Antofagasta es un pedazo largo de desierto en el extremo norte de Chile. Una ciudad donde el ingreso percápita anual supera ampliamente el promedio chileno y triplica el de Colombia. De noche, parece una lucha entre las luces de las casas, en la ladera, y las de los barcos, en el mar. De día, al occidente, muy pegada del Pacífico, se ve una porción pequeña de ciudad donde hay bares con terrazas, pizzerías, restaurantes de mediana calidad, gente disfrutando mientras se toma una cerveza y gente que intenta, a los trancazos o por las buenas, ganarse la vida.
Lo otro, lo grande, lo que ya no es ciudad sino una especie de submundo, son
los campamentos. Pedazos de cartón y madera con nombre de barrio: "América Unida", "Antofagasta Futura", extensas urbanizaciones conectadas a pedazos de cable pirata, del que dependen la luz y el entretenimiento de miles de chilenos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos y colombianos.
Otros colombianos vivimos en la ciudad y llegamos, de una u otra forma, buscando fortuna. Fortuna en su sentido más puro, porque la fortuna no siempre es buena. Fortuna es la repartición caprichosa de los bienes y los males, la distribución del azar entre todos, la asignación desigual de alegrías y tragedias. Entre los que llegamos en busca de esa asignación estamos don Fernando y yo. Vino al Consulado por los antecedentes judiciales y le pregunté cuánto llevaba aquí. "Llegué ayer", me dijo. "La idea es trabajar dos años bien trabajados, mientras el hijo mío termina la universidad en Bogotá". "Fue que tenía un negocio, me quebré y me tocó venirme a ver qué me resulta en las minas".
Don Fernando no tiene experiencia en minería. Me lo imagino de cabezas en ese desierto inhóspito, enterrado 3, 8 o 15 metros, embarrado hasta la chimba, buscando cobre con una pica para que el hijo pueda seguir estudiando en Bogotá. No sabe uno si es que la fortuna se ensaña con algunos y se dedica a mimar a otros, o si es que la vida es una ficción, y como todas las ficciones, tiene su cuota de espanto.