En 1.989 vivía en Riosucio. Salía a las seis y media de mi casa y pasaba por la casa de Oscar Andrés para subir caminando juntos hasta la escuela PIO XII, a veces con Olver, que era hijo de un policía, con más o menos todo lo que eso implicaba.
En la escuela a veces hablaba con Maria Luisa, que era mi novia, pero era mi novia de verdad; no era un sentimiento inocente de niños. Me parecía tan bonita que todo el tiempo le quería dar besos y verle los calzones. En el descanso hablábamos o jugábamos con Marquitos que era mi amigo, un niño indígena que tenía los dientes podridos pero que nunca lloraba ni decía que no, aunque tampoco proponía nada, ni iba más allá de la iniciativa que lo rodeara.
*
Me acuerdo muy bien de Marquitos y de Maria Luisa, de lo malos estudiantes que eran y de lo maluco que olían. Y me acuerdo también de lo que yo era en ese momento, aunque solo había empezado a existir parcialmente y era casi un ente con una historia lineal. Porque la vida no empieza toda de una vez, sino por partes que se van juntando. Un día uno aprende a leer, otro día empieza a pensar en la plata, en el sexo, en la muerte. Después esas partes se juntan y uno se forma una impresión de cada una. Opina algo sobre la plata, prefiere algo en el sexo, intuye algo sobre la muerte. Todo se mezcla adentro y de la combinación resulta, incluso, que uno decida pasar la calle o esperar un rato. En nuestra ruta diaria pensamos en las cosas que lograron interesarnos a lo largo de los años y tratamos de enlazarlas para formar un destino, uno más o menos sano, en el que las dudas no prevalezcan sobre la tranquilidad de estar vivo, de ocupar un espacio, y de conservar la pista que al final nos permita mirar desde un extremo al otro de la vida, sin que nos deje ciegos la intermitencia.
En la escuela a veces hablaba con Maria Luisa, que era mi novia, pero era mi novia de verdad; no era un sentimiento inocente de niños. Me parecía tan bonita que todo el tiempo le quería dar besos y verle los calzones. En el descanso hablábamos o jugábamos con Marquitos que era mi amigo, un niño indígena que tenía los dientes podridos pero que nunca lloraba ni decía que no, aunque tampoco proponía nada, ni iba más allá de la iniciativa que lo rodeara.
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Me acuerdo muy bien de Marquitos y de Maria Luisa, de lo malos estudiantes que eran y de lo maluco que olían. Y me acuerdo también de lo que yo era en ese momento, aunque solo había empezado a existir parcialmente y era casi un ente con una historia lineal. Porque la vida no empieza toda de una vez, sino por partes que se van juntando. Un día uno aprende a leer, otro día empieza a pensar en la plata, en el sexo, en la muerte. Después esas partes se juntan y uno se forma una impresión de cada una. Opina algo sobre la plata, prefiere algo en el sexo, intuye algo sobre la muerte. Todo se mezcla adentro y de la combinación resulta, incluso, que uno decida pasar la calle o esperar un rato. En nuestra ruta diaria pensamos en las cosas que lograron interesarnos a lo largo de los años y tratamos de enlazarlas para formar un destino, uno más o menos sano, en el que las dudas no prevalezcan sobre la tranquilidad de estar vivo, de ocupar un espacio, y de conservar la pista que al final nos permita mirar desde un extremo al otro de la vida, sin que nos deje ciegos la intermitencia.