Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 28 de diciembre de 2011

El resultado

Los años se han acumulado sucesivamente hasta conformar mi situación actual. Es una situación que cambia todo el tiempo y a la que, naturalmente, debo enfrentarme convertido en otra persona. En una persona vestida de corbata o con la camisa por dentro, con unos principios o con otros. Uno que está en la casa, otro que está en el trabajo, uno que visita a la mamá escondiendo los defectos que ella todavía no le conoce, otro que habla tonterías en las fiestas de la empresa, que se emputa, que está tranquilo, que finge saber negociar, que se imagina millonario y que quiere aguantar hambre hasta desaparecer, por rebeldía, por falta de amor propio, o por la simple tendencia a dañar la propia obra para no obtener ningún reconocimiento ni crítica.

Eso me lleva a pensar en lo que tengo en común con el que era o trataba de ser en el pasado. No sé qué tanto sea. Por ejemplo defraudaría al que quise ser a los 16 años, y le diría al de 8 años que los vampiros no existen, que siga durmiendo tranquilo, que aunque existan, esa noche no le van a chupar la sangre, que se lo digo yo, que soy él mismo muchos años después.

Aún cambiando todo el tiempo, si me veo ahora mismo con relación al pasado, soy un resultado. Una obra humana con algunas opiniones, algunos sentimientos y una forma de hacer las cosas. Y de esa obra hay rasgos que perduran desde el inicio; el miedo al vacío, el sudor en las manos cuando alguien va a cobrar un penalty, la felicidad de estar con una mujer y poder invitarla a todo, pero sobre todo la inclinación destructiva, el impulso que me dice que me muera de hambre, que me forre en papeletas, que me monte en una moto y fracture el resultado en pedazos contra una tractomula.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Ricardo Andrés Barrero Silva

Cuando yo nací todavía no me tenían nombre. Mi mamá dudaba entre varias opciones que no se perfilaban con la seriedad de una candidatura verdadera y mi papá no era muy dado a nombrar las cosas que tenía. Había crecido en una finca sin nombre, custodiada por perros que respondían a cualquier chasquido, habitada por vacas que cumplían su función sin que mediara un vínculo entre ellas y la tierra que pastaban. No sabía en qué punto exacto del cementerio de Buga estaban enterrados sus papás y a veces incluso dudaba si estaban enterrados en Buga. En esas circunstancias era difícil que mi papá encontrara alguna relación entre mi nombre y mi personalidad o entre mi nombre y mi futuro.

Al final fue Edison Duque el que lo escogió. Era el contador de la empresa donde trabajaba mi papá; un tipo con el que trabajé muchos años después, flaco, serio, calvo, de voz gravísima, amable, gay. Edison escogió Jorge Andrés, en una época en que el Andrés era la marquilla de los nombres escogidos por la clase obrera. Mi colegio estaba plagado de todas sus combinaciones: Jairo Andrés, Ricardo Andrés, Fabio Andrés, Andrés Mauricio, Oscar Andrés, Jaime Andrés.

De todos ellos recuerdo especialmente a Jaime Andrés Quintero Gaviria. Tuve noticias esporádicas de él porque crecimos en la misma ciudad. Lo veía con cierta frecuencia, leí en el periódico cuando fue nombrado jefe de comunicaciones de la universidad, supe por mi mamá (que se encontró con la mamá de él) que era sicólogo, que la hermana estaba bien, que tal vez se casara el año siguiente.

También me acuerdo de Ricardo Andrés Barrero Silva, pero lo que recuerdo de él es diferente. Los hechos se acumulan uno tras otro formando una serie coherente que me permite ver su aspecto con claridad, pero todo se desarrolla sobre un escenario turbio, como si su recuerdo estuviera aislado en una pieza del servicio a la que uno solo entra cuando vende la casa.

A los ocho años, Ricardo Andrés Barrero Silva ya tenía cabeza de adulto. Su cara hacía pensar en un divorcio prematuro de la fantasía y los puños eran duros, como dispuestos a romper la nariz de un profesor en un momento de furia.

Hoy pensé en él. Fue como hacer un movimiento necesario de una de las fichas de segundo orden que componen la memoria.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Fábrica de pintura

Estaba muy pequeño cuando me propuse el primer objetivo serio de mi vida: pintar todas las casas del barrio. Todas, de esquina a esquina, cuadra por cuadra, incluyendo la del Doctor Chávez. El método era innovador pero no por eso de mal gusto. Arriba de mi casa, yendo hacia el parque de Riosucio, por una zona que todavía no había sido urbanizada, había montañas de tierra verde, roja y amarilla. Era una tierra compacta que no se desmoronaba al tacto, similar a la arcilla, una especie de plastilina. Por la tarde, cuando salía de la escuela, me iba para allá con un tarro metálico vacío, un balde lleno de agua y un colador. Me escondía detrás de alguna piedra y empezaba con el procedimiento que convertía un terrón amarillo en medio frasco de pintura lista para usarse en las fachadas blancas y simplonas de las casas de mi barrio. Hacía todo eso cerciorándome de que no había nadie por ahí espiando mi procedimiento. Algún ladrón que fuera a enriquecerse a costa de mi ingenio presentando la idea como propia.

Pasaba muchas horas colando la tierra e imaginándome cómo iba a pintar los zócalos de un color y el resto de la casa de otro. De uno que combinara, para que el barrio entero quedara satisfecho con su nueva cara. Movía el colador sobre la boca del tarro y echaba encima una cantidad de agua exacta que obedecía a una fórmula perfeccionada tras meses de trabajo. Una de esas tardes, mientras arrancaba terrones rojos vi que más allá de las montañas amarillas una pareja discutía algo en voz baja. Fue un diálogo breve al cabo del cual ella se bajó los pantalones y se puso de espaldas. Después se los bajó él y se pegó a ella de una forma automática y sencilla que también parecía obedecer a alguna fórmula perfeccionada tras muchos meses de trabajo. No miré hasta el final porque me faltaba mucho para completar mi meta diaria de dos tarros de pintura, que terminé casi a las seis de la tarde a causa de la interrupción.

