Este fin de semana estaba hablando con el tío Herman sobre el mundo. Ese es un tema que nos gusta mucho. Su origen, su fin, su presente. Tras varias conversaciones hemos llegado a la conclusión de que al mundo lo va a cambiar un líder espiritual. Un líder político, un empresario, se quedan cortos para convencernos de que no deberíamos trabajar, de que no deberíamos pagar impuestos, ni obedecer.
Suena a rebeldía de quinceañeras, pero la obediencia ha detenido el destino de la humanidad. Lo ha suspendido, tiene en vilo el producto de la imaginación colectiva. Escucho a mi jefe diciendo que ya viene, que va para el baño. Que al viceministro no le gustan las cosas así. Escucho a un compañero diciendo que mañana se demora. Que no sale a las 5 porque la jefe se queda hasta las 6. Que cómo amaneció la jefe, que si está de buen genio.
Recuerdo a Jacobo, un amigo de Luisa, mi hermana, que cuando su jefe le preguntó por qué llegaba tarde, le respondió con contundencia Porque me da miedo. Y a eso estamos sometidos, al miedo. Al miedo a desobedecer, al miedo a responder, a decir a la verdad. Estamos atolondrados por una cantaleta genética que se opone a lo que de verdad queremos. La paz es buena, la responsabilidad es buena, hay que ir a los cumpleaños de los amigos. Algo dijo el tío sobre Dios y la serpiente. Que era Dios el equivocado y la serpiente la acertada. ¿Qué es lo que tiene esa manzana que no nos la podemos comer? ¿Qué es lo que nos causa ser auténticos, serenos ante las órdenes de otro? ¿Qué es lo que nos causa desobedecer? ¿Son tan graves las consecuencias? ¿No estaremos dejando de ser ricos por esa razón?
Algo dijo también sobre los evangelios apócrifos de Borges. Algo que desde pequeño ha logrado que matice ese imperativo categórico de perdonar y ser bueno:
"A quien te hiere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor".
Si es así, si el miedo es un freno del espíritu, si ser miedoso es no ser espiritual, ¿no es más espiritual la violencia que la paz dogmática de los miedosos? ¿No es más espiritual la venganza que un perdón frío y tembloroso? ¿No fue espiritual matar a Goliat? ¿No fue espiritual la batalla de las Termópilas?
Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo
miércoles, 9 de diciembre de 2015
viernes, 20 de noviembre de 2015
Ríos, Parrita y Cerebro
En noveno empecé a ver que metían perico en el salón. Sobre todo Parrita, Ríos y Cerebro, que eran como uno solo y que salían al descanso desafiándonos a todos. A veces escogían a uno y le pegaban. Yo había estado de buenas o simplemente no me habían visto. Hasta que me vieron y mi vida empezó a complicarse un poco. O más que un poco, porque cada reacción mal calculada podía resultar en una trompada, en una puñalada o hasta en un tiro, decían.
Cada uno de ellos tenía un papá. Matones a mayor
escala que llegaban a las reuniones de padres con jeans de marca, bigotes ostentosos, incómodamente seguros de sí
mismos. Tipos duros, llenos de calle, paterfamilias de barrio popular que no
ocultaban un cierto orgullo al ver a sus gallitos de pelea retando todo el
tiempo, fastidiando, insultando. Mi papá era diferente. Yo me esforzaba en
creer que era duro también y solo ahora, a mis 33 años, entiendo la magnitud de
su dureza. En su niñez vendía zapallos,
molía caña en el trapiche, recogía algodón, araba la tierra. Seguramente el
papá de Parrita también era campesino, pero un campesino malo, resentido. Se le
veía el odio en esos ojos pequeños de matoncito, en su fisionomía chupada y en
una cortesía que parecía tratar de esconder a toda costa que maltrataba a su
familia y que tenía el alma como una servilleta sucia.
¿Y mi papá? Éramos
como dos amigos serios y distantes. Como era un papá clásico de pañuelo y
camisa de manga corta, era medido en su cariño. No me saludaba ni se despedía
de beso, ni me pedía el favor. –Negro, embolame estos zapatos, Luisa, Mariana,
traigan los zapatos del colegio que Jorge se los embola. –Negro, madruguemos a
jugar fútbol al Bosque Popular. –Ah, pero veamos primero el partido del Parma.
–Mañana deberías levantarte temprano a lavar el carro. – Ayudame a subir estos
plátanos. – Te traje la camiseta del Sao Paulo. – Juguemos al que tire la
pelota más cerca del techo sin tocarlo. – ¿Te está alcanzando la plata semanal?
A mí de todas formas me parecía que esa era una
medida justa para el cariño entre un papá y un hijo. Compartíamos el gusto por
el fútbol y me gustaba que aunque disfrutaba auténticamente los partidos, solo
celebraba los goles con una risa que reflejaba que su alma no era como esa
servilleta sucia del papá de Parrita. Me gustaba su forma de ser duro. Callándose por largos períodos, siendo amable con las señoras, recogiendo gente por la carretera.
