Vine a trabajar con el ánimo usual. Un poco nervioso en lo que concierne a lo que podría llamar mi aspecto operativo, mi parte más básica y sin embargo (o tal vez por eso mismo) la más visible. Esa parte que por alguna razón siento que genera incomodidad en los desconocidos. Mi camisa que se desacomoda, la falta de fidelidad a un estilo, una leve ansiedad de la que soy presa incluso en el acontecimiento social más insignificante, y en resumen, lo que podría ser la agrupación imperfecta de mis atributos, esa naturaleza difusa que impide que me apropie por completo de mi expresión.
Hoy dudé un rato entre dos corbatas azules. Hay una que más que por su aspecto, me gusta porque por el lado de atrás dice Zigurat. Creo que es el nombre de su diseño porque, en efecto, las formas azules y negras que se entrelazan a lo largo de la prenda recuerdan la estructura de un templo mesopotámico.
La otra corbata es más bonita, el azul es más vivo y las formas más contemporáneas, pero carece de la profundidad que tiene el diseño de la corbata Zigurat. Se podría decir que es una prenda más insustancial y con menos valor simbólico, pero más elegante, si se quiere, o por lo menos más adecuada para usarse en un ambiente en el que más que cavilar sobre la historia y el misticismo, se requieren disciplina y trabajo.
Elegí la segunda y dejé colgada la Zigurat en un perchero.
La mayor parte del tiempo siento que puedo ser víctima de una elección; no de forma tal que pueda tomar una decisión fatal, sino que todo el futuro, bueno o malo, que se desprenda de lo que decida en un momento concreto, va a ser inmodificable. La sola imposibilidad de recomponer un instante idéntico al actual en el futuro, me convierte en una víctima de la decisión. No importa si es buena, o si sus efectos en el futuro son los esperados. El no estar facultado para regresar al punto inicial, la ausencia de control sobre la locomotora imparable del tiempo, me aleja de la posición dominante que tal vez solo pueda obtener por la vía abstencionista: no decidiendo nunca nada.
De lo anterior se desprende que soy supersticioso, y ese es tal vez mi rasgo más representativo. Tengo mucha fe en lo inesperado, pero más que una fe pasiva, que una creencia expectante, lo que siento es un anhelo incontenible de que ocurra lo improbable. Que alguien se ilumine y salga volando por encima de los árboles hasta perderse en el infinito; que un sólido traspase otro sólido; que aparezca un espectro detrás de mi cama cuando me esté quitando los zapatos para acostarme. Pero más que eso, lo que pasa es que me siento a gusto entre la gente misteriosa. Gente que alberga un secreto, hinchas de lo improbable, gente con una disposición imperfecta de los atributos, que vive en las sombras. Que parecen ecuaciones mal planteadas que nunca, aunque el destino se trabe a su favor, van a arrojar resultados.
Cuando vengo a trabajar, opongo cierta resistencia a hacerlo con más convicción de la que me permiten demostrar mis escasas habilidades teatrales. No hay misterio en el trabajo, o por lo menos no en el mío. Defino las condiciones contractuales, estudio la normatividad aplicable para cada acto, sugiero cláusulas o parágrafos que solo van a regular fracciones muy pequeñas y temporales de la realidad. Trato de hacerlo bien, pero sé que incluso el efecto de la cláusula más genial que redacte, sería enano frente al misterio que se despliega detrás del mundo operativo. Podría diseñar un puente, o perfeccionar el funcionamiento de una hidroeléctrica pero eso también sería enano. Cosas como la corbata Zigurat son los pequeños enclaves que el misterio ha fundado en mi vida. Tengo fe en que todos los enclaves del misterio conformen algún día un símbolo, una unidad que se oponga al mundo operativo con más carisma y espectáculo, que se consolide por lo menos por un tiempo la república de lo improbable.
Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo
martes, 29 de mayo de 2012
martes, 22 de mayo de 2012
¿Para dónde vamos?
I don't know how to lie. But I don't know what truth is, either. I always try to speak the way I think will cause least trouble to God and men.
- Ólafur talking to Vegmey
5. Sancho
Seguramente estoy muy viejo para haber tenido un perro por primera vez. Cuando estaba pequeño les tenía miedo y más adelante, en la adolescencia les tenía algo de asco. Me parecían criaturas, que si bien pertenecían a una especie amiga, habían invadido el espacio de las personas con su olor a bestia y sus costumbres salvajes reducidas artificialmente al espacio limitado de los edificios de apartamentos. Sin embargo, cuando me ofrecieron a Sancho no dudé en recibirlo. Estaba viviendo solo en una vereda entre Rionegro y La Ceja y pensé que seríamos buena compañía: un perro que a sus ocho meses no había tenido amo, y un amo que a sus veintinueve años no había tenido nunca un perro.
