Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 7 de noviembre de 2011

Steinar

En Paraíso reclamado, Steinar de Steinahlidar es reconocido por su habilidad para construir muros de piedra; un talento que casi pasa desapercibido cuando sus vecinos notan que el esfuerzo que le cuesta construirlos es insignificante frente a la dedicación que le cuesta mantenerlos. De hecho muchos de los muros que rodean su propiedad no fueron construidos por Steinar, sino por su abuelo y su bisabuelo, muchos años atrás, cuando Islandia era solo una propiedad danesa perdida en el mar a la que la distancia que la separaba de cualquier imperio colonial y su aislamiento histórico le conferían una cierta soberanía.

Su propiedad era un ejemplo de laboriosidad y de empeño incansable. Cuando notaba que las piedras eran desacomodadas por los aludes del invierno, se apresuraba a conseguir piedras mejores que no dejaran advertir el desgaste natural que los muros habían sufrido a lo largo de los años. Los pastos siempre estaban verdes en Hlidar. Las ovejas rotaban con disciplina de un potrero a otro en una rutina aprendida de generación en generación. Las bridas de los caballos siempre estaban en buen estado y las vacas no daban más, ni menos leche, de la que se esparaba que dieran.

Steinar era una de esas personas que reflejan su bondad evitando las respuestas contundentes. Ante una proposición indeseada respondía siempre con un vago ji ji ji, un ji ji ji que no lo comprometía y que con el paso del tiempo le aseguró algún respeto entre los vecinos.

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C. Bukowski propuso que la moralidad dependía del desorden; que un hombre moral siempre tenía la cocina desarreglada y que unos platos limpios eran propios de alguien de quien, por lo general, se podía sospechar.

Antes, cuando no había tenido a mi cuidado cosas más importantes que un vaso, un huevo o un juguete pensaba que eso podía ser cierto. Que el orden exterior podía ocultar un desorden interior sucio y vicioso. Ahora no tanto. Me dieron un perro enfermo y pienso que está bien llevarlo al veterinario y darle cumplidamente los medicamentos. Me gusta cambiar los bombillos que se funden, remojar las matas y pintar los marcos de las ventanas que empiezan a descascararse. Es posible que con eso esté camuflando alguna aberración desagradable, pero creo que se haría más desagradable si la cultivara en el olor a cobija mientras miro con indolencia la salsa de tomate seca sobre los platos. Opino que la gente se hace mejor en los oficios manuales, en la carpintería, en la jardinería o la mecánica, porque su destinación exclusiva a encontrar un producto final, un artículo real, en contraste con el rumbo indefinido del mundo, da una seguridad que la maldad escasamente se atreve a penetrar.

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Steinar estuvo varios años en Utah con los mormones. Se lo llevaron tentado con la promesa de encontrar allí la verdad; eso que sabía que existía pero que le parecía lejano cuando estaba en Hlidar reparando los muros o puliendo las bridas. Al regresar, muchos años después, encontró los muros destruidos y las piedras diseminadas por todo el campo. Alguien que pasaba lo vio recogiendo las piedras y le preguntó qué hacía. Steinar le contestó -Encontré la verdad y la tierra adonde reside. Eso es importante, desde luego, pero ahora me parece más importante construir de nuevo este muro.

4 comentarios:

Aleyda Rodrìguez Pàez dijo...

Esto me hizo pensar mucho en mi papá. Es una buena explicación de su carácter apacible. De otro lado creo que él es un poco como el personaje de los muros, pues nada le parece tan importante en la vida como los juegos de ajedrez que hace a diario. Yo a veces no lo entiendo y me irrita mucho. Esto me ayuda a entender un poco.

Jorge dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jorge dijo...

Cuando uno ve que las abuelas rezan y rezan repitiendo las mismas oraciones una tras otra hasta completar un rosario, puede imaginarse que tanta repetición no guarda coherencia con ningún valor espiritual. Que caminar 4 horas detrás de Cristo el viernes santo no significa más que una obediencia irreflexiva a una institución religiosa degenerada por la pederastia y el lujo.

Pero la repetición tiene un mérito. Cuando estaba pequeño el rosario de mi abuela me parecía interminable y carente de sentido. Al final de cada Misterio, respiraba como si hubiera llegado al final del capítulo más tedioso del libro más aburrido o como si al término de un jornal salvaje hubiera tirado los zapatos lejos de la cama.

Ahora creo que la repetición causa una especie de desvarío. Los días iguales y repetidos uno tras otro no solo dejan cansancio sino pedazos de una torta mística que uno se va comiendo hasta acumular la paciencia necesaria para responder a todo con un jijiji.

CARAPÁLIDA dijo...

La importancia de ver una mata bien cuidada en un piso bien encerado. Eso le da sentido a la vida.