Cuando se murió, los días empezaron a transcurrir en una especie de
cámara lenta que casi me permitía escuchar la radiación cósmica de fondo. Confundía
los días con meses, los meses con días, las horas con segundos y los segundos
con siglos. El tiempo perdió esa facultad de medir la vida y se convirtió en un
factor aislado, en una cifra que transcurría intentando llamar mi atención sin
lograrlo. La porción de oscuridad que ensombrece la vida por intervalos se
convirtió en una nube casi permanente. Odiaba las mañanas y las tardes, los
vallenatos, el rock, las teticas de Valentina Arias, el fútbol, el amor y la
belleza.
La tristeza habitó en mi casa a partir de entonces.
A veces dormíamos todos juntos, amontonados en colchonetas en la pieza de mi
mamá. Me despertaba en la madrugada y en medio de unos sollozos que nunca supe
si eran de mi mamá, de Mariana o de Luisa, pensaba en dónde iría mi papá. En
todo lo que le había costado adaptarse a la vida, para ahora tener que adaptarse
a la muerte. ¿Habría conseguido amigos? ¿Los muertos jugarían fútbol?
Estar frente a la muerte, ver que no era una ilusión
sino algo concreto como una piedra, como un tarro, desvaneció el miedo que les
tenía a Ríos, a Cerebro y a Parrita. Empecé a verlos como tres perros flacos
que buscaban carroña en las carnicerías. Supe que estaba dispuesto a morir en
una pelea, que mi papá me había mostrado una ruta, que morirse era fácil e
instantáneo, que el velorio duraba cuatro horas y el entierro una hora y media
y que después de la despedida uno quedaba dormido para siempre bajo tres metros
de tierra, como una piedra, como un tarro del que no se podían vengar.
Primero le enterré un lapicero a Ríos en el estómago. Después, un viernes que ya estábamos bajando las escaleras para irnos para la casa, lo agarré a patadas. Sin motivo, sin límite. Le pegué muchas patadas, muchas, muchas. Él me decía que me iba a sacar un litro de moresco y yo le seguía pegando. Hasta amansarlo, hasta matarlo, pensaba. Hasta sacarle la bondad que debía tener en alguna parte.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
La frontera
Dormí en Cúcuta y al otro día llegué a un edificio estatal en
Villa del Rosario. Una de esas construcciones color blanco hueso que bien
pueden ser un hospital, una escuela o una alcaldía. Un hogar de paso de
Bienestar Familiar, las oficinas de la SIJIN, un cuartel de la policía o la
facultad de trabajo social de una universidad en Montería.
Este es un centro de atención fronteriza, el “CENAF”, donde
se estampan los permisos de los extranjeros que entran por tierra a Colombia,
se reciben los deportados, se inspecciona la mercancía. En la parte más alta
del techo ondea una bandera colombiana rasgada y con los colores mal
distribuidos. Las franjas de amarillo, azul y rojo son iguales y en lugar de
nuestro pomposo escudo, un gato duerme por ratos, se cuelga de la bandera, la
rasga. Juega con lo que para él no es más que un trapo sucio.
Tuve la sensación de estar en un campo de refugiados después
de una guerra. Miles de personas cruzaron la frontera. Estaban sucios, muchos
lloraban. Había carpas de varias entidades del Gobierno y de organizaciones
internacionales. Montones de muchachos tratando de poner la tragedia humana en
cifras. Censando, parametrizando, mandando informes a Bogotá, a su ministro, a
su director.
Así son las tragedias: el sufrimiento humano en una gráfica. Datos, estadísticas, informes, circulares, registros. Y afuera de las carpas un señor de unos 45 años, con un morral lleno de ropa y una barra de jabón que se alcanza a ver por una luz de la cremallera. Saca un diploma de una carpeta y me dice Yo soy mecánico del SENA, necesito trabajo. Me dice que salió de Venezuela porque la Guardia Venezolana ya había golpeado y encarcelado a varios vecinos colombianos. Que tuvo que dejar la herramienta y un compresor. Que en la maleta solo tiene la ropa y una llave inglesa. Que no tiene a nadie en Colombia, que no tiene papá, mamá ni hijos y que es divorciado. Que necesita trabajo.
Y después dos amigas. Me dicen que vivían en la misma cuadra
en San Cristóbal. Ella planchaba ropa
– dice la más joven y yo tenía un puesto
de jugo de naranja. Las deportaron. Me dicen que no tienen dónde quedarse,
que no tienen trabajo, que no tienen ropa. Recuerdo que el día antes, en el
puente, estaban dos oficiales de la Guardia Venezolana. Malparidos. Una llora y
la otra le dice No, amiga, no se ponga
así que tenemos que volver a arrancar. No se ponga así que usted es berraquita.