*

Cuando Doña Edith me dijo “tan lindo” y me dio un beso, supe que me iba a decir que no. Había reunido muchos tarros de pintura en el patio de mi casa y consideré que ya era oportuno empezar a pintar por lo menos las fachadas de mi cuadra antes de que la pintura empezara a endurecerse.

El objetivo fue fracasando de puerta en puerta hasta hacerme desistir completamente de la idea. A la mayoría de los vecinos, mi proyecto les parecía enternecedor. En el fondo eso era lo que más me molestaba. Hubiera entendido perfectamente un “No, gracias, la casa está bien así”, o “Ahora no tengo plata”, pero tenían que acariciarme la cabeza, darme un bombón y mandarle saludes a mi mamá como si yo no fuera ya una existencia independiente digna de hacer proyectos y contratar.

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Muchos años después pasé por las montañas de tierra que ya han sido urbanizadas en gran parte. Ahora sería difícil para una pareja esconderse ahí. El de la pintura fue el proyecto más importante de mi vida, el que más impacto iba a tener en la sociedad.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Yasha Mazur

En El mago de Lublin, Yasha Mazur se refería a Zeftel como una de aquellas personas sobre las que se cierne esa sensación de transitoriedad, propia de los que habiendo arrancado sus raíces se sienten extraños hasta de sí mismos. Zeftel era probablemente la menos querida de sus amantes. La desaparición de su esposo la había relegado a una posición social indefinida, pero claramente desfavorable, de la que solo lograba surgir parcialmente cuando Yasha la visitaba en intervalos separados por muchos meses de distancia. Yasha, a su vez, estaba perdido. Dormía hasta tarde, engañaba a varias mujeres y consideraba el suicidio solo para resistirse a vivir tal como estaba planteado. Solo para eso, porque Yasha no estaba aburrido viviendo.

***

En Hastings me sentaba por la tarde en la playa. Cuando salía de clase compraba una cerveza, varias latas de atún y escogía un punto alejado para sentarme. Al frente estaba el mar y sumergidas en él muchas formas de vida y restos de naufragios. Pensaba que mucha gente había estado en ese mismo lugar a lo largo de la historia. Gente que desembarcó ahí desde Normandía para tomarse Inglaterra en 1.066. Guerreros nerviosos, cocineros, utileros, gente con sed de sangre que dejó algún rastro en la historia, una huella pequeña, el cimiento de muchas casualidades posteriores.

Después me iba caminando hasta mi casa. Siempre había muchas mujeres por ahí. A algunas les miraba el culo, dependiendo de mi estado de ánimo. A veces estaba tan aburrido que solo miraba los más grandes. Pero no es que estuviera aburrido, es que me parecía que la vida no tenía sentido y sentía que debía asumir una actitud más apropiada frente a una vida sin sentido; una cara más amarga, un interés más serio en destruirlo todo o por lo menos en no disfrutarlo tanto.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Pérdidas y justicia

El tío Aníbal es una de esas personas que defienden sus cosas con valor y sin embargo las pierden. Hace muchos años su esposa le confesó que le era infiel mientras él trabajaba en las minas de mercurio. De su infidelidad nació un hijo que lo miraba compasivo desde la cuna cuando llegaba temblando a causa del daño neurológico, inevitable, después de meses doblando turno en los socavones. - Yo primero mercaba y con lo que me quedaba tomaba aguardiente; dice el tío Aníbal, recalcando la injusticia, la deshonra, la rabia que le daba doblar turnos para alimentar un bastardo.

Después estuvo ocho años en una cárcel de la amazonía. Después le mataron un hijo por robarle el camión en un viaje a la costa. Después se le fue desbaratando la pequeña fortuna que había acumulado yuca tras yuca, papa tras papa, en las galerías de Yarumal, Puerto Valdivia y Campamento.

Las pérdidas tienen un historial hasta el que raramente retrocede. Cuando tenía tres años se le murió la mamá. Los dedos se le llenaron de niguas y la cabeza de piojos. Algún día se los sacudió y se enfrentó a la vida con valor; se metió al ejército, abrió un negocio, compró un camión. Compró un arma y regalos para las hermanas. Hizo justicia por donde pasaba, justicia de verdad, comida para los pobres, bala para los agresivos, confites para los niños.

El Tío ya no debe pensar mucho en la justicia. Aseguró la vejez con la renta de una cafetería pequeña en Timbío que surte hasta la mitad de la estantería. Se sienta detrás del mostrador y ve, a través de la puerta, una o dos esquinas del mundo que lo acogió durante ochenta años, dándole y quitándole, lo que quiso y lo que no quiso.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Steinar

En Paraíso reclamado, Steinar de Steinahlidar es reconocido por su habilidad para construir muros de piedra; un talento que casi pasa desapercibido cuando sus vecinos notan que el esfuerzo que le cuesta construirlos es insignificante frente a la dedicación que le cuesta mantenerlos. De hecho muchos de los muros que rodean su propiedad no fueron construidos por Steinar, sino por su abuelo y su bisabuelo, muchos años atrás, cuando Islandia era solo una propiedad danesa perdida en el mar a la que la distancia que la separaba de cualquier imperio colonial y su aislamiento histórico le conferían una cierta soberanía.

Su propiedad era un ejemplo de laboriosidad y de empeño incansable. Cuando notaba que las piedras eran desacomodadas por los aludes del invierno, se apresuraba a conseguir piedras mejores que no dejaran advertir el desgaste natural que los muros habían sufrido a lo largo de los años. Los pastos siempre estaban verdes en Hlidar. Las ovejas rotaban con disciplina de un potrero a otro en una rutina aprendida de generación en generación. Las bridas de los caballos siempre estaban en buen estado y las vacas no daban más, ni menos leche, de la que se esparaba que dieran.

Steinar era una de esas personas que reflejan su bondad evitando las respuestas contundentes. Ante una proposición indeseada respondía siempre con un vago ji ji ji, un ji ji ji que no lo comprometía y que con el paso del tiempo le aseguró algún respeto entre los vecinos.

