Estábamos por ahí después de hacernos embolar los zapatos en el parque, cuando vimos su figura inconfundible de morrocoy prehistórico a quien el hecho de tener todos los órganos destrozados no le impide caminar. Tampoco le impide seguirlos destrozando de forma esporádica en cantinas que escoge con meticulosidad según la moda, o la música que su oído, ya sin acústica, le permite escuchar desde el andén.
Nunca pensé que a sus 93 años al tío Zabulón todavía le gustara ir donde las putas. En todo caso, fue muy sutil para llevarnos hasta el fondo del grill, acomodarnos rigurosamente contra la pared (como en los tiempos de la violencia) y hacernos ordenar la primera botella de aguardiente, mientras le susurraba algo en la oreja a una negra de Buenaventura con su eterno aliento de guarapo trasnochado.
-¿Usted es de África?, alcancé a oír que le decía.
En la inocencia de las 11 de la mañana, el tío Herman y yo lo habíamos invitado a una cerveza. No nos pareció una imprudencia dejar que un anciano de 93 años escogiera el lugar. Ni que al final descartara la cerveza y se inclinara por lo que ha tomado toda la vida. Se negó a entrar a los primeros tres estanquillos que sugerimos y al final señaló con la boca la esquina pintada de rojo y amarillo desde la que salía el coro de Nueve años de soledad, de Darío Gómez. Una vez sentados, después de una pausa de varios minutos, en la que subió las cejas una y otra vez como diciendo vea dónde los traje, nos explicó con la seriedad que ameritaba el momento: -Aquí es bueno, porque las muchachas son desenvueltas.
- ¿El trabajo es un hábito o un vicio? Nos había preguntado después de los primeros tres o cuatro aguardientes. También les preguntó a los que pasaban por ahí sin entender muy bien la situación. Algunos contestaron después de pensar un poco. Otros, lo primero que se les ocurrió. Otros lo ignoraron. Era un buen momento, un momento familiar. Un momento filosófico. Tres animaluchos destinados a morir. El tío Zabulón nos hacía sentir como iguales. Nos habló de algunas mujeres de su vida, compartimos las copas. Le tocó las tetas a la negra, nos dio toda su confianza.
No nos impuso su sabiduría, ni nos repletó de consejos de viejo. Y él es muy viejo porque una persona como él solo puede acumular algo: tiempo. Su concepción del tiempo le impide despedirse. Para él solo hay un principio y un fin. Después de la última botella nos llevó a su casa. En la casa solo había polvo, la Virgen y un equipo Sony que parecía primo de unos tenis Nike de basketbolista. Nos preguntó si sabíamos hacerlo funcionar. Nos pasó un CD de Los Relicarios para ensayarlo. Llegó un pastor alemán y el Tío Zabulón se agachó para quedar a la altura de su hocico. Le habló un rato. El perro pareció entenderlo todo. No alcancé a oír lo que le decía, pero al parecer era algo importante. O algo muy importante.
La última vez que lo vieron se despidió. Cuando vuelva a Riosucio ya no van a estar él, ni la abuela. Voy a volver a la esquina pintada de rojo y amarillo y me voy a sentar como una especie de Sócrates borracho y rodeado de putas. Me voy a sentir solo en el mundo, como Darío Gómez antes de ser famoso, en sus peores momentos. Como si alguien me hubiera soplado el alma después de comerse un halls.
2 comentarios:
Aranda, ¿todos esos tíos suyos son reales? Usted termina siendo casi normal con toda esa gente en su infancia.
Yo creo que tengo un tío parecido, pero no es tan viejo. Aunque ahora es como un león domado. Pero también supo ser león. A mí, que soy tan convencional, toda esa gente se me hace muy rara.
Es una entrada muy bella. La imagen de halls es brutal.
Claro, Peña, son de verdad. El tío Zabulón es tío abuelo mío, hermano de mi abuela. Es como una enciclopedia de sabiduría de calle y de vicios.
Gracias por leer. Bacano que haya vuelto a escribir en su blog, me ha gustado mucho lo que ha escrito.
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