Los albergues son la concentración de la miseria humana en
2.000 metros cuadrados. Afuera, el calor ha llegado a los 43 grados. Dentro de
los albergues, con el techo y la lona de las carpas, y la respiración de 400
personas se configura una especie de pequeña antesala del infierno. Y no solo
por el calor. En los costados de los albergues hay señoras lavando
calzoncillos. Hombres sin camisa, niños sucios. Más atrás están los baños que
no quise conocer. Y en los pasillos que quedan entre las carpas transcurre esa
cosa, esa miseria, ese limbo que es casi como una vida en la que vegetan los
desgraciados.
Al principio salía a tomar por las noches. Terminaba de
trabajar a las 10, 11 de la noche y me
iba a algún restaurante a comer. También me tomaba 6 o 7 cervezas o una botella
de whisky con algunos compañeros. A veces hasta me amanecí tomando para después
volver a trabajar a las 7. Ya no, ya evito a mis compañeros durante el día
tanto como puedo y por la noche quiero estar solo. A veces tomo, pero solo. A
veces camino por ahí y me tomo un jugo en una esquina. Sudo como un caballo y
pienso en la felicidad, en la tristeza, en el cielo, en el infierno. En cómo la
vida puede ser una vida o algo que se le asemeja, que es inferior, que es como
un limbo y que conlleva una gran tristeza. O no, ni siquiera una gran tristeza
porque en la desgracia ni la tristeza puede ser grande. Para los desgraciados
la tristeza es como un bostezo, como un reflejo.
lunes, 10 de agosto de 2015
¿Para dónde vamos?
Yo soy un hombre, un hombre transeúnte
Un pintado
Como la pensión quedaba cerca del terminal, asumo que se bajó de un bus proveniente de Buga y alquiló lo primero que encontró. Una casa donde el orden estuviera garantizado por una señora de pelo cortico. Algo que le quedara cerca del trabajo, del centro. Algo desde donde pudiera salir a ver vitrinas los domingos y tal vez, de pronto, tomarse una cerveza y escuchar una canción de Piero, de Olimpo Cárdenas, de Julio Jaramillo.
Siempre me inquietó un poco mi papá. No es que tuviera algún tipo de garbo, más allá de unas canas grises, plateadas, brillantes. Parecía un lobo estepario, era eso. Parecía invadido por la melancolía de alguien lejano a su época. Parecía sumergido por completo en un constante diálogo interno y, sin embargo, no paraba de hacer bromas. A nosotros (Luisa, Mariana y yo), a mi mamá, a sus compañeros de trabajo. Era como si por momentos quisiera silenciar sus diálogos internos, distraerse, ver un poco de luz.
Conoció a mi mamá en una fotocopiadora y la invitó a tomarse "un pintado". En un acento valluno que por momentos resucitaba, era común escucharle la expresión "Vení tomémonos un pintado". Se lo decía a mi mamá, a nosotros (Mariana, Luisa y yo), a sus compañeros, a los campesinos que llegaban el sábado a la oficina.
A pesar de permanecer en él algo de ese vacío cósmico, de ese frío interior, su vida fue distinta a partir de ese pintado. Fue, por decirlo de alguna manera, uno de esos pintados que determinan un giro trascendental. Compraron una casa, tuvieron uno, dos, tres hijos, con lo que eso implica: una dinámica familiar, afiliarse al fondo de empleados, prever, centrarse, renunciar a los diálogos internos. Mi mamá, una mujer vivaz y amorosa, se preocupaba por sus camisas, por sus medias. Lo jalaba de esa especie de abismo. Lo empujaba hacia el éxito profesional, lo llenaba de confianza, de amor.
De un momento a otro se convirtió en un gerente. Le decían "Doctor", viajaba a Brasil, a Costa Rica. Miraba a mi mamá como si lo hubiera rescatado, como si gracias a ella los diálogos internos hubieran cesado, se hubieran tornado más amables. Tenía los ojos caídos, miel, tristes, pero agradecidos.
De un momento a otro se convirtió en un gerente. Le decían "Doctor", viajaba a Brasil, a Costa Rica. Miraba a mi mamá como si lo hubiera rescatado, como si gracias a ella los diálogos internos hubieran cesado, se hubieran tornado más amables. Tenía los ojos caídos, miel, tristes, pero agradecidos.
Murió el 29 de octubre de 1997 a las 5 de la tarde.
miércoles, 5 de agosto de 2015
¿Para dónde vamos?
A los catorce años a Amanda le tenían arreglado el matrimonio con el que ella llamaba "El hijo de mi compadre Ciprián".