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C. Bukowski propuso que la moralidad dependía del desorden; que un hombre moral siempre tenía la cocina desarreglada y que unos platos limpios eran propios de alguien de quien, por lo general, se podía sospechar.

Antes, cuando no había tenido a mi cuidado cosas más importantes que un vaso, un huevo o un juguete pensaba que eso podía ser cierto. Que el orden exterior podía ocultar un desorden interior sucio y vicioso. Ahora no tanto. Me dieron un perro enfermo y pienso que está bien llevarlo al veterinario y darle cumplidamente los medicamentos. Me gusta cambiar los bombillos que se funden, remojar las matas y pintar los marcos de las ventanas que empiezan a descascararse. Es posible que con eso esté camuflando alguna aberración desagradable, pero creo que se haría más desagradable si la cultivara en el olor a cobija mientras miro con indolencia la salsa de tomate seca sobre los platos. Opino que la gente se hace mejor en los oficios manuales, en la carpintería, en la jardinería o la mecánica, porque su destinación exclusiva a encontrar un producto final, un artículo real, en contraste con el rumbo indefinido del mundo, da una seguridad que la maldad escasamente se atreve a penetrar.

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Steinar estuvo varios años en Utah con los mormones. Se lo llevaron tentado con la promesa de encontrar allí la verdad; eso que sabía que existía pero que le parecía lejano cuando estaba en Hlidar reparando los muros o puliendo las bridas. Al regresar, muchos años después, encontró los muros destruidos y las piedras diseminadas por todo el campo. Alguien que pasaba lo vio recogiendo las piedras y le preguntó qué hacía. Steinar le contestó -Encontré la verdad y la tierra adonde reside. Eso es importante, desde luego, pero ahora me parece más importante construir de nuevo este muro.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Dos goles

Cuando nos pagan, Daniel Mauricio cruza la calle hacia los cajeros de Bancolombia y saca los $470.500 que le pagan por ser aprendiz de archivo documental. Su contrato tiene un sello que aparece en letras moradas debajo de la firma del gerente, un sello que sentencia una condición ambigua por la que todos se preguntan y de la que se derivan su 1.50 de estatura, la conformación extraña de sus manos y una mirada profunda que muchos confunden con impertinencia o incluso con insubordinación. La inscripción DISCAPACITADO se extiende justo al lado del número de su cédula como si fuera un atributo más de su personalidad equiparable al número telefónico, la dirección o el lugar de nacimiento.

Todos los días, a las 5:30 de la tarde, Daniel Mauricio entra a mi cubículo, me da la mano y se despide efusivamente antes de mezclarse con la multitud enajenada del metro hasta la estación Itagüí. La semana pasada me preguntó si iba a jugar fútbol el jueves en Señor Gol . -Se lo digo a usted, pero solo a usted: prometo meter dos goles, me dijo, revelándome una premonición que a la postre se cumplió y que él mismo se encargó de recordarme cuando nos poníamos otra vez la ropa en el camerino. - Dos goles, ¿se acuerda?. Me lo dijo entre risas, porque siempre le sale una risa grande mientras trabaja, cuando juega fútbol o cuando uno de los otros practicantes se refiere a él como Manyoma. En este momento me está mirando desde el fondo del archivo. Se está riendo mientras rasga montones de expedientes viejos, sentado en una caja llena de más expedientes viejos.
A veces veo algo más detrás de esos ojos amarillos; tal vez a un bienaventurado, a un limpio de corazón que será grande cuando entre, mirando para todos lados, al reino de los cielos.

lunes, 31 de octubre de 2011

Cavall

Sancho camina por el prado y tiene algunos sitios preferidos para echarse. Últimamente ladra mucho, sobre todo por la noche, en lo que parece una comunicación sentida con el perro del frente y a veces con el de Doña Amparo que ladra más grave y pausado desde la esquina. Tiene un enemigo que se llama Negro. Siempre que lo ve empieza a saltar y a morder. Corre rabioso por las fronteras de lo que él más o menos conoce como su territorio y se me acerca tosiendo y jadeando, con una inquietud que solo logro calmar a veces con un pedazo de salchichón. - Es una persona, pienso.

Cuando llegó tenía 29.000 glóbulos blancos, una cifra descomunal para un perro. Tosía mucho más que ahora y miraba la comida con indiferencia. Las patas traseras estaban entregadas por completo al trabajo de arrancarse las garrapatas cuyo tamaño, en muchos casos, sobrepasaba el de la uña de mi dedo pulgar. Se las arranqué todas. Él se sentaba dócilmente entre mis piernas y yo le iba arrancando, uno por uno, los insectos diabólicos cuyas crías sonaban como aceite caliente cuando las quemaba con el encendedor. Su infección parecía fatal y aparentemente había llegado a la sangre por intermedio de la multitud de insectos agolpados en sus coyunturas, pero supuse que con medicamentos fuertes y algo de cuidado se iba a recuperar hasta ganar la fuerza suficiente para arrastrarme con el cuello cuando saliéramos a caminar.

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A tres kilómetros de mi casa empezaron la construcción de Cavall, una especie de complejo habitacional anunciado en las vallas con el slogan horse lifestyle. Da la impresión de ser una idea suntuosa concebida en la mente de un arquitecto vestido con zapatos de cuero blanco, que mira el mar desde un balcón en los cayos de Florida.

Cada trescientos metros hay un aviso metálico que anuncia la ruta con flechas y una distancia que decrece como si en efecto, al llegar, uno se fuera a encontrar con un tesoro. Cavall a 3 kilómetros, Cavall a 2. 7 kilómetros, Cavall a la derecha. Ahora son frecuentes por la carretera destapada los BMW con placas de Bogotá y las camionetas Porsche conducidas por señores canosos de gafas oscuras que mantienen su compostura presidencial, en la incomodidad de unos baches que es delegada por completo a la suspensión perfecta de sus carros alemanes.