Lo trajeron de Puerto Berrío en una volqueta. Estaba metido en un guacal de madera y adentro estaban sus datos y los carnets de vacunación, el collar y la cadena. Cuando lo saqué no ladró ni se movió. Tampoco reaccionó cuando le eché agua con una manguera, ni mostró interés en la coca llena de cuido que con mi inexperiencia había dispuesto para la ocasión. Sin embargo, mientras se desplazaba hacia un rincón a descargar su vejiga, sentí una simpatía hacia él que superaba la simple simbiosis que suponía habitual entre perros y humanos. Una simbiosis tonta en la que el humano alimentaba al perro y el perro lo divertía con su inteligencia desarrollada a medias por su condición milenaria de animal doméstico.
Con el tiempo Sancho y yo nos habituamos a una rutina. Lo amarraba antes de salir por la mañana, volvía a entrar para desamarrarlo y volvía a salir dando un portazo final. Mientras me alejaba en el carro, él corría por el borde interior de la cerca y ladraba hasta que yo desaparecía en la curva del horizonte rumbo a Medellín. Por la noche volvía y el perro saltaba y mordía en lo que parecía su desconcierto por un día más con amo. Yo entraba a la casa, me quitaba la corbata y volvía a salir al prado. El perro se calmaba y se echaba a mis pies. Me veía tomar cerveza y con respeto, me sentía cavilar sobre mis preocupaciones de animal superior. La paz solo se veía interrumpida cuando pasaba una moto por el lado exterior de la cerca. Supongo que en su versión de la realidad, una moto era un enemigo al que aniquilar. Ladraba un rato y volvía a mis pies, levantando la cabeza de vez en cuando, como extrañado por nuestra existencia simultánea.
La semana pasada me cambié de ciudad. Dejé a Sancho en otra finca donde supuse que iba a estar bien. Allá dejé el collar, la cadena y las cocas para el cuido.
Hoy se murió. A su alrededor había un círculo que él mismo parece haber cavado durante la agonía. Al lado estaba su cuerpo tieso y un enigma resuelto: él estaba primero en el turno. Pero hay otros sin resolver: ¿Por qué se morirá todo? ¿Por qué llegará un día en que dejamos todo incompleto? La muerte no hace distinciones; a todos nos lleva por igual, y entonces, por lo menos en su concepción parece una cosa justa. Un evento siniestro pero democrático. Es la vida la que no parece ensañarse con todos en igual proporción. A Sancho le dio un tour de dieciocho meses por un mundo que consistió en mil metros cuadrados de pasto, una cerca y motos que pasaban más allá de la cerca. Justa o no, esa fue su vida.
domingo, 6 de mayo de 2012
Al otro lado del silencio
Desde pequeño me ha gustado la plata; entonces un día, haciéndole caso a mi mente agitada de los 17 años (que era más agitación que verdaderas aventuras) pregunté en Pizza Factory si necesitaban un domicilio. Me preguntaron si tenía moto, si estaba estudiando. No hubo nada de referencias ni preguntas sobre mis virtudes o mi familia, ni mucho menos la formalización escrita de un vínculo laboral recién adquirido del que se desprenderían ganancias diarias de $20.000, más las propinas, más un bono extra para tanquear en la bomba del Carretero.
Me sentí muy libre. Iba a recorrer la ciudad en turnos de 16 horas con una caja de madera cargada de pizzas y una mente abierta a los espectáculos del mundo: peleas callejeras, choques entre buses y carros particulares, riñas sentimentales, fragmentos de teta expuestos a las 2 de la mañana por una u otra razón.
Todo iba a pasar muy rápido. Mientras la gente aguardaba por su pizza acostada en un sofá, yo iba a esperar al empacador con la moto prendida. Iba a pegar en el velocímetro un papel con las direcciones de los pedidos, le iba a dar una patada seca al cran e iba a salir disparado mientras acababan de empacar las pizzas en la caja trasera. Después vendría la odisea de piruetas entre los buses, un pitazo a los hippies aburridos de los Volkswagen y después una aceleración intempestiva, un poco de ruido con el clutch y una risa larga que invadiría el aire de la ciudad, la risa de la libertad.
Cuando terminaba los turnos a las 3 am, a veces me daba pereza seguir hasta mi casa. Era como si quisiera ver en vivo esas horas misteriosas tan parecidas a los sueños que antes pasaba durmiendo bajo el techo protector del hogar. Quería esperar el silencio, dejar que pasara y ver qué era lo que seguía después. Quería estar solo en las esquinas, sacar el mayor provecho de la libertad, sentir la presencia demoníaca de la noche y acostumbrarme a ella como uno de sus hijos. Y sus hijos eran muchos. Eran 15 o 20 y se reunían todos en la esquina del Chamo. Eran un eslabón extraño de la sociedad. Muchachos con el papá en Estados Unidos, o sin papá, de los que se esperaba algún accidente prematuro, de los que de día, a simple vista, podía suponerse una nutrida historia criminal, que algunos de ellos como Victorino, ya de hecho habían empezado a nutrir. Todos sabíamos que robaba y pegaba puñaladas por contrato, pero además se le atribuía un récord de tres muertos que no desmentía ni confirmaba y que solo afrontaba con su sonrisita de marihuanero habitual.