Así lo llamó siempre porque así lo llamaba su papá cuando se lo presentaba como un buen partido. Conservador, con ganado, trabajador, sin tacha. Un esposo garantizado por ser hijo de "mi compadre Ciprián", casi como un Toyota es garantizado por ser japonés o un pedazo de carne por ser argentino. Un tipazo. "Le sudaban tanto las manos cuando bailábamos", decía mi abuela. "Ese hombre era muy bueno pero temblaba cuando me veía".
Sin embargo, tembloroso, muerto del miedo, tartamudeando la causa, le regaló a Amanda un anillo de plata que para 1947 solo podía significar compromiso. Ella se fue para su casa, comprometida, inquieta por la idea de tener que compartir su vida con un hombre tan nervioso. Yo sé que se reía. Yo sé que lo imitaba. Que gagueaba, que temblaba y que sus hermanas se morían de la risa.
Mi abuelo apareció una noche tocando la guitarra en una serenata contratada por Fabio Gómez para Diosa, una de las hermanas de mi abuela. La noche los acercó, los puso a bailar, les hizo cruzar las miradas. Mi abuela notó al acostarse que ya no tenía su anillo de comprometida. Sin embargo, la semana siguiente, ese mismo anillo regresó a mi abuela de manos de mi abuelo con una inscripción interna que decía en letra cursiva "Luis Álvaro Correa".
Álvaro, bueno, Álvaro era otra historia. Liberal, sin ganado, sin plata, sin nada más allá de un garbo y un talento innato para nada en especial. Una gracia, una disposición lenta y amistosa del carácter. Un hombre lleno de una fuerza corporal que no se esforzaba en utilizar. Un cuerpo perfecto, una voz sonora, y un desprecio pulcro por el deber. Posiblemente la mejor descripción de su carácter sea anecdótica. Durante una fiesta, Carpatas, un sobrino de mi abuela, intentó matarlo. Por liberal, por cualquier cosa. Corrió con un puñal directo a su pecho sin que mi abuelo se moviera de la silla. Antes de que el cuchillo le tocara el pecho, le agarró la muñeca y se la quebró. Sin embargo, ante los gritos de Carpatas, y previendo una algarabía, lo llevó a la cocina y le organizó los huesos con aceite de castor. Era un duende, un dandy del campo y aunque suene a chauvinismo tribal: un héroe.
Mi abuela era una mujer industriosa, una minuciosa constructora de pequeños imperios. Limpia, pujante, progresista. Decía con gracia que mi abuelo, hasta su muerte, había sido un hijo de familia. Endeudado, amoroso con los hermanos, reverente con la mamá. Alguien que más que vivir la vida, la gastaba, la despilfarraba, la regalaba.
Lo mataron el 22 de septiembre de 1978 a las seis de la mañana. Mi abuela lo esperó hasta el año pasado, cuando le acomodaron sus huesos en una bolsa de terciopelo, a los pies, en el ataúd.
viernes, 3 de julio de 2015
¿Dónde estamos?
El 5 de junio salí a vacaciones. Aproveché los abundantes festivos de junio, de modo que las vacaciones se alargaran durante 23 días calendario. Son mañas a las que uno se aferra para sacar por unos días la cabeza de esa agua salada y turbia que es el trabajo diario. Para despejarse, a su modo, de la tormenta de instrucciones, del perfeccionamiento de procesos inútiles y de la carga psicológica que significa estar rodeado día a día de cientos de extraños con una misión, una visión y unos objetivos estratégicos comunes.
Algunos de mis compañeros decidieron viajar al exterior. A Argentina, Puerto Rico, Chile o Marruecos. Sé que suena muy "No me den trago extranjero que es caro y no sabe a bueno", pero yo opté por un repetitivo Manizales al que me aferro con las uñas del inconsciente para no dejar de ser algo que creo que soy. Algo diferente a un abogado, a un diplomático, a un bogotano. Algo, incluso, diferente a un manizaleño. Un arrume de ladrillos, casi todos cocidos y pegados en las calles de Riosucio, Medellín y Manizales. Una vida.
Una parte de los días la dediqué a sembrar matas y árboles en la nueva casa de mi mamá. Íbamos al vivero, a Homecenter. Comprábamos pieamigos, tierra abonada, cáscara de pino, piedra, materas, cáncamos, raíces de árboles, veraneras, crotos y cáscara de arroz. Llamé a Juan David Peláez, un compañero del colegio que en segundo de primaria era el mejor dibujante del salón y que ahora tiene una planta de compostaje. Lo elabora a base de estiércol de cerdo, cagajón y entrañas de vaca. El bulto es a $15.000. No nos veíamos hace unos 5 o 7 años. Está calvo y tiene canas en la barba pero siempre lo asocio con una invitación a ser mejores amigos en 1990 y a mi consiguiente respuesta "Pero no salimos abrazados al descanso".
Varias veces vi el amanecer desde el jardín. Me gustaba tener una pala en las manos. Me gustaba ver desconocidos a lo lejos y no compartir con ellos la misma visión, misión y objetivos estratégicos. No abrazarlos en los descansos, ni participar en sus vidas.