El sábado, Sancho y yo salimos a caminar por esa ruta que parece conducir a la perfección. Don Jaime Giraldo, simulando ignorancia, ya se ha negado tres veces a venderle su tierra al consorcio cubano - americano que construye casas de dos mil metros cuadrados para aficionados a los caballos alrededor del mundo. Él sabe de negocios lo que ha aprendido en las ferias de ganado de La Ceja, Rionegro y El Carmen de Viboral. - Nada vale más que lo que uno no quiere vender, me dijo un día que lo recogí en la carretera. - Ellos mismos nos están valorizando lo que después nos van a querer comprar y no les vamos a querer vender.

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Sancho movía las orejas confundido por la voz chillona, pero segura de Don Jaime Giraldo, que se despedía perdiéndose en el horizonte cotidiano del Alto del Perro. Llegamos a un lago, creo que unos patos estaban nadando. Creo que había unas nubes y algo de lluvia. Creo que yo estaba en pantaloneta y estaba contento. En algún momento todo me pareció confuso. Como si el calendario, los términos y la noción de cumpleaños hubieran perdido sentido en la mente de un loco. Miré a Sancho, que estaba vivo y él me miró, como si no supiera muy bien lo que era estar vivo, pero me lamió y eso lo mantuvo tranquilo.

jueves, 20 de octubre de 2011

El cubo


El fin de semana me rompí la cabeza con una tabla. Un rato después, cuando almorzaba, vi que me salía sangre. No era mucha y provenía de una herida superficial, de un rasguño. No salía la sangre espesa de las heridas graves sino un agua roja sin consistencia como un refresco instantáneo. No fue un acontecimiento, ni uno de esos accidentes peligrosos que son objeto de grandes historias, pero fue un momento con su mérito: “la primera vez que me salía sangre de la cabeza”. Unas horas antes, mi primito José había encontrado un cubo rubik en la biblioteca y me pidió que se lo regalara. Me dijo que seguro se iba a demorar muchos años armándolo, incluso después de ver los videos en youtube de niños de su misma edad que lo armaban en 7.8 segundos.

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No sé si la vida sea algo bueno o malo. No me dan ganas de morirme, pero no sé si escogería volver a nacer si tuviera la opción. Me gusta estar aquí, organizando la ropa para el día siguiente, comprando la crema de dientes cuando se acaba, esperando a que me paguen la quincena y tratando de ajustar mis ingresos a mis gastos. Es como armar un cubo rubik, cada uno su propio cubo rubik, mientras es de noche y nos vamos a acostar. Al otro día todos madrugamos otra vez, nos bañamos y nos vestimos para seguir intentando armar el cubo rubik, y a veces alguien lo arma y todos los demás lo miramos y decimos “ese armó el cubo”; y el que armó el cubo sale en revistas y se nota satisfecho porque al fin y al cabo logró lo que todos intentábamos.

Yo lo intento todos los días en una oficina. Y mientras lo armo veo destellos de algo fundamental.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Un caso particular

Hoy me desperté y cuarenta minutos después salí de la casa seguido por el perro. No pensé nada mientras manejaba hacia el trabajo, pero la frase “No tengo problemas de verdad” iba conmigo, dentro del carro, como el feto de una idea que la mente todavía no sabe que va a parir.

En la hora del almuerzo jugué pingpong un rato. Volví a mi puesto y le he dado respuesta medianamente ágil a las solicitudes pendientes. Al otro lado del vidrio pasan auxiliares, aprendices y, con menos frecuencia, subgerentes. Hoy es un día más o menos normal, solo que apareció otra vez esa idea inconstante de “yo no escogí nada de esto” y “nada de esto me importa”. No hablo del trabajo ni del caso particular que tengo por vida sino de las cosas que veo todos los días, y de las que podría ver, en el mejor de los casos, si todo en el mundo se acomodara para agradarme.

La pregunta “¿Qué soy?” enloqueció a Matty en La oscuridad visible. Seguramente porque nunca pudo entender si la vida era un engranaje y si uno debía hacer su trabajo como parte de ese engranaje y qué tipo de trabajo era el apropiado y moral para que el engranaje no solo se moviera, sino que se moviera bien; o si por el contrario solo éramos piezas aisladas, convocadas a vivir libremente en un escenario del que nunca debieron apropiarse los principios, ni la noción de conjunto.

Cuando vuelva a mi casa, el perro me va a perseguir otra vez y va a mover la cola hasta que le sirva la comida. Eso no me dice nada, o casi nada. Movimiento y especies de diferente rango con necesidades de diferente rango. Debe haber algo más; un patrón escondido en esa secuencia de hechos, pero no lo puedo pensar y solo puedo llegar a una conclusión intermedia: La vida es solo la jerarquía particular de un acontecimiento general en el que nos perdemos la mayor parte. La fracción que nunca vamos a conocer, que sucede mientras parpadeamos; que flota, esperando ser pensada, en el limbo prenatal de las ideas cuya concepción apenas logramos acariciar en días más o menos normales como este.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá

El tío Zabulón dice que el Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá, tiene balcones y pista descubierta donde las mujeres bailan en pantaloncitos y brasier. Mientras dice eso me agarra de la mano para hacer énfasis en lo verdadero de la historia. Estuvo allá en los años 40 o 50 cuando se fue huyendo de Riosucio y después de Quinchía, de Guática, de Ansermanuevo y de una fila interminable de pueblos que iba dejando atrás junto con las botellas de aguardiente vacías y las mujeres que había embarazado y que nunca iba a volver a ver.

Ahora tiene 89 años y para corroborar que se encuentra lúcido, hace bromas en las que induce a los demás a pensar que está senil o que delira por la proximidad de la muerte. A las doce del día, después de estar callado toda la mañana, dice “Qué luna tan bonita, parece de día” y sigue callado, sentado al lado de un bafle del que salen pasillos a todo volumen.

Cuando todo parece normalizarse y observa atento una conversación sobre los candidatos a la alcaldía de Medellín, dice que las novias nos tienen que creer que sabemos volar para que cuando no estemos en la cama por la noche, y nos reclamen, podamos decir que estábamos por ahí volando. Entonces la abuela le pasa una aromática y se la toma despacio dando sorbos sonoros. Cuando termina, pone el pocillo sobre el mantel y dice que si hubiera empezado a tomarse eso desde pequeño, habría podido aspirar a vivir hasta los quinientos años o más.

