Pipín me decía que lo fuera todo, que tenía un juegazo, pero el par de ases siempre me ha dado desconfianza. Es un par con el que uno se siente obligado a ganar, del que no se puede esperar ninguna buena sorpresa. Cualquier sorpresa que pueda ocurrir cuando uno tiene un par de ases, es mala. Estaba solo contra Nasty porque los otros ya habían retirado la apuesta. No había ninguna escalera abierta. Tampoco había color. Un Siete, una Jota y un Dos se extendían en el centro del paño. Nasty me miraba fijamente y se reía. Se acariciaba el pelo hacia atrás y me decía que fuera. Tenía que ganar para seguir abrigando la esperanza de salir por lo menos con la misma plata que había entrado ocho horas atrás. Desde entonces, había perdido 120.000 pesos de los 150.000 que me daban para el mes. -Tiene dos sietes, me dijo Martín. Me lo dijo de esa forma en que nadie lo escuchaba, aprovechando la algarabía, una distracción colectiva, el timbre de un celular. En ese momento estaban entrando Telmex y Mentecato. Detrás venía Papón que abarcaba la espalda de los dos juntos. Aplaudió con sus manos gordas y saludó a todo el mundo con la ceremonia característica, inclinándose como una tortuga prehistórica: Buenas noches, caballeros.
-Tiene el par armado en la mano, aclaró Martín mientras todos saludaban a Papón. Todavía faltaban dos cartas en la mesa, de las que, con suerte, una podría ser un As. Con mucha suerte. Con una suerte exagerada porque Santiago Caicedo me estaba haciendo la seña inequívoca de que había botado uno cuando se descartó. Solo quedaba la posibilidad de un As más en la baraja.
La casa de Federico llevaba varios meses adaptada como casino. Tenía buen ambiente. Doña Lili, la mamá de Federico, abrió venta de papitas y cerveza. Alfredo, el hermano menor, que era como una versión alargada de todos los miembros de su familia, era el que repartía las cartas. La mesa del comedor, y una mesa adicional comprada con las ganancias de los primeros meses habían sido forradas con un terciopelo verde que le imprimía seriedad a las apuestas. Antes del casino de Federico todos éramos jugadores consuetudinarios, de calle, con reglas que variaban de mesa en mesa, de universidad en universidad. De hecho, antes de repartir las cartas, era importante definir si se iba a jugar con las reglas de la Nacional o con las reglas de la de Caldas. Desde que Doña Lili bajó de Internet las reglas internacionales del póker, ése dejó de ser un problema. Tan pronto como uno entraba sabía que el juego había entrado en otro nivel. Cambiaban la plata por fichas, las normas eran inquebrantables y la mitad de los jugadores eran desconocidos que pasaban toda la noche en silencio, observando detenidamente el comportamiento de la mesa.
Para ser tan nuevo, el casino de Federico tenía buenas historias. Hubo pelea a cuchillo entre Sánchez, que ahora está en la cárcel por parapolítica, y una colonia de negros del Chocó. Lo pillaron haciendo trampa, le reclamaron y él les dijo negros hijueputas. Uno de ellos, creo que Deybinson, sacó un cuchillo. Doña Lili les dijo que no quería heridos, ni mucho menos muertos en la casa y ellos salieron a pelear al parque.
El parque era el de Los Dolores. A la hora de la pelea ya estaba oscuro y las viejas araucarias le daban al aire un toque de terror que los dos bandos habían anulado parcialmente con su escándalo. Era como si las vibraciones diabólicas del más allá hubieran hecho una pausa para dejar que Sánchez y Deybinson se volearan cuchillo un rato. Como si la trama fantasmagórica de un mundo paralelo y nocturno le hubiera hecho una concesión al trámite de lo real. Empezaron retándose, qué va flacuchento, te voy a rayar negro hijueputa. Yo los observaba desde la puerta del casino. Al lado estaban Telmex y Diana, su novia. Diana tenía un culo grandísimo que no parecía un músculo desarrollado a punta de sesiones de gimnasio sino una fruta grasosa cosechada en horas de ocio mientras veía televisión en la cama y soportaba la cantaleta de su mamá. Me sentía mal mirando un culo cuando en el parque estaban a punto de matar a Sánchez, -Sánchez no me lo va a perdonar si se muere, pensé. Mientras todos estaban concentrados en la pelea, yo veía como se aplastaba el culo de Diana contra la puerta del casino. Era de los que rebotaban al menor contacto, al contacto de una gotera. Grueso y poco saludable, como una acumulación de vicios que la delataba siempre que se paraba de la silla. Telmex y Diana eran una pareja silenciosa. Ella le miraba las cartas sin hacer expresiones de ningún tipo. Solo le recibía las fichas cuando ganaba, iba donde Doña Lili y las cambiaba por plata, por billetes, que se sumaban a la quincena que Telmex recibía como instalador de planes de telefonía. Me imagino que en su intimidad eran así, silenciosos, limpios, en la medida que lo permitía el culo vulgar de Diana. De las puñaladas que le metieron a Sánchez una le dañó el riñón. Cuando un cuchillo revienta un órgano se escucha a cuadras de distancia. Diana cogió a Telmex de la mano y caminaron juntos hasta la mitad del parque donde un grupo de amigos trataba de reanimar a Sánchez. - Mi amor, creo que mataron a ese man, dijo Diana; Telmex siguió mirando a un punto impreciso con la misma sonrisa de siempre, que era como un desafío permanente o una forma de demostrar que ya había visto muchas veces lo que estaba viendo esa noche en el parque.