Mi primer contacto con ellos fue El Muñeco. Era amigo de un amigo y un día me dijo venga para acá, venga tómese una cerveza con nosotros. Sonaba música de Ángeles del Infierno en una grabadora de pilas. Me presentó al Chamo, a Tití y a Andrés Boquillanta. Los que antes eran leyendas que cuando salían de día solo hacían mala cara, ahora me conversaban como si fuera una criatura más del mundo de la noche, un macho recién liberado que había logrado la emancipación por su recientemente adquirido poder económico. A veces parábamos de tomar y pactábamos una carrera hasta La Sultana. Eran carreras a muerte, sin ninguna consideración por la amistad o la propia vida, en las que se entregaba todo durante 9 minutos, y al cabo de las cuales se pagaba la apuesta, se servía más aguardiente y se esperaba el amanecer al que se temía, por ser esa luz tenebrosa que anuncia la realidad.
Uno de esos días, esa luz tenebrosa llegó con la noticia de la muerte de Andrés Boquillanta. La noche anterior no iba en moto, iba en carro, en un Chevette que salió volando y quedó incrustado en la fachada del ICBF. Antes de ir a cumplir con mi turno en Pizza Factory pasé por la esquina. Lo estaban velando ahí ante la mirada vacía del Chamo. Recuerdo que varias horas después pasé otra vez. El Chamo estaba borracho y le preguntaba llorando y siguiendo los gritos de Ángeles del Infierno ¿Qué hay amigo, al otro lado del silencio?.
Me sentí muy libre. Iba a recorrer la ciudad en turnos de 16 horas con una caja de madera cargada de pizzas y una mente abierta a los espectáculos del mundo: peleas callejeras, choques entre buses y carros particulares, riñas sentimentales, fragmentos de teta expuestos a las 2 de la mañana por una u otra razón.
Todo iba a pasar muy rápido. Mientras la gente aguardaba por su pizza acostada en un sofá, yo iba a esperar al empacador con la moto prendida. Iba a pegar en el velocímetro un papel con las direcciones de los pedidos, le iba a dar una patada seca al cran e iba a salir disparado mientras acababan de empacar las pizzas en la caja trasera. Después vendría la odisea de piruetas entre los buses, un pitazo a los hippies aburridos de los Volkswagen y después una aceleración intempestiva, un poco de ruido con el clutch y una risa larga que invadiría el aire de la ciudad, la risa de la libertad.
Cuando terminaba los turnos a las 3 am, a veces me daba pereza seguir hasta mi casa. Era como si quisiera ver en vivo esas horas misteriosas tan parecidas a los sueños que antes pasaba durmiendo bajo el techo protector del hogar. Quería esperar el silencio, dejar que pasara y ver qué era lo que seguía después. Quería estar solo en las esquinas, sacar el mayor provecho de la libertad, sentir la presencia demoníaca de la noche y acostumbrarme a ella como uno de sus hijos. Y sus hijos eran muchos. Eran 15 o 20 y se reunían todos en la esquina del Chamo. Eran un eslabón extraño de la sociedad. Muchachos con el papá en Estados Unidos, o sin papá, de los que se esperaba algún accidente prematuro, de los que de día, a simple vista, podía suponerse una nutrida historia criminal, que algunos de ellos como Victorino, ya de hecho habían empezado a nutrir. Todos sabíamos que robaba y pegaba puñaladas por contrato, pero además se le atribuía un récord de tres muertos que no desmentía ni confirmaba y que solo afrontaba con su sonrisita de marihuanero habitual.
Mi primer contacto con ellos fue El Muñeco. Era amigo de un amigo y un día me dijo venga para acá, venga tómese una cerveza con nosotros. Sonaba música de Ángeles del Infierno en una grabadora de pilas. Me presentó al Chamo, a Tití y a Andrés Boquillanta. Los que antes eran leyendas que cuando salían de día solo hacían mala cara, ahora me conversaban como si fuera una criatura más del mundo de la noche, un macho recién liberado que había logrado la emancipación por su recientemente adquirido poder económico. A veces parábamos de tomar y pactábamos una carrera hasta La Sultana. Eran carreras a muerte, sin ninguna consideración por la amistad o la propia vida, en las que se entregaba todo durante 9 minutos, y al cabo de las cuales se pagaba la apuesta, se servía más aguardiente y se esperaba el amanecer al que se temía, por ser esa luz tenebrosa que anuncia la realidad.
Uno de esos días, esa luz tenebrosa llegó con la noticia de la muerte de Andrés Boquillanta. La noche anterior no iba en moto, iba en carro, en un Chevette que salió volando y quedó incrustado en la fachada del ICBF. Antes de ir a cumplir con mi turno en Pizza Factory pasé por la esquina. Lo estaban velando ahí ante la mirada vacía del Chamo. Recuerdo que varias horas después pasé otra vez. El Chamo estaba borracho y le preguntaba llorando y siguiendo los gritos de Ángeles del Infierno ¿Qué hay amigo, al otro lado del silencio?.
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