Se está quedando completamente sordo, o eso creemos, porque también puede estarnos engañando. De hecho sabemos que así como ahora se hace el loco, en los años 50 sobrevivió a la violencia política, haciéndose el cobarde y guardando la venganza para muchas décadas después. Solo sabemos de una vez que reaccionó inmediatamente. Por alguna razón un militar le pegó en la mano con la correa del uniforme. El Tío le pegó un tiro en la rodilla y tuvo que huir, cruzando pueblos con identidades falsas, buscando albergue en las veredas, devolviéndose para desorientar a los sabuesos. Fue huyendo que alguna vez llegó a Tuluá y siguió derecho hasta las afueras, donde empezaron a desaparecer las casas.

El fin de semana, antes de despedirnos, habló de algunos bares que él conocía y se mostró curioso sobre los que yo conocía. Me preguntó si había estado en los bares de Bello y Envigado. Al final, después de valorar mentalmente los recuerdos, me dijo que el lugar que más le había gustado, de todos los lugares en los que había estado, era el Estadero Estambul, a las afueras de Tuluá

viernes, 16 de septiembre de 2011

Summerfields

Cuando llegué a Hastings, un taxi me llevó a la casa ubicada en el 24 Manor Road. Allá me abrieron la puerta dos ancianos que me miraron con curiosidad, como si hubiera llegado una mascota nueva y le estuvieran adivinando la raza. Me decían Welcome George, good evening y yo les respondía thank you, thank you, good evening.

En ese momento me presenté y ellos me analizaron como un bulto de virtudes y defectos desconocidos que se fueron revelando poco a poco. - He´s quite shy, escuché que dijo Brenda mientras yo subía con las maletas hasta el tercer piso. Subí con la cara roja, puse el morral en la cama y saqué la plata que quedaba en un bolsillo pequeño. Pensé salir un rato pero ya estaba muy tarde. Además iba a tener que pasar por la sala donde Brenda y Robert veían televisión, ahogados de la risa y diciendo groserías británicas.

Al día siguiente llegué a clase muy temprano. Recuerdo especialmente a mi primer compañero de actividades: Kazutaka Hosegawa. También a Olivier, un militar francés que se sentaba en el rincón y se ponía una chaqueta de gamuza clara y vieja. Kazutaka me dijo que era ingeniero y vivía en Yokohama. Tenía dos hijos y a veces visitaba a los papás en una isla del norte.

***

Con el tiempo Brenda y Robert empezaron a impacientarse. Yo me comportaba tan bien como podía; era educado, daba las gracias, organizaba mi ropa y comía despacio. Tal vez esperaban un comportamiento más explosivo para no desconfiar. Eran un par de ancianos y su expectativa mínima era que me fuera de viaje un fin de semana, que contara un chiste en la comida o que por lo menos hablara de sexo.

Más arriba, en Vicarage Road, vivía Kai. Un día nos hicimos amigos. Se fue seis meses después, mientras Inglaterra y Alemania jugaban un partido por la Eurocopa 2.000.

Un día empaqué la maleta y me fui de la casa de Brenda y Robert. Habían salido al supermercado y no me encontraron cuando volvieron. Seguramente confirmaron lo que muchas veces habían pensado y se regañaron mutuamente por los momentos en que uno increpó al otro por decir que no confiaba en mi. Me fui para Vicarage Road, a la casa 61 y viví los seis meses siguientes en el espacio libre que había dejado Kai, en la casa de Kate Lee - Ranwick, un remanso de libertinaje que encabezaba ella, corriendo detrás de los gatos por toda la casa, dejando ver una teta a intervalos y lanzándole maldiciones a Jack, su hijo de cuatro años.

Ya llevaba siete meses viviendo en Hastings cuando decidí cambiar de ruta para llegar a la escuela. Iba caminando por el borde de un muro cuando escuché gritos al otro lado. Kazutaka estaba ahí y también Nguema y Thomas. - pasámela, puto! gritaba un mexicano que se proyectaba por la banda derecha. Al fondo decía Summerfields, en letras estilo Hollywood.
Durante los meses siguientes jugamos fútbol todas las tardes. Niños mezclados con ingenieros japoneses, árabes con camisetas del Manchester United, mexicanos que retaban la paciencia de muchachos suecos.

Un año después salí de Vicarage Road. -You have to come and do me before you go, dijo Kate. No fue así, porque salí corriendo con la maleta en la espalda y la descargué al lado del letrero de Summerfields. Jugamos un partido largo y cuando se acabó ya era muy tarde para volver a Vicarage Road, entonces corrí otra vez con la maleta en la espalda y grité -Taxi! Me asomé por la ventana y me despedí de los muchachos que jugaban en Summerfields. Kazutaka llevaba el balón y se aproximaba rápidamente a la portería contraria. Tal vez se dió cuenta del letrero que decía Airport en la puerta del taxi. Entonces paró hundiendo los guayos en la grama, cogió el balón en la mano y corrió hasta el borde de la cancha para despedirse.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Visitantes

Hay gente que llega una vez cada dos o tres años. En este caso particular llegan en temporadas distintas Lukas, el Tío Aníbal, Monique, Luis y Ricky. El Tío Aníbal vive en un pueblo del Cauca, Ricky en Nueva York, Monique en París, Luis en Málaga y Lukas en Montpellier. Cuando llegan parecen haberle dado cuatro vueltas al mundo antes de aparecer en la sala de mi casa, envejecidos o simplemente distintos y recordando esa imagen vaga de Gandalf que va y vuelve de un lugar a otro, o las apariciones espectrales de Melquíades, el gitano de 100 años de soledad.

Me gusta cuando ellos llegan de alguna parte. Lukas es muy callado y no cuenta las historias de sus viajes a Marruecos, a Croacia o a Letonia. Cuando viene, vamos a la tienda por una botella de aguardiente y nos sentamos en las sillas que hay afuera, en el andén, o en la sala de mi casa. Con su ropa diferente y cada vez con menos pelo, Lukas parece traer un reporte del mundo exterior que no quiere contar.

