Cuando uno sale del hospital el tiempo pasa lento y pesado como si el escape de la muerte hubiera ocurrido sobre el lomo de un elefante. Las cosas en la habitación retoman su lugar. El televisor, los cojines y la ropa doblada en los cajones adquieren sentido nuevamente porque tienen un dueño que está vivo y que no va a relegarlo todo al polvo y al olvido. Casi parecen alegrarse cuando uno abre la puerta al regresar.
Algunos centímetros hicieron la diferencia. Una combinación entre milagro y simple circunstancia física me tenía de vuelta en la casa, abriendo las ventanas, buscando alcohol en el botiquín y caminando hacia el patio para descolgar las camisas secas.
Si hubiera tenido tiempo de defender algo, habría defendido el hígado. Siempre me impresionó la imagen de los hígados de vaca sangrando en las carnicerías. Todo pasó muy rápido. Cuando supe que no estaba recibiendo puños sino cuchilladas ya me salía sangre por cinco orificios diferentes. Alguien gritó que me habían matado, hubo un revuelo y gestos de pánico pero yo solo sentía el contacto tibio de la sangre que me había entrapado por completo la camiseta. Algunas gotas caían al suelo. El líquido rojo formaba pequeños cauces en los empates de las baldosas blancas. Eran las seis y media de la mañana. Estaba lejos de mi abuela que a esa hora servía el desayuno y repartía tortas de chócolo y arepas de fríjol en los platos dispuestos alrededor de la mesa. Estaba lejos de cualquier momento tranquilo y sin embargo, sentía algo de placer. Me seguía lanzando cuchilladas al pecho, a la espalda, a la cabeza. Veía los reflejos plateados de su chaqueta Nike en el aire. Sentía el corte del cuchillo brasilero entrando en mi carne, como si se tratara de un filete, de un chorizo. La pérdida de sangre parecía ya algo invencible, como cuando uno apuesta todo su dinero a una carta mala y el adversario responde con una apuesta mayor. Tenía solo seis litros de algo que se derramaba sin frenos, a boborbotones, y que amenazaba con dejarme seco del todo, como un motor viejo sin irrigación de aceite que al final se funde.
Era una madrugada fresca. Me imaginaba una gota de sangre que caía sobre la Antártida y se expandía lentamente hasta convertirla en un continente rojo, como un helado. Sobre la mesa de la sala había tres botellas de aguardiente. Estaban vacías y rodeadas de ceniza de cigarrillo y restos de papas fritas. Sentía un mareo leve, pero prevalecía una sonrisa, una pequeña retribución al absurdo por haber superado el trámite predecible de la realidad. Ahí estaban juntos: la realidad y el absurdo, revueltos a mil revoluciones, causando conmoción y mareo.
William me gritaba que no me durmiera. Manejaba mi Renault 9 rojo en primera sostenida, cuesta arriba, por un camino lleno de curvas y baches. Paró, se bajó del carro y le pegó patadas a las llantas. - Hijueputa, Negro, ¿por qué le tenía que pasar esto a usted?
Martín me sacudía desde el puesto de atrás. Apretaba la camiseta que me habían puesto como torniquete y sostenía en la otra mano una estampita del Sagrado Corazón. - Tranquilo, Barbacoas, decía mientras me acariciaba la cabeza con rudeza. - Tranquilo que no te vas a morir.
Primero estuve en la Clínica del Seguro Social de donde me despidió el rictus ultraconservador del médico que se negaba a atenderme medio borracho y acuchillado. -En una riña, supuso, o tal vez, incluso, mientras atracaba un supermercado. William destrozó las probetas y le dio patadas a las camillas. - Pedazo de hijueputa, cacorro, comprate una bata de corazones, le dijo al médico mientras salíamos, con esa cara suya de perro albino y feroz- ¡Fea! le gritó a la enfermera.
Varios niños tosían en la sala de espera y un jubilado se quejaba en voz alta de dolor de cabeza. Al frente una señora negra rajaba una papaya y la convertía en rodajas para la venta. En el otro andén un BMW azul retrocedía lentamente y con elegancia hasta encontrar el ángulo perfecto para entrar al garaje. Adentro iba un especialista sin cicatrices, limpio y canoso, distante muchos milenios del mono y de la violencia.
Entré al Hospital de Caldas sin camisa. -Mijo, entre primero usted, que se está muriendo, dijo una señora que se agarraba la barriga con las dos manos. - Permiso, permiso, ordenaba William, muy alterado, estrujándome hasta la camilla principal.
De ahí salí remendado, tranquilo. Martín me prestó una chaqueta y un pantalón de sudadera. Dejé a William en la casa y me fui manejando despacio, cruzando la ciudad hasta mi barrio. Las tiendas estaban cerradas porque era domingo. Paré, de todas formas y me quedé ahí, sentado en un muro, afuera del estanquillo La Garrafa. Un carro plateado pasó con las luces medias encendidas y el reflejo directo del sol en el capó. En el asiento de atrás una niña de cinco o seis años se asomó por la ventana. Se acababa de bañar y escuchaba una canción de Gloria Estefan a todo volumen. Me sonrió y yo le sonreí de vuelta. Otra vez era un vivo común y corriente y estaba más o menos triste. Subí dos cuadras y abrí la puerta de mi casa. Mi mamá levantó la cabeza, me miró brevemente, y siguió rezando el rosario.
