Hay gente que llega una vez cada dos o tres años. En este caso particular llegan en temporadas distintas Lukas, el Tío Aníbal, Monique, Luis y Ricky. El Tío Aníbal vive en un pueblo del Cauca, Ricky en Nueva York, Monique en París, Luis en Málaga y Lukas en Montpellier. Cuando llegan parecen haberle dado cuatro vueltas al mundo antes de aparecer en la sala de mi casa, envejecidos o simplemente distintos y recordando esa imagen vaga de Gandalf que va y vuelve de un lugar a otro, o las apariciones espectrales de Melquíades, el gitano de 100 años de soledad.
Me gusta cuando ellos llegan de alguna parte. Lukas es muy callado y no cuenta las historias de sus viajes a Marruecos, a Croacia o a Letonia. Cuando viene, vamos a la tienda por una botella de aguardiente y nos sentamos en las sillas que hay afuera, en el andén, o en la sala de mi casa. Con su ropa diferente y cada vez con menos pelo, Lukas parece traer un reporte del mundo exterior que no quiere contar.
El Tío Aníbal ya no llega con esos bagres de metro y medio que traía cuando era pescador. Ahora llega masticando un espartillo y le entrega a mi abuela un rollito de plata que ella le va devolviendo gradualmente durante el tiempo que dura su visita. Él sale al parque y conversa con señores que ya casi no lo reconocen pero que identifican su nombre y lo asocian con una lista remota de la infancia.
Ricky habla de sus aventuras con bandas de rock en los 60s y me regala souvenirs de The Who, cachuchas de la Carpintería Domínguez o camisetas de los New York Yankees. Se sienta en la parte de adelante del carro y saca el brazo por la ventana. Cuando volvemos a la casa prende el televisor y pasa canales hasta encontrar un partido de béisbol. Se queda ahí muchas horas, rodeado de botellas de Pepsi y empaques de Milky Way.
Luis casi nunca viene. A veces he visto a su hermano Roberto que viene con cierta frecuencia. Es oficial del ejército español y aunque es muy joven su cara no ha sido ajena al hecho de haber estado dos años en la Franja de Gaza. Se parecen mucho. Casi parecen la misma persona, aunque Roberto encarna una versión más corpulenta y saludable. Luis está terminando un doctorado en política criminal en la universidad de Málaga y trabaja en el bar de un hotel mientras consigue algo mejor.
Monique vino esta semana. No habla de La Sorbona ni de las calles de París. Estuvo tres días en mi casa y se volvió a ir. Dice que no sabe qué hacer cuando termine la carrera, si quedarse en Francia o volver a Colombia. Tiene 20 años y estudia filosofía. Sabe que hay un mundo entero donde puede vivir, un mundo que además no es muy grande y en el que siempre es posible viajar de un lugar a otro en menos de un día. Pero hay algo diferente al tiempo e incluso a la distancia que no equivale a ningún valor numérico y que aleja a los que se van hasta convertirlos en espectros que aparecen de vez en cuando en la puerta de mi casa. En algún momento de su vida, el Tío Aníbal se demoró 23 años para emprender ese viaje de un día.
Me gusta cuando ellos llegan de alguna parte. Lukas es muy callado y no cuenta las historias de sus viajes a Marruecos, a Croacia o a Letonia. Cuando viene, vamos a la tienda por una botella de aguardiente y nos sentamos en las sillas que hay afuera, en el andén, o en la sala de mi casa. Con su ropa diferente y cada vez con menos pelo, Lukas parece traer un reporte del mundo exterior que no quiere contar.
El Tío Aníbal ya no llega con esos bagres de metro y medio que traía cuando era pescador. Ahora llega masticando un espartillo y le entrega a mi abuela un rollito de plata que ella le va devolviendo gradualmente durante el tiempo que dura su visita. Él sale al parque y conversa con señores que ya casi no lo reconocen pero que identifican su nombre y lo asocian con una lista remota de la infancia.
Ricky habla de sus aventuras con bandas de rock en los 60s y me regala souvenirs de The Who, cachuchas de la Carpintería Domínguez o camisetas de los New York Yankees. Se sienta en la parte de adelante del carro y saca el brazo por la ventana. Cuando volvemos a la casa prende el televisor y pasa canales hasta encontrar un partido de béisbol. Se queda ahí muchas horas, rodeado de botellas de Pepsi y empaques de Milky Way.
Luis casi nunca viene. A veces he visto a su hermano Roberto que viene con cierta frecuencia. Es oficial del ejército español y aunque es muy joven su cara no ha sido ajena al hecho de haber estado dos años en la Franja de Gaza. Se parecen mucho. Casi parecen la misma persona, aunque Roberto encarna una versión más corpulenta y saludable. Luis está terminando un doctorado en política criminal en la universidad de Málaga y trabaja en el bar de un hotel mientras consigue algo mejor.
Monique vino esta semana. No habla de La Sorbona ni de las calles de París. Estuvo tres días en mi casa y se volvió a ir. Dice que no sabe qué hacer cuando termine la carrera, si quedarse en Francia o volver a Colombia. Tiene 20 años y estudia filosofía. Sabe que hay un mundo entero donde puede vivir, un mundo que además no es muy grande y en el que siempre es posible viajar de un lugar a otro en menos de un día. Pero hay algo diferente al tiempo e incluso a la distancia que no equivale a ningún valor numérico y que aleja a los que se van hasta convertirlos en espectros que aparecen de vez en cuando en la puerta de mi casa. En algún momento de su vida, el Tío Aníbal se demoró 23 años para emprender ese viaje de un día.
1 comentario:
Nada mejor que leer algo que lo haga pensar a uno en cosas que nunca había pensado.
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