“Un
día nos amanecimos tomando y el man al otro día por la tarde se levantó todo
agripado y esa gripa no se le quitaba y no se le quitaba, pero era una gripa
suave, nada del otro mundo, ¿Sí me entendés Rolando? Fue donde el médico y lo
que tenía era cáncer, ya estaba invadido y se murió a los veinte días.
Y yo
pensaba en esa colección de discos que tenía y en lo bruta que es la hermana,
que no sabe nada de música. Pero nada es nada, hermano. Ese man era muy, muy
parcero mío. ¿Te acordás como era de flaco? Nos reuníamos a escuchar los discos
y a beber y a hablar de música. Pero no a decir que qué chimba de canción, ni
que qué tatuajes los del baterista. Es que a la gente se le olvida que la
música es un tema serio. Entonces el domingo pasado me acordé de eso, me bañé,
me vestí, reuní fuerzas y me fui a hablar con la hermana. Le dije que me diera
los discos, que a ella no le gustaba la música. Hermano, y me los dio. Ahí los
tengo en la casa pero yo nos los vendo, ¿cómo los voy a vender? Para mí la
música es un tema serio, la música es mi vida. La música y otras dos o tres
cosas”.
A las diez de la mañana empieza a caminar la gente de un
lado a otro de la Avenida La Playa, esa calle de Medellín que con sus palmeras,
bustos de gente ilustre, amplios andenes, cantinas y vendedores,
sigue evocando la calle principal de un pueblo. De uno nostálgico, que
escarba entre los coletazos del progreso y la industrialización, una esencia
remota de literatura, tangos y ocio.
Porque el paisa viejo era ocioso. Empezó a trabajar porque
el mundo adquirió una especie de razón social en la que tomaron fuerza el
trabajo como valor indiscutible y la acumulación de capital como abreviatura del
honor y la dignidad. Los de antes no eran así. Entrenaban esgrima con machete,
se juntaban a tocar guitarra y a trovar, jugaban parqués, lulo y dominó, fumaban
con los amigos en largas tardes de conversación, atendían sin mayor esfuerzo la
granja familiar y solo trabajaban en el tiempo que la libertad les dejaba
libre.
El centro comercial Paseo de la Playa parece el intento de
una sociedad por recuperar su ocio. Un intento pequeño, pero un intento. Un
paisa viejo entra al local 222, se quita el sombrero y pregunta por algo de
Ignacio Corsini. El vendedor le pregunta qué clase de música es y el viejo le
responde pasándole una USB con un gesto como de mire papito de lo que se está perdiendo. El vendedor reproduce la
memoria y suenan las guitarras de El Adiós en todo el local. ¿Sí ve cómo suenan esas guitarras? Usted reconoce el tango bueno porque
es con guitarra. Esas farolerías del
bandoneón, eso no. ¿Sí escucha esa
belleza?
En el estante del fondo hay algunas joyas del tango y la
ranchera. Pepe Aguirre, Cuco Sánchez, Agustín Magaldi, Juan D´Arienzo, Pedro
Infante y Juan Gabriel sobreviven entre el polvo de los escaparates y el
abultado vademécum de novedades que conlleva el presente. En la parte de abajo
de un disco de Miguel Aceves Mejía, la casa discográfica advierte Usted puede comprar este disco hoy, sin
temor a las innovaciones del futuro. El fabricante estuvo a punto de mentir
pero el futuro llegó y con él la nostalgia por lo antiguo, por lo gangoso, por
lo difícil. Es posible reproducir esa joya negra de acetato gracias al apego de
los jóvenes a lo eterno, gracias a la imposibilidad que refirió Fernando
González, uno de los paisas viejos, de vivir en lo abstracto.
Donde Rolando, están los discos de Scorpions, Queen, los
Rolling Stones, Led Zeppelin y Supertramp. Parado detrás del mostrador, cuida
su tienda vestido de negro. Les pasa sillas a los clientes para que busquen más
cómodos en los estantes. El relato sobre uno de los parceros que murió de
cáncer dejando atrás una abundante colección de discos no parece impresionarlo
mucho. Escucha con atención la historia mientras se acerca el mediodía y
empiezan a desfilar por los corredores las cocas con almuerzos. La carátula de
A kind of magic, de Queen, tiene por dentro un precio que parece razonable.
Sesenta mil pesos por un fósil de un mundo que se extinguió frente a nuestros
ojos. Un hombre de los nuevos dividiría el precio entre las nueve canciones y
diría vea, seis mil quinientos pesos por canción. Un hombre de los
antiguos intuiría que la estética es uno de los mejores estímulos de la fuerza
interior y que la fuerza interior es una de las mejores armas contra la
obediencia.
Por el pasillo del fondo una caleña vende discos de salsa,
botones de Héctor Lavoe, Celia Cruz, Larry Harlow e Ismael Rivera. Suena a todo
taco La Sonora Ponceña mientras lee una edición muy vieja de El callejón de los
milagros de Naguib Mahfuz. Abajo están los tatuadores y los metaleros que
atienden su negocio con rigor y amabilidad. Parecen vender flores, embetunar
zapatos u ofrecer el aguacate para el almuerzo. Como si el ocio y el trabajo
fueran la serpiente que se muerde la cola, los ociosos, en mayor medida que los
industriosos, parecen disciplinados y leales a algún valor indeterminado. Aprenden
con convicción sobre el submundo del arte y el vicio. Contemplan la vida como
un todo inseparable que se rige por la belleza. Cavilan, viven, observan. Compilan
con método y cuando mueren legan sus colecciones a los parceros del alma.
Porque el ocio es su vida. El ocio y otras dos o tres cosas.