- ¿Va o no va?, me preguntó uno de los patos que se habían agolpado detrás de Nasty para esperar el desenlace de la apuesta
- No sé
- Ya lleva mucho rato pensando
- Sí
- ¿Sí va?
- No sé
Al fondo, recostado contra las canastas de cerveza, estaba El Paisa. En realidad no era paisa, solo viajaba a Medellín una o dos veces al mes y había aprendido a hablar como paisa comprando droga en el Barrio Antioquia. Siempre estaba ofreciendo droga en una esquina del casino. Éxtasis, ácidos, marihuana o lo que él llamaba cocaína, en una exageración de lo que en realidad era éter revuelto con una cantidad irrespetuosa de maizena. - Eso tiene más maizena que la colada que hace mi abuela, le decía Martín para provocarlo. También prestaba plata y recibía relojes en pago. Los tomaba en la mano y analizaba su autenticidad basándose en unas reglas que iban desde la profundidad del relieve de la inscripción swiss made, hasta el olor característico de la alhaja original. El tope de sus transacciones tenía mucho que ver con la impresión que le causara el deudor. Al que más le prestaba era a Leonardo que se vestía con ropa Diesel de pies a cabeza. Hasta la cachucha era Diesel. La correa blanca también. Todo en él era Diesel.
El Paisa no me caía bien. Su cara de perro prevalecía sobre el resto de sus rasgos de una forma monstruosa. Era un careperro. Me fastidiaba el tono de conspiración, de negocio falso que empleaba en las conversaciones. Además me abrazaba al saludarme, como dudando de mi peligrosidad, de mi hombría consolidada por el paso largo que habían dado los años después de mi adolescencia.
Aposté y perdí. El As no salió en las dos cartas que faltaban y Telmex se rió como si su experiencia le hubiera anticipado algo de mi destino. Martín me prestó con resignación los $1.300 para el bus. Algo pasó en el camino al paradero porque cuando me revisé el bolsillo, solo quedaban $900. Durante varias horas caminé en redondo, yendo y volviendo hasta el centro y deteniéndome al final en el parque de Los Dolores. Al frente estaba la casa de Federico con las luces apagadas, los vestigios de la emoción guardada para el día siguiente. Saqué del bolsillo los novecientos pesos. Eran cuatro monedas de doscientos y una de cien. Las puse sobre mi mano de forma que pudiera verlas todas al mismo tiempo. Estuve un rato viéndolas, analizando lo poco que representaban. Volví a meter las de doscientos en el bolsillo. Me pasé la de cien entre los dedos mientras miraba la fachada curuba de la casa de Federico. En ese punto en que la derrota da risa, la palabra sacrificio se me pasó muchas veces por la cabeza. Miré para todos lados, verificando que las esquinas estuvieran solas, que nadie me viera. Me acerqué la mano lentamente a la boca, y estuve quieto hasta que el sabor a cobre se consolidó poco a poco en mi boca y se hizo definitivo en el estómago.
8 comentarios:
Le quedo muy bueno el texto negro. Bien caracterizado el tal paisa.
Tiene que dedicarle una entrada al personaje de Sanchez, me contaron que ya anda en las calles de Manizales, disque que paso por el San Juan de Dios y todo, ese es el chisme.
Gris casi negro
Creo que hablo por todos cuando pregunto: ¿tiene fotos de Dianita?
El dialoguito ese en el que te preguntan si vas o no vas te pinta perfecto. Yo quisiera ir a ese casino, ¿todavía existe?
Pero ya se formalizó, se llama Flor Imperial y queda en El Cable. Todavía me llaman al celular a preguntarme si voy a ir a jugar.
No tengo fotos de Diana, la vi muy poquitas veces y yo creo que ella no sabe cómo me llamo yo. Creo que Sánchez sigue en La Picota, por momentos yo le tenía afecto a él.
Negro, Sanchez esta en manizales desde hace rato.. se la pasa en la auxiliar que es donde quedo el fumadero de bareta ahora que "cerraron" la Gotera. Insisto que ese personajote se merece entrada aparte y hasta blog propio.
Asi como decia ud que Kogson es el que mas lejos ha llegado de colseñora, para mi Sanchez es el manizaleño que llego mas lejos de nuestra generacion.. Congresista a los 27 años.. Mon dieu!!!!
Muy buena descripción de personajes sabor a cobre..
publicá uno sobre la fiebre chocolatosa.. jaja (mugri)
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