El Tío Aníbal ya no llega con esos bagres de metro y medio que traía cuando era pescador. Ahora llega masticando un espartillo y le entrega a mi abuela un rollito de plata que ella le va devolviendo gradualmente durante el tiempo que dura su visita. Él sale al parque y conversa con señores que ya casi no lo reconocen pero que identifican su nombre y lo asocian con una lista remota de la infancia.

Ricky habla de sus aventuras con bandas de rock en los 60s y me regala souvenirs de The Who, cachuchas de la Carpintería Domínguez o camisetas de los New York Yankees. Se sienta en la parte de adelante del carro y saca el brazo por la ventana. Cuando volvemos a la casa prende el televisor y pasa canales hasta encontrar un partido de béisbol. Se queda ahí muchas horas, rodeado de botellas de Pepsi y empaques de Milky Way.

Luis casi nunca viene. A veces he visto a su hermano Roberto que viene con cierta frecuencia. Es oficial del ejército español y aunque es muy joven su cara no ha sido ajena al hecho de haber estado dos años en la Franja de Gaza. Se parecen mucho. Casi parecen la misma persona, aunque Roberto encarna una versión más corpulenta y saludable. Luis está terminando un doctorado en política criminal en la universidad de Málaga y trabaja en el bar de un hotel mientras consigue algo mejor.

Monique vino esta semana. No habla de La Sorbona ni de las calles de París. Estuvo tres días en mi casa y se volvió a ir. Dice que no sabe qué hacer cuando termine la carrera, si quedarse en Francia o volver a Colombia. Tiene 20 años y estudia filosofía. Sabe que hay un mundo entero donde puede vivir, un mundo que además no es muy grande y en el que siempre es posible viajar de un lugar a otro en menos de un día. Pero hay algo diferente al tiempo e incluso a la distancia que no equivale a ningún valor numérico y que aleja a los que se van hasta convertirlos en espectros que aparecen de vez en cuando en la puerta de mi casa. En algún momento de su vida, el Tío Aníbal se demoró 23 años para emprender ese viaje de un día.

jueves, 25 de agosto de 2011

Escuela PIO XII

En 1.989 vivía en Riosucio. Salía a las seis y media de mi casa y pasaba por la casa de Oscar Andrés para subir caminando juntos hasta la escuela PIO XII, a veces con Olver, que era hijo de un policía, con más o menos todo lo que eso implicaba.

En la escuela a veces hablaba con Maria Luisa, que era mi novia, pero era mi novia de verdad; no era un sentimiento inocente de niños. Me parecía tan bonita que todo el tiempo le quería dar besos y verle los calzones. En el descanso hablábamos o jugábamos con Marquitos que era mi amigo, un niño indígena que tenía los dientes podridos pero que nunca lloraba ni decía que no, aunque tampoco proponía nada, ni iba más allá de la iniciativa que lo rodeara.

*

Me acuerdo muy bien de Marquitos y de Maria Luisa, de lo malos estudiantes que eran y de lo maluco que olían. Y me acuerdo también de lo que yo era en ese momento, aunque solo había empezado a existir parcialmente y era casi un ente con una historia lineal. Porque la vida no empieza toda de una vez, sino por partes que se van juntando. Un día uno aprende a leer, otro día empieza a pensar en la plata, en el sexo, en la muerte. Después esas partes se juntan y uno se forma una impresión de cada una. Opina algo sobre la plata, prefiere algo en el sexo, intuye algo sobre la muerte. Todo se mezcla adentro y de la combinación resulta, incluso, que uno decida pasar la calle o esperar un rato. En nuestra ruta diaria pensamos en las cosas que lograron interesarnos a lo largo de los años y tratamos de enlazarlas para formar un destino, uno más o menos sano, en el que las dudas no prevalezcan sobre la tranquilidad de estar vivo, de ocupar un espacio, y de conservar la pista que al final nos permita mirar desde un extremo al otro de la vida, sin que nos deje ciegos la intermitencia.

viernes, 19 de agosto de 2011

Obrar mal

En Touareg, Gacel Sayah llega desubicado a la ciudad. Ha vivido toda la vida en el desierto y ahora tiene la misión personal, la resolución definitiva de ejecutar su venganza matando al presidente si no le devuelven a su familia. Lleva el rifle y la espada entre una alfombra que carga todo el tiempo, y un revólver en el mismo talego de cuero donde guarda los dátiles, las almendras y la cantimplora con agua.

Me gusta cuando alguien tiene el propósito firme de matar a otro, cuando calcula la estrategia sin rabia; espía, se esconde y al final dispara y se va. Seguramente nadie tiene el derecho de acabar con otra vida, pero no voy a hablar de derechos y deberes, sino del asesinato, esa emoción que supera el pacto de adhesión que hacemos con la sociedad al nacer.

Hay un instante raro cuando dos destinos insignificantes se encuentran y uno se impone al otro dejándolo sin vida. No sé si ese momento pueda ser injusto. Recuerdo lo que dice Segismundo en La vida es sueño para argumentar su conducta pacífica cuando es tentado a la guerra:

Estoy soñando, y quiero
obrar bien, pues no se pierde
obrar bien, aun entre sueños.


Pero ¿Qué tan injusto puede ser obrar mal, si es en sueños?

jueves, 18 de agosto de 2011

1

Si bien tengo un carácter sereno y tiendo más bien al celibato de las emociones, me agito en secreto cuando veo que la turba inconforme sale a la calle, protesta contra un enemigo ambiguo y superior, causa destrozos y marcha con la cara enajenada dispuesta a borrar del mundo todo rastro del establecimiento.

