Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 3 de septiembre de 2018

¿Dónde estamos? Paseo de la La Playa.


“Un día nos amanecimos tomando y el man al otro día por la tarde se levantó todo agripado y esa gripa no se le quitaba y no se le quitaba, pero era una gripa suave, nada del otro mundo, ¿Sí me entendés Rolando? Fue donde el médico y lo que tenía era cáncer, ya estaba invadido y se murió a los veinte días.

Y yo pensaba en esa colección de discos que tenía y en lo bruta que es la hermana, que no sabe nada de música. Pero nada es nada, hermano. Ese man era muy, muy parcero mío. ¿Te acordás como era de flaco? Nos reuníamos a escuchar los discos y a beber y a hablar de música. Pero no a decir que qué chimba de canción, ni que qué tatuajes los del baterista. Es que a la gente se le olvida que la música es un tema serio. Entonces el domingo pasado me acordé de eso, me bañé, me vestí, reuní fuerzas y me fui a hablar con la hermana. Le dije que me diera los discos, que a ella no le gustaba la música. Hermano, y me los dio. Ahí los tengo en la casa pero yo nos los vendo, ¿cómo los voy a vender? Para mí la música es un tema serio, la música es mi vida. La música y otras dos o tres cosas”.

A las diez de la mañana empieza a caminar la gente de un lado a otro de la Avenida La Playa, esa calle de Medellín que con sus palmeras, bustos de gente ilustre, amplios andenes, cantinas  y vendedores,  sigue evocando la calle principal de un pueblo. De uno nostálgico, que escarba entre los coletazos del progreso y la industrialización, una esencia remota de literatura, tangos y ocio.

Porque el paisa viejo era ocioso. Empezó a trabajar porque el mundo adquirió una especie de razón social en la que tomaron fuerza el trabajo como valor indiscutible y la acumulación de capital como abreviatura del honor y la dignidad. Los de antes no eran así. Entrenaban esgrima con machete, se juntaban a tocar guitarra y a trovar, jugaban parqués, lulo y dominó, fumaban con los amigos en largas tardes de conversación, atendían sin mayor esfuerzo la granja familiar y solo trabajaban en el tiempo que la libertad les dejaba libre.

El centro comercial Paseo de la Playa parece el intento de una sociedad por recuperar su ocio. Un intento pequeño, pero un intento. Un paisa viejo entra al local 222, se quita el sombrero y pregunta por algo de Ignacio Corsini. El vendedor le pregunta qué clase de música es y el viejo le responde pasándole una USB con un gesto como de mire papito de lo que se está perdiendo. El vendedor reproduce la memoria y suenan las guitarras de El Adiós  en todo el local. ¿Sí ve cómo suenan esas guitarras? Usted reconoce el tango bueno porque es con guitarra. Esas farolerías del bandoneón, eso no. ¿Sí escucha esa belleza?

En el estante del fondo hay algunas joyas del tango y la ranchera. Pepe Aguirre, Cuco Sánchez, Agustín Magaldi, Juan D´Arienzo, Pedro Infante y Juan Gabriel sobreviven entre el polvo de los escaparates y el abultado vademécum de novedades que conlleva el presente. En la parte de abajo de un disco de Miguel Aceves Mejía, la casa discográfica advierte Usted puede comprar este disco hoy, sin temor a las innovaciones del futuro. El fabricante estuvo a punto de mentir pero el futuro llegó y con él la nostalgia por lo antiguo, por lo gangoso, por lo difícil. Es posible reproducir esa joya negra de acetato gracias al apego de los jóvenes a lo eterno, gracias a la imposibilidad que refirió Fernando González, uno de los paisas viejos, de vivir en lo abstracto.

Donde Rolando, están los discos de Scorpions, Queen, los Rolling Stones, Led Zeppelin y Supertramp. Parado detrás del mostrador, cuida su tienda vestido de negro. Les pasa sillas a los clientes para que busquen más cómodos en los estantes. El relato sobre uno de los parceros que murió de cáncer dejando atrás una abundante colección de discos no parece impresionarlo mucho. Escucha con atención la historia mientras se acerca el mediodía y empiezan a desfilar por los corredores las cocas con almuerzos. La carátula de A kind of magic, de Queen, tiene por dentro un precio que parece razonable. Sesenta mil pesos por un fósil de un mundo que se extinguió frente a nuestros ojos. Un hombre de los nuevos dividiría el precio entre las nueve canciones y diría  vea, seis mil quinientos pesos por canción. Un hombre de los antiguos intuiría que la estética es uno de los mejores estímulos de la fuerza interior y que la fuerza interior es una de las mejores armas contra la obediencia.

Por el pasillo del fondo una caleña vende discos de salsa, botones de Héctor Lavoe, Celia Cruz, Larry Harlow e Ismael Rivera. Suena a todo taco La Sonora Ponceña mientras lee una edición muy vieja de El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz. Abajo están los tatuadores y los metaleros que atienden su negocio con rigor y amabilidad. Parecen vender flores, embetunar zapatos u ofrecer el aguacate para el almuerzo. Como si el ocio y el trabajo fueran la serpiente que se muerde la cola, los ociosos, en mayor medida que los industriosos, parecen disciplinados y leales a algún valor indeterminado. Aprenden con convicción sobre el submundo del arte y el vicio. Contemplan la vida como un todo inseparable que se rige por la belleza. Cavilan, viven, observan. Compilan con método y cuando mueren legan sus colecciones a los parceros del alma. Porque el ocio es su vida. El ocio y otras dos o tres cosas. 

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