Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 31 de enero de 2012

El ángel del azadón



Los jardines árabes son famosos, más que por su exuberancia, porque representan el buen gusto de los que no dejan que la abundancia los convierta en seres exclusivamente prácticos, atrapados en la ruta del ascenso, sin que los adorne nada diferente a la misma ansiedad por el ascenso. Y es verdad. La belleza no es un simple truco de la imaginación. Los jardines no solo adornan un lugar sino que pueden darle sentido estético a la existencia plana de su propietario. Al entrar al almacén de un sirio que vende lociones en San Andrés, uno podría pensar que se encuentra frente a un comerciante vacío y atado con grillos a la causa del éxito. Esto sucede hasta que uno entra en su casa, pasa el corredor y encuentra jardines que llevan años creciendo en medio de cuidados dignos de un perro, un gato, o una fortuna ordinaria de las que se cuidan centavo a centavo.

Tal vez su fascinación genética por los jardines venga de la obligatoriedad de los oasis que deben mantener en el desierto como puntos de referencia y descanso. Es común que, usando las aguas subterráneas, los comerciantes más ricos del desierto fabriquen oasis propios en los patios de sus casas con el fin de atender bien a los visitantes en un lugar que tenga la temperatura adecuada y que rebaje el dramatismo de las dunas que se extienden hasta el infinito en todas las direcciones.

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Javier va a mi casa los domingos y me ayuda a fumigar las matas, a mover bultos y a hacer zanjas que posteriormente vamos a llenar con gallinaza y aserrín. Desde el principio le parecieron insuficientes las herramientas que le ofrecí: un machete, una pala, un balde y unas tijeras de podar. No es que haya dicho algo sino que era obvio que hubiera preferido llegar a una de esas casas donde un hombre establecido por largo tiempo se hubiera abastecido ya de todas las herramientas necesarias para cualquier actividad de jardín, carpintería o mecánica.

Después de dos fines de semana compré una barra de 16 libras que seguro le permitiría hacer las zanjas con mayor facilidad. Es una barra pesada y con buen filo (pues la hice esmerilar) que hace la fuerza por uno siempre que se agarre del punto correcto y uno se sepa apoyar con un poco de técnica. Sin embargo, Javier insistía en que comprara un azadón para marcar bien el redondel de los árboles y un palín para cavar más profundo. Yo pensaba que era más necesaria una carreta e incluso tenía planeado comprarla el próximo fin de semana en Agroveterinaria La Troja donde su precio oscila entre $120.000 y $180.000.

El domingo, que estrictamente debería guardarse por ser un día sagrado, Javier prolonga la jornada ordinaria que cumple de lunes a viernes en un vivero para ganarse $40.000 extra. Es todo lo que puedo pagarle y además él parece decirme que lo considera justo cada que me mira como si fuera su benefactor, el abogado joven sobrino de Don Herman, que le da la oportunidad de trabajar los domingos para ajustar la cuota de su crédito hipotecario. Yo le doy órdenes y sugerencias mientras cumplo las que yo mismo me dicto. Riego abono alrededor de los árboles y le pido que deshoje las matas de plátano o que fumigue los anturios contra los piojos. Lo veo al fondo del prado esquivando al perro, sudando a través de esa piel roja y gruesa acostumbrada a recibir el calor y la lluvia sin ninguna consideración. Lo veo después destapando la coca que su esposa le empaca, de donde salen una arepa doblada por la transpiración y una taza de chocolate. Se come todo con discreción, como escondiéndose, como si no quisiera incomodarme con la visión de su desayuno. A esa hora yo también hago una pausa. Entro a la casa y me tomo una cerveza, dos, tres, cuatro, nueve, quince. Es mi único día libre y debería ser el de Javier también, pues más allá del descanso hay algo sano en el hecho de quedarse en la casa por lo menos un día, consolidando lo que después de todo es el oasis personal que separa a cada persona de la combinación infinita de sucesos a la que se enfrenta durante la semana. Pero el destino es incorrecto, y lo que veo por la ventana es un ángel esclavizado, acomodando los bultos antes de irse, para que yo pueda cumplir con el precepto de guardar el domingo.

1 comentario:

CARAPÁLIDA dijo...

Despues de leer esta entrada uno quisiera que la fortuna le sonriera a Javier asi como los personajes de las Mil y Una Noches que siempre encuentran su propio oasis.