Eso parece, o eso creo. Cuando Osama Bin Laden ordenó los atentados terroristas de las Torres Gemelas, no se marcó el inicio de una guerra santa. Con el paso del tiempo pudimos comprobar que el motivo de los atentados no fue la defensa de la parte ritual del Islam sino de su más estricto fondo político. Es evidente: para la ejecución de los atentados se transgredió el Corán que ordena: «¡No os matéis! Dios, en verdad, es misericordioso para con vosotros» (Corán 4, 33)” y, en cambio, lo que se llevó a cabo, se hizo bajo el influjo de una milenaria tradición persa, la del señor de la montaña, que ordenaba la inmolación como muestra de fidelidad, como muestra de poder ante un occidente que empezaba a imponer su cultura de principios que subyacían al capital. Hace 1.000 años un enviado del señor de la montaña viajó hasta El Cairo para degollar a su califa (aliado de los templarios), sabiendo de antemano que iba a ser capturado y torturado de las formas más crueles. No estaba defendiendo su fe, sino el derecho a seguir viviendo en una sociedad que veneraba a sus sabios, y que se resistía a vivir bajo la dominación directa de occidente. Era un mensaje siniestro en la edad media y lo sigue siendo en nuestros días. Los musulmanes que se inmolaron el 11 de septiembre de 2001 no eran soldados de fuerzas especiales, armados y entrenados. Eran muyahidines que combatían asistidos por la fuerza que les daba la historia. Voluntarios, hijos de sastres, de profesores de escuela, que estaban dispuestos a despedazarse contra un edificio para derrumbar ese mundo que han odiado durante milenios y en el que un sabio vive a los pies de un rico.

La política es equiparable a la religión. Ambas encarnan el misticismo de la oratoria y la función de variar (o mantener) el pensamiento colectivo mediante axiomas y raramente valiéndose de argumentos. Un discurso político y una predicación se parecen más entre sí que lo que cualquiera de ellos pueda llegar a tener en común con una conferencia científica. La política y la religión se valen del axioma, que no es más que una idea carismática aunque no necesariamente cierta. Y tampoco necesariamente tonta. Por eso pueden cambiar el mundo: porque lo comprobable, lo argumentado con nitidez, carece de la gracia de lo intangible, y lo comprobado lleva siglos decepcionándonos.

Ahora la turba está inquieta y movida por la necesidad de un nuevo dogma, de un nuevo mundo construido con otros parámetros. Empezaron en Túnez y siguieron en Egipto, Bahrein, Omán, España, Chile e Inglaterra. Yo los veo en Youtube desde mi casa, lejos de la ciudad. Ojalá triunfen. Seríamos testigos de algo.

martes, 16 de agosto de 2011

La gente que viaja a París

Saliendo de mi cubículo, a la derecha, está Paola. Se casó hace tres meses y estuvo en París de luna de miel. No tiene cara de haber estado en París, tal vez porque no sufrió la transformación que infantilmente supongo en alguien que se ha desplazado tan lejos de su lugar original. Salió de Medellín un día, recorrió 25.000 kilómetros y volvió un mes después siendo la misma persona. Ahora está embarazada y sube hasta el cuarto piso acariciándose la barriga con la palma de la mano. A veces no la acaricia, simplemente la sostiene. Las compañeras del área comercial se reúnen en torno a su computador para ver las fotos del matrimonio, analizar el vestido de novia y suspirar por esas calles inalcanzables de París, tan cerca, ahora, en la pantalla. Paola habla mucho de Harlin, su esposo, que es gerente de un hospital. Harlin, Harlin, Harlin. Cuando la veo caminar hacia mi escritorio pienso en lo mucho que quiere a Harlin y en el efecto favorable que ha causado su propaganda en la empresa, pues ahora todas quieren a Harlin. Harlin se ha convertido en el patrono, única esperanza y referencia para la multitud de solteras que teclean balances, dirigen memorandos o simplemente acumulan juiciosamente semanas de cotización para no perder el tiempo mientras llegan sus príncipes que, tal vez, con algo de suerte, serán versiones de menor nivel, pero cercanas a Harlin.

***


Saliendo para el otro lado, a la izquierda, está Claudia Berrío. Se nota que invierte el salario con mesura en cada cosa. Sus zapatos son baratos, pero bonitos y discretos, como el paso con el que camina para no arruinarlos en un tropiezo contra el andén. Claudia se pone roja cuando uno le habla, y yo me pongo rojo porque ella se pone roja, lo que le da a nuestros encuentros una cierta altura moral, una connotación asexual, porque Claudia es sobre todo eso: un objeto sin sexo. El papá de Claudia se llama Juan de la Cruz y era obrero de construcción hasta septiembre del año pasado cuando cayó desde una altura de 10 metros y quedó inhabilitado para el trabajo. Como le fue negada la pensión de invalidez, Claudia debe manejar cuidadosamente los 837.000 que se gana: armar rollitos de billetes para pagar las facturas, tratar con delicadeza la ropa vieja para que no se gaste, comprar un mercado de productos genéricos, estricto y sin colores.

***


Yo creo que a Claudia no le gusta Harlin. Me imagino que si ella hubiera ido a París, en lugar de Paola, se hubiera sentado por ahí en un parque, y hubiera sacado meticulosamente un sánduche de la cartera, y después un termo. Más tarde habría caminado en silencio hasta el hotel, habría llamado a la casa y le habría dicho al papá: -este lugar es muy bonito, y te llevo un regalo.

jueves, 11 de agosto de 2011

Por ahí

Los guías en el desierto dicen que nada desmoraliza y agota más a los hombres que estar vagando de un lado a otro sin un destino concreto. Entonces siguen adelante aunque estén convencidos de haber escogido el camino equivocado y confían en que la persistencia en el error los haga llegar a alguna parte.

En los últimos diez años he estado en muchos lugares, casi siempre interpretando lo que parece un personaje distinto. Trabajé con Jiménez en la oficina entapetada del Edificio Don Pedro; en Pizza Factory, repartiendo pizzas en una moto. Estuve en la universidad, aprendiendo una profesión; comprando telas en el centro de Medellín para surtir el negocio de mi abuela; en otros países; en la casa sin trabajo; apostando; solo, en una finca, por varios años; en Manizales, otra vez, intentando un negocio con la fe puesta en la misma fe que mi familia tenía puesta en mi.

