Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 28 de diciembre de 2011

El resultado

Los años se han acumulado sucesivamente hasta conformar mi situación actual. Es una situación que cambia todo el tiempo y a la que, naturalmente, debo enfrentarme convertido en otra persona. En una persona vestida de corbata o con la camisa por dentro, con unos principios o con otros. Uno que está en la casa, otro que está en el trabajo, uno que visita a la mamá escondiendo los defectos que ella todavía no le conoce, otro que habla tonterías en las fiestas de la empresa, que se emputa, que está tranquilo, que finge saber negociar, que se imagina millonario y que quiere aguantar hambre hasta desaparecer, por rebeldía, por falta de amor propio, o por la simple tendencia a dañar la propia obra para no obtener ningún reconocimiento ni crítica.

Eso me lleva a pensar en lo que tengo en común con el que era o trataba de ser en el pasado. No sé qué tanto sea. Por ejemplo defraudaría al que quise ser a los 16 años, y le diría al de 8 años que los vampiros no existen, que siga durmiendo tranquilo, que aunque existan, esa noche no le van a chupar la sangre, que se lo digo yo, que soy él mismo muchos años después.

Aún cambiando todo el tiempo, si me veo ahora mismo con relación al pasado, soy un resultado. Una obra humana con algunas opiniones, algunos sentimientos y una forma de hacer las cosas. Y de esa obra hay rasgos que perduran desde el inicio; el miedo al vacío, el sudor en las manos cuando alguien va a cobrar un penalty, la felicidad de estar con una mujer y poder invitarla a todo, pero sobre todo la inclinación destructiva, el impulso que me dice que me muera de hambre, que me forre en papeletas, que me monte en una moto y fracture el resultado en pedazos contra una tractomula.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Ricardo Andrés Barrero Silva

Cuando yo nací todavía no me tenían nombre. Mi mamá dudaba entre varias opciones que no se perfilaban con la seriedad de una candidatura verdadera y mi papá no era muy dado a nombrar las cosas que tenía. Había crecido en una finca sin nombre, custodiada por perros que respondían a cualquier chasquido, habitada por vacas que cumplían su función sin que mediara un vínculo entre ellas y la tierra que pastaban. No sabía en qué punto exacto del cementerio de Buga estaban enterrados sus papás y a veces incluso dudaba si estaban enterrados en Buga. En esas circunstancias era difícil que mi papá encontrara alguna relación entre mi nombre y mi personalidad o entre mi nombre y mi futuro.

Al final fue Edison Duque el que lo escogió. Era el contador de la empresa donde trabajaba mi papá; un tipo con el que trabajé muchos años después, flaco, serio, calvo, de voz gravísima, amable, gay. Edison escogió Jorge Andrés, en una época en que el Andrés era la marquilla de los nombres escogidos por la clase obrera. Mi colegio estaba plagado de todas sus combinaciones: Jairo Andrés, Ricardo Andrés, Fabio Andrés, Andrés Mauricio, Oscar Andrés, Jaime Andrés.

De todos ellos recuerdo especialmente a Jaime Andrés Quintero Gaviria. Tuve noticias esporádicas de él porque crecimos en la misma ciudad. Lo veía con cierta frecuencia, leí en el periódico cuando fue nombrado jefe de comunicaciones de la universidad, supe por mi mamá (que se encontró con la mamá de él) que era sicólogo, que la hermana estaba bien, que tal vez se casara el año siguiente.

También me acuerdo de Ricardo Andrés Barrero Silva, pero lo que recuerdo de él es diferente. Los hechos se acumulan uno tras otro formando una serie coherente que me permite ver su aspecto con claridad, pero todo se desarrolla sobre un escenario turbio, como si su recuerdo estuviera aislado en una pieza del servicio a la que uno solo entra cuando vende la casa.

A los ocho años, Ricardo Andrés Barrero Silva ya tenía cabeza de adulto. Su cara hacía pensar en un divorcio prematuro de la fantasía y los puños eran duros, como dispuestos a romper la nariz de un profesor en un momento de furia.