El miércoles regresé a Bogotá. Antes del puente de guadua decidí acelerar hasta 160 kilómetros por hora. Fui muy consciente de ser algo más que órganos envueltos en piel. Más que algunas metas escuetas y unos recuerdos, unos temores y unas alegrías. Soy una vida. Una vida que se desplaza.
Algunos de mis compañeros decidieron viajar al exterior. A Argentina, Puerto Rico, Chile o Marruecos. Sé que suena muy "No me den trago extranjero que es caro y no sabe a bueno", pero yo opté por un repetitivo Manizales al que me aferro con las uñas del inconsciente para no dejar de ser algo que creo que soy. Algo diferente a un abogado, a un diplomático, a un bogotano. Algo, incluso, diferente a un manizaleño. Un arrume de ladrillos, casi todos cocidos y pegados en las calles de Riosucio, Medellín y Manizales. Una vida.
Una parte de los días la dediqué a sembrar matas y árboles en la nueva casa de mi mamá. Íbamos al vivero, a Homecenter. Comprábamos pieamigos, tierra abonada, cáscara de pino, piedra, materas, cáncamos, raíces de árboles, veraneras, crotos y cáscara de arroz. Llamé a Juan David Peláez, un compañero del colegio que en segundo de primaria era el mejor dibujante del salón y que ahora tiene una planta de compostaje. Lo elabora a base de estiércol de cerdo, cagajón y entrañas de vaca. El bulto es a $15.000. No nos veíamos hace unos 5 o 7 años. Está calvo y tiene canas en la barba pero siempre lo asocio con una invitación a ser mejores amigos en 1990 y a mi consiguiente respuesta "Pero no salimos abrazados al descanso".
Varias veces vi el amanecer desde el jardín. Me gustaba tener una pala en las manos. Me gustaba ver desconocidos a lo lejos y no compartir con ellos la misma visión, misión y objetivos estratégicos. No abrazarlos en los descansos, ni participar en sus vidas.
El miércoles regresé a Bogotá. Antes del puente de guadua decidí acelerar hasta 160 kilómetros por hora. Fui muy consciente de ser algo más que órganos envueltos en piel. Más que algunas metas escuetas y unos recuerdos, unos temores y unas alegrías. Soy una vida. Una vida que se desplaza.
lunes, 27 de abril de 2015
¿Dónde estamos?
Cuando nací, mi mamá ganaba más que mi papá. Era profesora de un colegio público de una vereda de Manizales y mi papá trabajaba en el Comité de Cafeteros, yendo a las fincas, enseñando buenas prácticas para combatir la roya y en general para mejorar la calidad de las cosechas que los campesinos obtenían de forma más o menos artesanal.
No recuerdo la casa donde vivíamos cuando nací, pues nos fuimos cuando yo tenía ocho meses. Queda en la parte vieja de Chipre, ese barrio de Manizales que es dos grados centígrados más frío que el resto de la ciudad y que se encuentra envuelto -con excepción de las calles destinadas a las fondas, ventas de obleas y helados- por una cierta melancolía, por un cierto musgo, por una niebla que oscila entre las nubes absolutas, en los días más lúgubres, y un pequeño vapor como de olla a presión, en los más claros.
Cuando voy a Manizales, es común que vaya los domingos con mi mamá y mis hermanas a comer arepa de chócolo en Chipre. A veces de regreso, mi mamá me dice que pase por la casa donde vivíamos cuando nací. -Aquí vivíamos cuando nació el negro, les dice a mis hermanas. Es una casa en una esquina, dividida en tres pisos, el superior de los cuales habitábamos mis papás y yo. O mi mamá y yo, la mayor parte del tiempo, porque mi papá tenía que amanecer en Samaná, en Arboleda, Marmato, San Daniel, Aguadas o San Félix.
Mi mamá dice que cuando llegaron, el lavadero estaba lleno de moho y la habitación de pulgas.
Me gusta haber nacido ahí. Me imagino a mi mamá con su barrigota, una mujer pequeña habitada por un gigante. Menuda y rápida como un peso ligero de la vida, optimista y llena de suerte, limpiando el lavadero hasta dejarlo como recién construido. Me la imagino desinfectándolo todo con alcohol, planchando los pañuelos de mi papá, bordando hasta mis pañales.
Me gusta saber que estuve ahí con ellos.
No recuerdo la casa donde vivíamos cuando nací, pues nos fuimos cuando yo tenía ocho meses. Queda en la parte vieja de Chipre, ese barrio de Manizales que es dos grados centígrados más frío que el resto de la ciudad y que se encuentra envuelto -con excepción de las calles destinadas a las fondas, ventas de obleas y helados- por una cierta melancolía, por un cierto musgo, por una niebla que oscila entre las nubes absolutas, en los días más lúgubres, y un pequeño vapor como de olla a presión, en los más claros.