Sin embargo, hay un rasgo que ha perdurado por encima de las circunstancias. La impresión de estar vagando como un péndulo en un rango fiel; de haber salido de la casa con una resolución que llega a su cumbre antes de empezar a ejecutarse. La sensación de estar por ahí, sin importar la jerarquía del momento presente. De todas formas, no se podría decir que voy por ahí sin rumbo. Más bien que soy un emprendedor, en un sentido tan literal, que cuando llego al borde que separa la idea del hecho abandono las dos cosas para no quedarme sin un propósito. Y entonces empiezo uno nuevo y cuando lo dejo, se agranda la bolsa de todos los posibles desenlaces, la incertidumbre por no haber persistido en el error, en alguno de ellos.

jueves, 4 de agosto de 2011

La Antártida

Cuando uno sale del hospital el tiempo pasa lento y pesado como si el escape de la muerte hubiera ocurrido sobre el lomo de un elefante. Las cosas en la habitación retoman su lugar. El televisor, los cojines y la ropa doblada en los cajones adquieren sentido nuevamente porque tienen un dueño que está vivo y que no va a relegarlo todo al polvo y al olvido. Casi parecen alegrarse cuando uno abre la puerta al regresar.

Algunos centímetros hicieron la diferencia. Una combinación entre milagro y simple circunstancia física me tenía de vuelta en la casa, abriendo las ventanas, buscando alcohol en el botiquín y caminando hacia el patio para descolgar las camisas secas.

Si hubiera tenido tiempo de defender algo, habría defendido el hígado. Siempre me impresionó la imagen de los hígados de vaca sangrando en las carnicerías. Todo pasó muy rápido. Cuando supe que no estaba recibiendo puños sino cuchilladas ya me salía sangre por cinco orificios diferentes. Alguien gritó que me habían matado, hubo un revuelo y gestos de pánico pero yo solo sentía el contacto tibio de la sangre que me había entrapado por completo la camiseta. Algunas gotas caían al suelo. El líquido rojo formaba pequeños cauces en los empates de las baldosas blancas. Eran las seis y media de la mañana. Estaba lejos de mi abuela que a esa hora servía el desayuno y repartía tortas de chócolo y arepas de fríjol en los platos dispuestos alrededor de la mesa. Estaba lejos de cualquier momento tranquilo y sin embargo, sentía algo de placer. Me seguía lanzando cuchilladas al pecho, a la espalda, a la cabeza. Veía los reflejos plateados de su chaqueta Nike en el aire. Sentía el corte del cuchillo brasilero entrando en mi carne, como si se tratara de un filete, de un chorizo. La pérdida de sangre parecía ya algo invencible, como cuando uno apuesta todo su dinero a una carta mala y el adversario responde con una apuesta mayor. Tenía solo seis litros de algo que se derramaba sin frenos, a boborbotones, y que amenazaba con dejarme seco del todo, como un motor viejo sin irrigación de aceite que al final se funde.

Era una madrugada fresca. Me imaginaba una gota de sangre que caía sobre la Antártida y se expandía lentamente hasta convertirla en un continente rojo, como un helado. Sobre la mesa de la sala había tres botellas de aguardiente. Estaban vacías y rodeadas de ceniza de cigarrillo y restos de papas fritas. Sentía un mareo leve, pero prevalecía una sonrisa, una pequeña retribución al absurdo por haber superado el trámite predecible de la realidad. Ahí estaban juntos: la realidad y el absurdo, revueltos a mil revoluciones, causando conmoción y mareo.

William me gritaba que no me durmiera. Manejaba mi Renault 9 rojo en primera sostenida, cuesta arriba, por un camino lleno de curvas y baches. Paró, se bajó del carro y le pegó patadas a las llantas. - Hijueputa, Negro, ¿por qué le tenía que pasar esto a usted?
Martín me sacudía desde el puesto de atrás. Apretaba la camiseta que me habían puesto como torniquete y sostenía en la otra mano una estampita del Sagrado Corazón. - Tranquilo, Barbacoas, decía mientras me acariciaba la cabeza con rudeza. - Tranquilo que no te vas a morir.

Primero estuve en la Clínica del Seguro Social de donde me despidió el rictus ultraconservador del médico que se negaba a atenderme medio borracho y acuchillado. -En una riña, supuso, o tal vez, incluso, mientras atracaba un supermercado. William destrozó las probetas y le dio patadas a las camillas. - Pedazo de hijueputa, cacorro, comprate una bata de corazones, le dijo al médico mientras salíamos, con esa cara suya de perro albino y feroz- ¡Fea! le gritó a la enfermera.

Varios niños tosían en la sala de espera y un jubilado se quejaba en voz alta de dolor de cabeza. Al frente una señora negra rajaba una papaya y la convertía en rodajas para la venta. En el otro andén un BMW azul retrocedía lentamente y con elegancia hasta encontrar el ángulo perfecto para entrar al garaje. Adentro iba un especialista sin cicatrices, limpio y canoso, distante muchos milenios del mono y de la violencia.

Entré al Hospital de Caldas sin camisa. -Mijo, entre primero usted, que se está muriendo, dijo una señora que se agarraba la barriga con las dos manos. - Permiso, permiso, ordenaba William, muy alterado, estrujándome hasta la camilla principal.

***


De ahí salí remendado, tranquilo. Martín me prestó una chaqueta y un pantalón de sudadera. Dejé a William en la casa y me fui manejando despacio, cruzando la ciudad hasta mi barrio. Las tiendas estaban cerradas porque era domingo. Paré, de todas formas y me quedé ahí, sentado en un muro, afuera del estanquillo La Garrafa. Un carro plateado pasó con las luces medias encendidas y el reflejo directo del sol en el capó. En el asiento de atrás una niña de cinco o seis años se asomó por la ventana. Se acababa de bañar y escuchaba una canción de Gloria Estefan a todo volumen. Me sonrió y yo le sonreí de vuelta. Otra vez era un vivo común y corriente y estaba más o menos triste. Subí dos cuadras y abrí la puerta de mi casa. Mi mamá levantó la cabeza, me miró brevemente, y siguió rezando el rosario.