Hoy pensé en él. Fue como hacer un movimiento necesario de una de las fichas de segundo orden que componen la memoria.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Fábrica de pintura

Estaba muy pequeño cuando me propuse el primer objetivo serio de mi vida: pintar todas las casas del barrio. Todas, de esquina a esquina, cuadra por cuadra, incluyendo la del Doctor Chávez. El método era innovador pero no por eso de mal gusto. Arriba de mi casa, yendo hacia el parque de Riosucio, por una zona que todavía no había sido urbanizada, había montañas de tierra verde, roja y amarilla. Era una tierra compacta que no se desmoronaba al tacto, similar a la arcilla, una especie de plastilina. Por la tarde, cuando salía de la escuela, me iba para allá con un tarro metálico vacío, un balde lleno de agua y un colador. Me escondía detrás de alguna piedra y empezaba con el procedimiento que convertía un terrón amarillo en medio frasco de pintura lista para usarse en las fachadas blancas y simplonas de las casas de mi barrio. Hacía todo eso cerciorándome de que no había nadie por ahí espiando mi procedimiento. Algún ladrón que fuera a enriquecerse a costa de mi ingenio presentando la idea como propia.

Pasaba muchas horas colando la tierra e imaginándome cómo iba a pintar los zócalos de un color y el resto de la casa de otro. De uno que combinara, para que el barrio entero quedara satisfecho con su nueva cara. Movía el colador sobre la boca del tarro y echaba encima una cantidad de agua exacta que obedecía a una fórmula perfeccionada tras meses de trabajo. Una de esas tardes, mientras arrancaba terrones rojos vi que más allá de las montañas amarillas una pareja discutía algo en voz baja. Fue un diálogo breve al cabo del cual ella se bajó los pantalones y se puso de espaldas. Después se los bajó él y se pegó a ella de una forma automática y sencilla que también parecía obedecer a alguna fórmula perfeccionada tras muchos meses de trabajo. No miré hasta el final porque me faltaba mucho para completar mi meta diaria de dos tarros de pintura, que terminé casi a las seis de la tarde a causa de la interrupción.

*

Cuando Doña Edith me dijo “tan lindo” y me dio un beso, supe que me iba a decir que no. Había reunido muchos tarros de pintura en el patio de mi casa y consideré que ya era oportuno empezar a pintar por lo menos las fachadas de mi cuadra antes de que la pintura empezara a endurecerse.

El objetivo fue fracasando de puerta en puerta hasta hacerme desistir completamente de la idea. A la mayoría de los vecinos, mi proyecto les parecía enternecedor. En el fondo eso era lo que más me molestaba. Hubiera entendido perfectamente un “No, gracias, la casa está bien así”, o “Ahora no tengo plata”, pero tenían que acariciarme la cabeza, darme un bombón y mandarle saludes a mi mamá como si yo no fuera ya una existencia independiente digna de hacer proyectos y contratar.

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Muchos años después pasé por las montañas de tierra que ya han sido urbanizadas en gran parte. Ahora sería difícil para una pareja esconderse ahí. El de la pintura fue el proyecto más importante de mi vida, el que más impacto iba a tener en la sociedad.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Yasha Mazur

En El mago de Lublin, Yasha Mazur se refería a Zeftel como una de aquellas personas sobre las que se cierne esa sensación de transitoriedad, propia de los que habiendo arrancado sus raíces se sienten extraños hasta de sí mismos. Zeftel era probablemente la menos querida de sus amantes. La desaparición de su esposo la había relegado a una posición social indefinida, pero claramente desfavorable, de la que solo lograba surgir parcialmente cuando Yasha la visitaba en intervalos separados por muchos meses de distancia. Yasha, a su vez, estaba perdido. Dormía hasta tarde, engañaba a varias mujeres y consideraba el suicidio solo para resistirse a vivir tal como estaba planteado. Solo para eso, porque Yasha no estaba aburrido viviendo.

***

En Hastings me sentaba por la tarde en la playa. Cuando salía de clase compraba una cerveza, varias latas de atún y escogía un punto alejado para sentarme. Al frente estaba el mar y sumergidas en él muchas formas de vida y restos de naufragios. Pensaba que mucha gente había estado en ese mismo lugar a lo largo de la historia. Gente que desembarcó ahí desde Normandía para tomarse Inglaterra en 1.066. Guerreros nerviosos, cocineros, utileros, gente con sed de sangre que dejó algún rastro en la historia, una huella pequeña, el cimiento de muchas casualidades posteriores.

Después me iba caminando hasta mi casa. Siempre había muchas mujeres por ahí. A algunas les miraba el culo, dependiendo de mi estado de ánimo. A veces estaba tan aburrido que solo miraba los más grandes. Pero no es que estuviera aburrido, es que me parecía que la vida no tenía sentido y sentía que debía asumir una actitud más apropiada frente a una vida sin sentido; una cara más amarga, un interés más serio en destruirlo todo o por lo menos en no disfrutarlo tanto.