Estaba muy pequeño cuando me propuse el primer objetivo serio de mi vida: pintar todas las casas del barrio. Todas, de esquina a esquina, cuadra por cuadra, incluyendo la del Doctor Chávez. El método era innovador pero no por eso de mal gusto. Arriba de mi casa, yendo hacia el parque de Riosucio, por una zona que todavía no había sido urbanizada, había montañas de tierra verde, roja y amarilla. Era una tierra compacta que no se desmoronaba al tacto, similar a la arcilla, una especie de plastilina. Por la tarde, cuando salía de la escuela, me iba para allá con un tarro metálico vacío, un balde lleno de agua y un colador. Me escondía detrás de alguna piedra y empezaba con el procedimiento que convertía un terrón amarillo en medio frasco de pintura lista para usarse en las fachadas blancas y simplonas de las casas de mi barrio. Hacía todo eso cerciorándome de que no había nadie por ahí espiando mi procedimiento. Algún ladrón que fuera a enriquecerse a costa de mi ingenio presentando la idea como propia.
Pasaba muchas horas colando la tierra e imaginándome cómo iba a pintar los zócalos de un color y el resto de la casa de otro. De uno que combinara, para que el barrio entero quedara satisfecho con su nueva cara. Movía el colador sobre la boca del tarro y echaba encima una cantidad de agua exacta que obedecía a una fórmula perfeccionada tras meses de trabajo. Una de esas tardes, mientras arrancaba terrones rojos vi que más allá de las montañas amarillas una pareja discutía algo en voz baja. Fue un diálogo breve al cabo del cual ella se bajó los pantalones y se puso de espaldas. Después se los bajó él y se pegó a ella de una forma automática y sencilla que también parecía obedecer a alguna fórmula perfeccionada tras muchos meses de trabajo. No miré hasta el final porque me faltaba mucho para completar mi meta diaria de dos tarros de pintura, que terminé casi a las seis de la tarde a causa de la interrupción.
Cuando Doña Edith me dijo “tan lindo” y me dio un beso, supe que me iba a decir que no. Había reunido muchos tarros de pintura en el patio de mi casa y consideré que ya era oportuno empezar a pintar por lo menos las fachadas de mi cuadra antes de que la pintura empezara a endurecerse.
El objetivo fue fracasando de puerta en puerta hasta hacerme desistir completamente de la idea. A la mayoría de los vecinos, mi proyecto les parecía enternecedor. En el fondo eso era lo que más me molestaba. Hubiera entendido perfectamente un “No, gracias, la casa está bien así”, o “Ahora no tengo plata”, pero tenían que acariciarme la cabeza, darme un bombón y mandarle saludes a mi mamá como si yo no fuera ya una existencia independiente digna de hacer proyectos y contratar.
Pasaba muchas horas colando la tierra e imaginándome cómo iba a pintar los zócalos de un color y el resto de la casa de otro. De uno que combinara, para que el barrio entero quedara satisfecho con su nueva cara. Movía el colador sobre la boca del tarro y echaba encima una cantidad de agua exacta que obedecía a una fórmula perfeccionada tras meses de trabajo. Una de esas tardes, mientras arrancaba terrones rojos vi que más allá de las montañas amarillas una pareja discutía algo en voz baja. Fue un diálogo breve al cabo del cual ella se bajó los pantalones y se puso de espaldas. Después se los bajó él y se pegó a ella de una forma automática y sencilla que también parecía obedecer a alguna fórmula perfeccionada tras muchos meses de trabajo. No miré hasta el final porque me faltaba mucho para completar mi meta diaria de dos tarros de pintura, que terminé casi a las seis de la tarde a causa de la interrupción.
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Cuando Doña Edith me dijo “tan lindo” y me dio un beso, supe que me iba a decir que no. Había reunido muchos tarros de pintura en el patio de mi casa y consideré que ya era oportuno empezar a pintar por lo menos las fachadas de mi cuadra antes de que la pintura empezara a endurecerse.
El objetivo fue fracasando de puerta en puerta hasta hacerme desistir completamente de la idea. A la mayoría de los vecinos, mi proyecto les parecía enternecedor. En el fondo eso era lo que más me molestaba. Hubiera entendido perfectamente un “No, gracias, la casa está bien así”, o “Ahora no tengo plata”, pero tenían que acariciarme la cabeza, darme un bombón y mandarle saludes a mi mamá como si yo no fuera ya una existencia independiente digna de hacer proyectos y contratar.
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Muchos años después pasé por las montañas de tierra que ya han sido urbanizadas en gran parte. Ahora sería difícil para una pareja esconderse ahí. El de la pintura fue el proyecto más importante de mi vida, el que más impacto iba a tener en la sociedad.
1 comentario:
En la niñez deberían tomarlo en serio a uno porque es la única etapa de la vida en la que uno hace proyectos serios.
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