Cuando yo nací todavía no me tenían nombre. Mi mamá dudaba entre varias opciones que no se perfilaban con la seriedad de una candidatura verdadera y mi papá no era muy dado a nombrar las cosas que tenía. Había crecido en una finca sin nombre, custodiada por perros que respondían a cualquier chasquido, habitada por vacas que cumplían su función sin que mediara un vínculo entre ellas y la tierra que pastaban. No sabía en qué punto exacto del cementerio de Buga estaban enterrados sus papás y a veces incluso dudaba si estaban enterrados en Buga. En esas circunstancias era difícil que mi papá encontrara alguna relación entre mi nombre y mi personalidad o entre mi nombre y mi futuro.
Al final fue Edison Duque el que lo escogió. Era el contador de la empresa donde trabajaba mi papá; un tipo con el que trabajé muchos años después, flaco, serio, calvo, de voz gravísima, amable, gay. Edison escogió Jorge Andrés, en una época en que el Andrés era la marquilla de los nombres escogidos por la clase obrera. Mi colegio estaba plagado de todas sus combinaciones: Jairo Andrés, Ricardo Andrés, Fabio Andrés, Andrés Mauricio, Oscar Andrés, Jaime Andrés.
De todos ellos recuerdo especialmente a Jaime Andrés Quintero Gaviria. Tuve noticias esporádicas de él porque crecimos en la misma ciudad. Lo veía con cierta frecuencia, leí en el periódico cuando fue nombrado jefe de comunicaciones de la universidad, supe por mi mamá (que se encontró con la mamá de él) que era sicólogo, que la hermana estaba bien, que tal vez se casara el año siguiente.
También me acuerdo de Ricardo Andrés Barrero Silva, pero lo que recuerdo de él es diferente. Los hechos se acumulan uno tras otro formando una serie coherente que me permite ver su aspecto con claridad, pero todo se desarrolla sobre un escenario turbio, como si su recuerdo estuviera aislado en una pieza del servicio a la que uno solo entra cuando vende la casa.
A los ocho años, Ricardo Andrés Barrero Silva ya tenía cabeza de adulto. Su cara hacía pensar en un divorcio prematuro de la fantasía y los puños eran duros, como dispuestos a romper la nariz de un profesor en un momento de furia.
Hoy pensé en él. Fue como hacer un movimiento necesario de una de las fichas de segundo orden que componen la memoria.
Al final fue Edison Duque el que lo escogió. Era el contador de la empresa donde trabajaba mi papá; un tipo con el que trabajé muchos años después, flaco, serio, calvo, de voz gravísima, amable, gay. Edison escogió Jorge Andrés, en una época en que el Andrés era la marquilla de los nombres escogidos por la clase obrera. Mi colegio estaba plagado de todas sus combinaciones: Jairo Andrés, Ricardo Andrés, Fabio Andrés, Andrés Mauricio, Oscar Andrés, Jaime Andrés.
De todos ellos recuerdo especialmente a Jaime Andrés Quintero Gaviria. Tuve noticias esporádicas de él porque crecimos en la misma ciudad. Lo veía con cierta frecuencia, leí en el periódico cuando fue nombrado jefe de comunicaciones de la universidad, supe por mi mamá (que se encontró con la mamá de él) que era sicólogo, que la hermana estaba bien, que tal vez se casara el año siguiente.
También me acuerdo de Ricardo Andrés Barrero Silva, pero lo que recuerdo de él es diferente. Los hechos se acumulan uno tras otro formando una serie coherente que me permite ver su aspecto con claridad, pero todo se desarrolla sobre un escenario turbio, como si su recuerdo estuviera aislado en una pieza del servicio a la que uno solo entra cuando vende la casa.
A los ocho años, Ricardo Andrés Barrero Silva ya tenía cabeza de adulto. Su cara hacía pensar en un divorcio prematuro de la fantasía y los puños eran duros, como dispuestos a romper la nariz de un profesor en un momento de furia.
Hoy pensé en él. Fue como hacer un movimiento necesario de una de las fichas de segundo orden que componen la memoria.
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