Cuando voy a Manizales, es común que vaya los domingos con mi mamá y mis hermanas a comer arepa de chócolo en Chipre. A veces de regreso, mi mamá me dice que pase por la casa donde vivíamos cuando nací. -Aquí vivíamos cuando nació el negro, les dice a mis hermanas. Es una casa en una esquina, dividida en tres pisos, el superior de los cuales habitábamos mis papás y yo. O mi mamá y yo, la mayor parte del tiempo, porque mi papá tenía que amanecer en Samaná, en Arboleda, Marmato, San Daniel, Aguadas o San Félix.
Mi mamá dice que cuando llegaron, el lavadero estaba lleno de moho y la habitación de pulgas.
Me gusta haber nacido ahí. Me imagino a mi mamá con su barrigota, una mujer pequeña habitada por un gigante. Menuda y rápida como un peso ligero de la vida, optimista y llena de suerte, limpiando el lavadero hasta dejarlo como recién construido. Me la imagino desinfectándolo todo con alcohol, planchando los pañuelos de mi papá, bordando hasta mis pañales.
Me gusta saber que estuve ahí con ellos.
martes, 14 de abril de 2015
¿Con quiénes estamos?
"Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad"
Wilber
Wilber entró a Colombia en junio de 2012 para pintar murales educativos sobre las etapas geológicas de la Tierra. Tiene el pelo largo, una especie de chivera y manos de campesino. Es difícil adivinarle la edad, pues como podría tener treinta años, podría tener sesenta. No es el pelo largo lo que convierte su edad en una cifra confusa sino algo como la pulcritud de sus rasgos y una cierta timidez, una cierta buena educación, un carácter manso propio de los que han crecido en hogares silenciosos, y que con los años se muestran lejanos a la arrogancia y al orgullo.
A diario me cruzo con dos o tres hijueputas. No soy muy dado a emplear ese calificativo, pero ¿Cómo más podría llamarse a alguien que denuncia a la señora de los tintos porque tiene una tienda donde vende galletas, lo que provoca una demora injustificada en el tinto de la mañana? ¿Cómo denominar a quien le cobra $40.000 mensuales al dueño de un puesto de pizza callejero por guardar el carrito en su parqueadero?
En el trabajo la inmoralidad es un valor superior. Por aferrarse a la técnica, a la ley, se descuida la justicia, esa cosa intangible de la que la opinión se ha apropiado para convertir en algo similar a la obediencia. Lo justo ya no obedece a una consideración emotiva. Es decir, parece justo que la gente simplemente cumpla su trabajo. Que sirva los tintos a tiempo y que no venda galletas porque el objeto contractual dice que Rosita Sepúlveda fue contratada para "servir tintos y limpiar los baños" y no para vender galletas. A eso se ha reducido la justicia.
Wilber se vio enredado en uno de esos trámites increíbles a los que con frecuencia se ven sometidas las personas ajenas al mundo. Para él los términos "domicilio", "residencia", "efecto suspensivo", solo son ecos de un mundo al que por coincidencia o elección, ha sido ajeno desde el nacimiento. Desde que me pidió ayuda le he explicado las probabilidades, las dificultades y las estrategias. Él solo sonríe y dice "Lo que ha de ser, será".
Esa frase refleja su paciencia y su idea de un destino justo, de una posible recompensa. Habla muy poco y nunca sabe explicarme con precisión el resultado de sus trámites, así que lo hace a través de su esposa. Es ella quien me traduce lo que pasa. Él simplemente sonríe mientras ella me traduce.
El sábado por la mañana me desperté casi borracho y me fui para el Parque de Suba. Allá me esperaban Wilber, su esposa y su hijo Abraham, de seis meses. Siempre me gusta verlos. Es como cuando estaba pequeño y los libros de Julio Verne me hacían olvidar la realidad. Las tablas de multiplicar, el profesor de Sociales, los ladrones en la ruta a mi casa. Me reconforta verlos, simples, ajenos a la versión contemporánea de justicia, viviendo en otro ritmo, en otra escala.
Después del trámite, me mostraron sus cuadros. No esperaban un halago, ni siquiera un comentario. Yo tampoco se los di. Habría podido decir "Qué cuadro tan lindo", pero parecía más que inapropiado. Wilber me dijo "¿Te gusta este, el de la neblina?" y yo asentí con la cabeza.
Después fuimos a su casa y Daimi, la esposa, me dio café y arepa con queso. Me dijo que como era paisa, me debía gustar la arepa. Abraham veía unas caricaturas rusas en el computador. Un oso jugaba con una niña. Creo que se llamaba Mishka. La esposa me explicaba que se sentía humedad porque habían alquilado una lavadora y habían aprovechado para lavar toda la ropa.
