El tío Aníbal es una de esas personas que defienden sus cosas con valor y sin embargo las pierden. Hace muchos años su esposa le confesó que le era infiel mientras él trabajaba en las minas de mercurio. De su infidelidad nació un hijo que lo miraba compasivo desde la cuna cuando llegaba temblando a causa del daño neurológico, inevitable, después de meses doblando turno en los socavones. - Yo primero mercaba y con lo que me quedaba tomaba aguardiente; dice el tío Aníbal, recalcando la injusticia, la deshonra, la rabia que le daba doblar turnos para alimentar un bastardo.
Después estuvo ocho años en una cárcel de la amazonía. Después le mataron un hijo por robarle el camión en un viaje a la costa. Después se le fue desbaratando la pequeña fortuna que había acumulado yuca tras yuca, papa tras papa, en las galerías de Yarumal, Puerto Valdivia y Campamento.
Las pérdidas tienen un historial hasta el que raramente retrocede. Cuando tenía tres años se le murió la mamá. Los dedos se le llenaron de niguas y la cabeza de piojos. Algún día se los sacudió y se enfrentó a la vida con valor; se metió al ejército, abrió un negocio, compró un camión. Compró un arma y regalos para las hermanas. Hizo justicia por donde pasaba, justicia de verdad, comida para los pobres, bala para los agresivos, confites para los niños.
El Tío ya no debe pensar mucho en la justicia. Aseguró la vejez con la renta de una cafetería pequeña en Timbío que surte hasta la mitad de la estantería. Se sienta detrás del mostrador y ve, a través de la puerta, una o dos esquinas del mundo que lo acogió durante ochenta años, dándole y quitándole, lo que quiso y lo que no quiso.
Después estuvo ocho años en una cárcel de la amazonía. Después le mataron un hijo por robarle el camión en un viaje a la costa. Después se le fue desbaratando la pequeña fortuna que había acumulado yuca tras yuca, papa tras papa, en las galerías de Yarumal, Puerto Valdivia y Campamento.
Las pérdidas tienen un historial hasta el que raramente retrocede. Cuando tenía tres años se le murió la mamá. Los dedos se le llenaron de niguas y la cabeza de piojos. Algún día se los sacudió y se enfrentó a la vida con valor; se metió al ejército, abrió un negocio, compró un camión. Compró un arma y regalos para las hermanas. Hizo justicia por donde pasaba, justicia de verdad, comida para los pobres, bala para los agresivos, confites para los niños.
El Tío ya no debe pensar mucho en la justicia. Aseguró la vejez con la renta de una cafetería pequeña en Timbío que surte hasta la mitad de la estantería. Se sienta detrás del mostrador y ve, a través de la puerta, una o dos esquinas del mundo que lo acogió durante ochenta años, dándole y quitándole, lo que quiso y lo que no quiso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario