le brillan dos anillos.

De todas las veces que ha aparecido el Tío Aníbal, la que más recuerda mi mamá fue cuando entró a su casa, con el pelo largo, la barba enredada, flaco, tembloroso y picado por insectos del tamaño de bujías. Había pasado dos años en la prisión agrícola de Araracuara, en medio de la selva, en un punto fronterizo entre Caquetá y Amazonas. ¿El crimen? todos prefieren decir que fue un malentendido. Él no dice nada.

Todavía conserva en su voz el efecto tembloroso de las minas de mercurio. Él dice que Ángela, su esposa, perdona todo. Que incluso perdonó al asesino de su hijo y que cuando va al cementerio lleva flores para los dos.

Poco a poco el Tío se ha vuelto más frecuente. Se sienta en el parque y conversa con desconocidos. Como si la minería y la venta de pescado hubieran eliminado en él toda maldad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Bogotá

Engañosamente adormilados como sargentos trasnochados, colorados a fuego lento, sutilmente superiores. Viven en apartamentos separados del mundo por tres pares de cortinas. Allí deben cortejarse como todo el mundo, con su melancolía átona, arrimándose al otro con mimos de perro recién cagado.

En un parque de la Defensa Civil un señor atlético juega basketball solo, prueba su resistencia, se atreve a desafiar el ridículo de vencerse a sí mismo.

No me gusta esta ciudad.

Sola una cosa me recuerda que estoy en el mundo: un niño preguntándole a la mamá si los gallos son malos.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La oficina del lado

Es el cuarto piso, donde trabajo. Oigo la retahíla de Sandrita citando clientes, atendiendo llamadas. Jairo José alardea, dice que más tarde consignará tres millones. Entra un comisionista amanerado, ofrece su producto estrella, maní artesanal, habla de moda con Sandrita.

Ellos están en la oficina del lado, pero el edificio es nuevo, blanco, carece de accesorios cálidos que retengan el eco, y les escucho todo, sus pequeñas riñas familiares, la narración del menú engullido, los siento ahí, muy cercanos, como pruebas adjuntas que lanza la realidad para que me concentre en el trabajo y no siga dudando.

Es su persistencia lo que me mantiene alerta.

Yo estoy solo en mi oficina.

Veo que una hormiga cruza la puerta. Puede ser la única en el edificio.