Desde pequeño me ha gustado la plata; entonces un día, haciéndole caso a mi mente agitada de los 17 años (que era más agitación que verdaderas aventuras) pregunté en Pizza Factory si necesitaban un domicilio. Me preguntaron si tenía moto, si estaba estudiando. No hubo nada de referencias ni preguntas sobre mis virtudes o mi familia, ni mucho menos la formalización escrita de un vínculo laboral recién adquirido del que se desprenderían ganancias diarias de $20.000, más las propinas, más un bono extra para tanquear en la bomba del Carretero.
Me sentí muy libre. Iba a recorrer la ciudad en turnos de 16 horas con una caja de madera cargada de pizzas y una mente abierta a los espectáculos del mundo: peleas callejeras, choques entre buses y carros particulares, riñas sentimentales, fragmentos de teta expuestos a las 2 de la mañana por una u otra razón.
Todo iba a pasar muy rápido. Mientras la gente aguardaba por su pizza acostada en un sofá, yo iba a esperar al empacador con la moto prendida. Iba a pegar en el velocímetro un papel con las direcciones de los pedidos, le iba a dar una patada seca al cran e iba a salir disparado mientras acababan de empacar las pizzas en la caja trasera. Después vendría la odisea de piruetas entre los buses, un pitazo a los hippies aburridos de los Volkswagen y después una aceleración intempestiva, un poco de ruido con el clutch y una risa larga que invadiría el aire de la ciudad, la risa de la libertad.
Cuando terminaba los turnos a las 3 am, a veces me daba pereza seguir hasta mi casa. Era como si quisiera ver en vivo esas horas misteriosas tan parecidas a los sueños que antes pasaba durmiendo bajo el techo protector del hogar. Quería esperar el silencio, dejar que pasara y ver qué era lo que seguía después. Quería estar solo en las esquinas, sacar el mayor provecho de la libertad, sentir la presencia demoníaca de la noche y acostumbrarme a ella como uno de sus hijos. Y sus hijos eran muchos. Eran 15 o 20 y se reunían todos en la esquina del Chamo. Eran un eslabón extraño de la sociedad. Muchachos con el papá en Estados Unidos, o sin papá, de los que se esperaba algún accidente prematuro, de los que de día, a simple vista, podía suponerse una nutrida historia criminal, que algunos de ellos como Victorino, ya de hecho habían empezado a nutrir. Todos sabíamos que robaba y pegaba puñaladas por contrato, pero además se le atribuía un récord de tres muertos que no desmentía ni confirmaba y que solo afrontaba con su sonrisita de marihuanero habitual.
Mi primer contacto con ellos fue El Muñeco. Era amigo de un amigo y un día me dijo venga para acá, venga tómese una cerveza con nosotros. Sonaba música de Ángeles del Infierno en una grabadora de pilas. Me presentó al Chamo, a Tití y a Andrés Boquillanta. Los que antes eran leyendas que cuando salían de día solo hacían mala cara, ahora me conversaban como si fuera una criatura más del mundo de la noche, un macho recién liberado que había logrado la emancipación por su recientemente adquirido poder económico. A veces parábamos de tomar y pactábamos una carrera hasta La Sultana. Eran carreras a muerte, sin ninguna consideración por la amistad o la propia vida, en las que se entregaba todo durante 9 minutos, y al cabo de las cuales se pagaba la apuesta, se servía más aguardiente y se esperaba el amanecer al que se temía, por ser esa luz tenebrosa que anuncia la realidad.
Uno de esos días, esa luz tenebrosa llegó con la noticia de la muerte de Andrés Boquillanta. La noche anterior no iba en moto, iba en carro, en un Chevette que salió volando y quedó incrustado en la fachada del ICBF. Antes de ir a cumplir con mi turno en Pizza Factory pasé por la esquina. Lo estaban velando ahí ante la mirada vacía del Chamo. Recuerdo que varias horas después pasé otra vez. El Chamo estaba borracho y le preguntaba llorando y siguiendo los gritos de Ángeles del Infierno ¿Qué hay amigo, al otro lado del silencio?.
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