Los domingos por la noche iba con mi papá a guardar el carro de la empresa en el parqueadero de La Patria, en el centro. El regreso lo hacíamos a pie y en el camino mediaban palabras muy escasas que casi siempre configuraban pequeñas preguntas y respuestas sobre el idioma, la bandera o la capital de otros países; a veces una anécdota, a veces una historia sobre un tigre.
La ruta de media hora pasaba inequívocamente en calma. Con una de sus manos rollizas mi papá me sostenía por la nuca y con la otra intentaba detener el tintineo de un manojo de llaves en su bolsillo. Las manos eran tibias y rugosas, nunca llovía, las cosas iban bien por defecto.
Solo una vez tuvimos que apresurar nuestro paso irregular, medio rengo. Ya estaba pasada mi hora de dormir, eran como las 9, y dos hombres calvos le estaban rompiendo la cabeza a un ladrón contra las rejas de un estanquillo. Por una ventana de la mano con la que mi papá me tapaba la cara alcancé a ver al ratero; la boca hinchada, tan grande, que casi tapaba una frente inmunda y desgraciada como un paquete de cigarrillos flotando en un lavaplatos. No se le veían los ojos y un golpe seco de hueso contra hueso anunció una fractura.
Esos días fueron malos, pero la imaginación, alimentada por los juegos de preguntas y respuestas, hizo su trabajo. Pronto me concentré en imaginarme la vida en Bulgaria, en Corea, en Noruega. Después las consideraciones sobre un viaje al centro de la tierra.
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Todo pasa, y cuando uno tiene que esforzarse para conseguir lo que antes se daba gratuito en la imaginación, piensa en el pasado, se concentra un poco y ve todas sus necesidades solucionadas con un grito. A veces todavía quiero que me limpien.
5 comentarios:
Elegantiiiiiiisimo, se me ajustó!
Me gustó mucho Jorge, muy buena.
Me gusta mucho tu forma de describir las cosas...me conmueve.
Qué putería su blog. Llegué tarde pero llegué. Y ya como que me quedo.
Muy bacano que les gustó. Bueno Martín, bienvenido.
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