Ayer por la tarde jugué un rato con el perro. Me satisface verlo correr por el prado con un juguete de plástico en la boca y pensar que poco a poco, aún siendo una bestia amansada a medias por la evolución, empezó a hacer parte del paisaje que se extiende desde la puerta hacia el frente de mi casa; de ese prado triangular que corona el lugar al que llego a reposar de la vida todas las noches y del que salgo todas las mañanas sin saber con exactitud lo que va a pasar. Ahí corre, ladra, persigue motos y bicicletas y se estrella disgustado contra la reja, como queriendo demostrar que la suya es una naturaleza ajena a la disciplina que yo trato de imponerle porque es buena, hace la vida más fácil, y evita que ésta se perpetúe hasta la vejez como una serie de órdenes objeto de debate.
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