Como a las 2 salí. A mi lado iba Wilber con un paquete de documentos y a su lado iba yo cargando el cuadro de la neblina con su título y técnica en la parte de atrás y más abajo, una dedicatoria "Dedico esta obra para Jorge Aranda Correa con mucho afecto. De el pintor cubano Wilber Ortega Aldaya". Me fui manejando con cierta tristeza hasta mi casa. Tomé la Avenida Suba en sentido norte sur y después subí por la Calle 100 hasta la Séptima. Es curioso, suena afectado y propio de fantasiosos pero el mundo tiene un cierto equilibrio: por cada hijueputa hay alguien como Wilber.
lunes, 6 de abril de 2015
¿Dónde estamos?
"Aquí terminan todas las vanidades de este mundo"
- Cementerio de Riosucio, Caldas.
El Alto está a 2.936 metros sobre el nivel del mar. Si uno se para mirando al nororiente, se ven Supía, Riosucio, Aguadas, Salamina, La Merced, Filadelfia y una cola de La Pintada. Si se voltea, se ven Manizales, Chinchiná y otro pueblo que no pudimos saber si es Palestina o Santa Rosa. Yo soy más de la corriente de que es Palestina porque creo que Santa Rosa queda detrás de un filo que queda justo al occidente y entonces quedaría como escondida si uno trata de observarla desde la misma dirección.
Como era de noche no se veían los pueblos sino las luces de los pueblos. Luces de lugares donde estaban pasando cosas. Donde alguien estaría pensando con qué pagar el arriendo, dónde poner un florero, cómo ser mejor persona, si luchar contra el cáncer de una forma tradicional o con medicina alternativa. Eso me gusta de ver luces por la noche, que me siento acompañado por la especie. Lo mismo en Bogotá: millones de personas en sus apartamentos con la luz prendida, lavándose los dientes, pensando en el trabajo, viendo las noticias, teniendo sexo, alistando los uniformes de los hijos, con penas y alegrías de mayor o menor tamaño, enfrentando los días, siendo testigos del tiempo, existiendo.
Acampamos en El Alto porque ya no hay casa. Se la robó la guerrilla, o los vecinos o alguien que pasaba. Se robaron las paredes, los baños, el techo y dejaron la chimenea y el enchape de los baños, flotando sobre un lote que parece que se hubieran robado también. Sé que suena extraño, pero también se robaron el camino que sube a El Alto. Subimos trastabillando por una ruta empantanada a la que el Tío Herman le daba machetazos que derribaban la maleza a lado y lado.
En Riosucio fui a la procesión del Santo Sepulcro el viernes por la noche. Después de la procesión caminamos hasta el cementerio con la Banda Los Mafla, que desde hace muchos años toca esa música lúgubre de la Semana Santa que me gusta tanto. Juanita, que estudia música en EAFIT, dijo que son muy destemplados. Luisa, mi hermana, me dijo que en parte esa era la gracia. Yo estoy de acuerdo; si fueran buenos tal vez no me gustarían tanto. Lo imperfecto se atrae y sobre todo se siente desautorizado para reclamar lo perfecto.
Esa noche me sentí raro. Como si fuera tuerto en un planeta de gente de tres ojos.
No sé desde qué momento exacto me empezó a parecer raro existir. Creo que fue hace mucho tiempo porque recuerdo tardes en la guardería en las me sentía raro sin motivo. Como a las tres o cuatro, las profesoras extendían colchonetas en el salón y nos pedían que nos durmiéramos. No recuerdo haberme dormido en esas colchonetas y creo que no era porque no tuviera sueño sino porque me parecía raro existir. Pero no me parecía raro como les parece raro existir a los genios y a los artistas, sino que percibía esa rareza de la vida que a veces por las tardes siente la gente común. Un vacío, la sensación de estar parados en un mundo de juguete.
miércoles, 28 de enero de 2015
Puskás
Cuando veo el gol de James Rodríguez contra Uruguay, siempre recuerdo que ese día se murió mi abuela. Yo estaba en la casa de abajo viendo el partido sin volumen mientras ella respiraba artificialmente en su habitación, rodeada de sus santos y con la foto del abuelo en la cabecera. Desde el jueves anterior nos habían dicho que se moría, que no pasaba del domingo. El viernes, aunque incrédulo de las profecías de las moiras de bata blanca, viajé a la casa. Por respeto y por agüero no quise empacar corbata, ni vestido, ni camisa blanca, ni zapatos elegantes.
Veía el partido con sentimiento de culpa. De hecho, desde que la abuela se enfermó tuve sentimiento de culpa. La miraba a los ojos y sentía que la ofendía hablando de cosas intrascendentes, mientras la muerte se gestaba en su interior. Sentía que violaba un acuerdo básico, que irrespetaba la proximidad de su fin. Es difícil proponer otro tema cuando la muerte está en una habitación. Es difícil disimular que todo se está cayendo, que los ángeles llevan meses merodeando por la casa a la espera de la noticia final.