Algunos centímetros hicieron la diferencia. Una combinación entre milagro y simple circunstancia física me tenía de vuelta en la casa, abriendo las ventanas, buscando alcohol en el botiquín y caminando hacia el patio para descolgar las camisas secas.
Si hubiera tenido tiempo de defender algo, habría defendido el hígado. Siempre me impresionó la imagen de los hígados de vaca sangrando en las carnicerías. Todo pasó muy rápido. Cuando supe que no estaba recibiendo puños sino cuchilladas ya me salía sangre por cinco orificios diferentes. Alguien gritó que me habían matado, hubo un revuelo y gestos de pánico pero yo solo sentía el contacto tibio de la sangre que me había entrapado por completo la camiseta. Algunas gotas caían al suelo. El líquido rojo formaba pequeños cauces en los empates de las baldosas blancas. Eran las seis y media de la mañana. Estaba lejos de mi abuela que a esa hora servía el desayuno y repartía tortas de chócolo y arepas de fríjol en los platos dispuestos alrededor de la mesa. Estaba lejos de cualquier momento tranquilo y sin embargo, sentía algo de placer. Me seguía lanzando cuchilladas al pecho, a la espalda, a la cabeza. Veía los reflejos plateados de su chaqueta Nike en el aire. Sentía el corte del cuchillo brasilero entrando en mi carne, como si se tratara de un filete, de un chorizo. La pérdida de sangre parecía ya algo invencible, como cuando uno apuesta todo su dinero a una carta mala y el adversario responde con una apuesta mayor. Tenía solo seis litros de algo que se derramaba sin frenos, a boborbotones, y que amenazaba con dejarme seco del todo, como un motor viejo sin irrigación de aceite que al final se funde.
Era una madrugada fresca. Me imaginaba una gota de sangre que caía sobre la Antártida y se expandía lentamente hasta convertirla en un continente rojo, como un helado. Sobre la mesa de la sala había tres botellas de aguardiente. Estaban vacías y rodeadas de ceniza de cigarrillo y restos de papas fritas. Sentía un mareo leve, pero prevalecía una sonrisa, una pequeña retribución al absurdo por haber superado el trámite predecible de la realidad. Ahí estaban juntos: la realidad y el absurdo, revueltos a mil revoluciones, causando conmoción y mareo.
William me gritaba que no me durmiera. Manejaba mi Renault 9 rojo en primera sostenida, cuesta arriba, por un camino lleno de curvas y baches. Paró, se bajó del carro y le pegó patadas a las llantas. - Hijueputa, Negro, ¿por qué le tenía que pasar esto a usted?
Martín me sacudía desde el puesto de atrás. Apretaba la camiseta que me habían puesto como torniquete y sostenía en la otra mano una estampita del Sagrado Corazón. - Tranquilo, Barbacoas, decía mientras me acariciaba la cabeza con rudeza. - Tranquilo que no te vas a morir.
Primero estuve en la Clínica del Seguro Social de donde me despidió el rictus ultraconservador del médico que se negaba a atenderme medio borracho y acuchillado. -En una riña, supuso, o tal vez, incluso, mientras atracaba un supermercado. William destrozó las probetas y le dio patadas a las camillas. - Pedazo de hijueputa, cacorro, comprate una bata de corazones, le dijo al médico mientras salíamos, con esa cara suya de perro albino y feroz- ¡Fea! le gritó a la enfermera.
Varios niños tosían en la sala de espera y un jubilado se quejaba en voz alta de dolor de cabeza. Al frente una señora negra rajaba una papaya y la convertía en rodajas para la venta. En el otro andén un BMW azul retrocedía lentamente y con elegancia hasta encontrar el ángulo perfecto para entrar al garaje. Adentro iba un especialista sin cicatrices, limpio y canoso, distante muchos milenios del mono y de la violencia.
Entré al Hospital de Caldas sin camisa. -Mijo, entre primero usted, que se está muriendo, dijo una señora que se agarraba la barriga con las dos manos. - Permiso, permiso, ordenaba William, muy alterado, estrujándome hasta la camilla principal.
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De ahí salí remendado, tranquilo. Martín me prestó una chaqueta y un pantalón de sudadera. Dejé a William en la casa y me fui manejando despacio, cruzando la ciudad hasta mi barrio. Las tiendas estaban cerradas porque era domingo. Paré, de todas formas y me quedé ahí, sentado en un muro, afuera del estanquillo La Garrafa. Un carro plateado pasó con las luces medias encendidas y el reflejo directo del sol en el capó. En el asiento de atrás una niña de cinco o seis años se asomó por la ventana. Se acababa de bañar y escuchaba una canción de Gloria Estefan a todo volumen. Me sonrió y yo le sonreí de vuelta. Otra vez era un vivo común y corriente y estaba más o menos triste. Subí dos cuadras y abrí la puerta de mi casa. Mi mamá levantó la cabeza, me miró brevemente, y siguió rezando el rosario.
1 comentario:
Uno ama a William.
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