Si bien tengo un carácter sereno y tiendo más bien al celibato de las emociones, me agito en secreto cuando veo que la turba inconforme sale a la calle, protesta contra un enemigo ambiguo y superior, causa destrozos y marcha con la cara enajenada dispuesta a borrar del mundo todo rastro del establecimiento.
Eso parece, o eso creo. Cuando Osama Bin Laden ordenó los atentados terroristas de las Torres Gemelas, no se marcó el inicio de una guerra santa. Con el paso del tiempo pudimos comprobar que el motivo de los atentados no fue la defensa de la parte ritual del Islam sino de su más estricto fondo político. Es evidente: para la ejecución de los atentados se transgredió el Corán que ordena: “«¡No os matéis! Dios, en verdad, es misericordioso para con vosotros» (Corán 4, 33)” y, en cambio, lo que se llevó a cabo, se hizo bajo el influjo de una milenaria tradición persa, la del señor de la montaña, que ordenaba la inmolación como muestra de fidelidad, como muestra de poder ante un occidente que empezaba a imponer su cultura de principios que subyacían al capital. Hace 1.000 años un enviado del señor de la montaña viajó hasta El Cairo para degollar a su califa (aliado de los templarios), sabiendo de antemano que iba a ser capturado y torturado de las formas más crueles. No estaba defendiendo su fe, sino el derecho a seguir viviendo en una sociedad que veneraba a sus sabios, y que se resistía a vivir bajo la dominación directa de occidente. Era un mensaje siniestro en la edad media y lo sigue siendo en nuestros días. Los musulmanes que se inmolaron el 11 de septiembre de 2001 no eran soldados de fuerzas especiales, armados y entrenados. Eran muyahidines que combatían asistidos por la fuerza que les daba la historia. Voluntarios, hijos de sastres, de profesores de escuela, que estaban dispuestos a despedazarse contra un edificio para derrumbar ese mundo que han odiado durante milenios y en el que un sabio vive a los pies de un rico.
La política es equiparable a la religión. Ambas encarnan el misticismo de la oratoria y la función de variar (o mantener) el pensamiento colectivo mediante axiomas y raramente valiéndose de argumentos. Un discurso político y una predicación se parecen más entre sí que lo que cualquiera de ellos pueda llegar a tener en común con una conferencia científica. La política y la religión se valen del axioma, que no es más que una idea carismática aunque no necesariamente cierta. Y tampoco necesariamente tonta. Por eso pueden cambiar el mundo: porque lo comprobable, lo argumentado con nitidez, carece de la gracia de lo intangible, y lo comprobado lleva siglos decepcionándonos.
Ahora la turba está inquieta y movida por la necesidad de un nuevo dogma, de un nuevo mundo construido con otros parámetros. Empezaron en Túnez y siguieron en Egipto, Bahrein, Omán, España, Chile e Inglaterra. Yo los veo en Youtube desde mi casa, lejos de la ciudad. Ojalá triunfen. Seríamos testigos de algo.