En las últimas semanas, los canales deportivos han transmitido muchas veces la jugada completa que termina con James Rodríguez recibiendo el balón en el pecho y soltando el aire acumulado en sus cachetes, a medida que descuelga el empeine de su guayo izquierdo, casi sin calcular, casi sin pensarlo, sobre el balón que se va volando en curva hasta el travesaño del arco defendido por un Fernando Muslera que parece un gato tratando de cazar a otro gato, más hábil, endemoniado, lleno de maña.
En ese momento a mi abuela le quedaban sus últimas 400, 500 o 600 respiraciones completas. A pesar de haberla sentido tan fría cuando la toqué, a pesar de saberlo, de estar seguro, de verlo en las caras de todos, conservaba una esperanza. De que no se fuera todavía, de que se tratara de una batalla de trámite y no de la definitiva. De haber promovido su vida al no empacar mi vestido elegante, mis zapatos, mi corbata y mi camisa blanca.
Antes, mucho antes, en 1987, cuando ni siquiera había nacido James Rodríguez, la abuela me decía que fuera a la huerta por papas criollas, rábanos y zanahorias. Estábamos solos, a 2.800 metros de altura, sin energía eléctrica, casi sin vecinos, rodeados de montañas y lagunas, de perros, vacas, mulas y cerdos. Ella tenía 53 años y yo 5. Y éramos amigos, pero no como un nieto que respeta a su abuela y una abuela que consiente a su nieto. Éramos amigos auténticos, de los que, sin mucha consideración por la posición jerárquica, comparten sus problemas y sus alegrías.
Abel Aguilar cabeceó hacia el área un mal rebote concedido por Álvaro Pereyra. A James Rodríguez casi que lo tomó por sorpresa. He visto el gol con varias narraciones. La colombiana, la española, la inglesa, la brasilera, la rusa. Es como si quisiera reconstruir el momento en el que a mi abuela le quedaban 400, 500 o 600 respiraciones completas. Veo ese gol tan bonito, armonioso y casi perfecto, que todo el mundo celebra con un UFFFF y siento por él un odio leve; un deseo de convertirlo en un simple postazo que no me recuerde nada.
Veía el partido con sentimiento de culpa. De hecho, desde que la abuela se enfermó tuve sentimiento de culpa. La miraba a los ojos y sentía que la ofendía hablando de cosas intrascendentes, mientras la muerte se gestaba en su interior. Sentía que violaba un acuerdo básico, que irrespetaba la proximidad de su fin. Es difícil proponer otro tema cuando la muerte está en una habitación. Es difícil disimular que todo se está cayendo, que los ángeles llevan meses merodeando por la casa a la espera de la noticia final.
En las últimas semanas, los canales deportivos han transmitido muchas veces la jugada completa que termina con James Rodríguez recibiendo el balón en el pecho y soltando el aire acumulado en sus cachetes, a medida que descuelga el empeine de su guayo izquierdo, casi sin calcular, casi sin pensarlo, sobre el balón que se va volando en curva hasta el travesaño del arco defendido por un Fernando Muslera que parece un gato tratando de cazar a otro gato, más hábil, endemoniado, lleno de maña.
En ese momento a mi abuela le quedaban sus últimas 400, 500 o 600 respiraciones completas. A pesar de haberla sentido tan fría cuando la toqué, a pesar de saberlo, de estar seguro, de verlo en las caras de todos, conservaba una esperanza. De que no se fuera todavía, de que se tratara de una batalla de trámite y no de la definitiva. De haber promovido su vida al no empacar mi vestido elegante, mis zapatos, mi corbata y mi camisa blanca.
Antes, mucho antes, en 1987, cuando ni siquiera había nacido James Rodríguez, la abuela me decía que fuera a la huerta por papas criollas, rábanos y zanahorias. Estábamos solos, a 2.800 metros de altura, sin energía eléctrica, casi sin vecinos, rodeados de montañas y lagunas, de perros, vacas, mulas y cerdos. Ella tenía 53 años y yo 5. Y éramos amigos, pero no como un nieto que respeta a su abuela y una abuela que consiente a su nieto. Éramos amigos auténticos, de los que, sin mucha consideración por la posición jerárquica, comparten sus problemas y sus alegrías.
Abel Aguilar cabeceó hacia el área un mal rebote concedido por Álvaro Pereyra. A James Rodríguez casi que lo tomó por sorpresa. He visto el gol con varias narraciones. La colombiana, la española, la inglesa, la brasilera, la rusa. Es como si quisiera reconstruir el momento en el que a mi abuela le quedaban 400, 500 o 600 respiraciones completas. Veo ese gol tan bonito, armonioso y casi perfecto, que todo el mundo celebra con un UFFFF y siento por él un odio leve; un deseo de convertirlo en un simple postazo que no me recuerde nada.
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