Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 30 de septiembre de 2014

¿Dónde estamos?

Alfonso Reyes, en el prólogo de  El hombre que fue Jueves, advierte sobre un peligro que enfrentamos diariamente: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar de su esencia

Mantener las costumbres puede, entonces, requerir un esfuerzo más grande que cambiarlas. Porque la gente quiere cambiar a toda costa. El himno, el escudo nacional, los hábitos, el celular. Y en ese ánimo atropellado de cambio, la gente, por ejemplo, se tatúa. Y claro, los entiendo: un tatuaje es un símbolo de algo. De que no soy como mi papá que no se tatuaba. De que no soy como mi abuelo. De que soy algo nuevo. Y así pasa con todo. Y al final, los domingos por la tarde estamos fríos, nerviosos, como animalitos esperando a que caiga la noche y aparezcan, entre las ramas, los depredadores.

Recuerdo a Harry Haller en El lobo estepario diciendo que le gustaban las escaleras que conducían a la habitación que había tomado en alquiler. Un hombre que se pudría moralmente, atormentado por sus debates internos, alababa el olor a jabón y a trementina, la limpieza y el cuidado de las plantas. Pero más que nada, lo emocionaba el contraste del caos interno, de la debacle existencial, con el rigor higiénico exterior.

Quiero llenar de valor mis hábitos. No es tan malo estar limpio, bien motilado, respetar a la mamá, saludar en la calle, madrugar, vivir con una mujer que todavía parezca una mujer; pero sobre todo ¿Qué es lo que tiene de bueno lo contrario?

Si progresar es motilarse distinto, bañarse menos y extender los límites del arte hasta la barbaridad de unas latas superpuestas, me quedo en mi refugio mental conservador y plano, donde no tengo que exhibir un buen gusto reinventado cada seis meses que denote la afinidad de mi espíritu con la de millones de muchachos iguales todos, rebeldes todos, alrededor del mundo. Me quedo en mi madriguera ideológica donde la mamá se respeta, la ropa se lava, la esposa está buena y los hombres se defienden de los ladrones.

El progreso apaga la pasión. Nos obliga a convivir, a aguantar. Y yo, yo soy un conservador. Y prefiero ser despedido en medio de las conjeturas sobre el más allá, con luto y rezos de fondo, que en medio de esa frialdad escéptica de las ciudades y de los citadinos. Prefiero la costumbre parroquiana de velar a los muertos toda la noche, de homenajearlos con flores y despedirlos con oraciones en latín, que la certeza de la muerte eterna certificada por un médico rural. Un niño seguro de que solo somos carne de la que debemos deshacernos rápidamente una vez nos apaguemos.



2 comentarios:

Jaime dijo...

Jorge
Me gusta mucho su blog, esa sinceridad suya. Me molesta toda esa gente que se cree muy loca, muy irreverente, muy distinta. Bueno, ya casi no me molestan, solo me parecen un poco huevas. Sin embargo, no creo que eso signifique ser liberal, si por contraposición a su autodemnominación de "conservador" se debe suponer que a los que usted señala son liberales -hasta de pronto, ahora que todo el mundo se tatua, tatuarse puede ser lo conservador-. En fin, eso usted debe saberlo mejor. Yo solo quería comentar algo, porque siempre lo leo pero nunca comento.
Saludos

Anónimo dijo...

Una cálida esperanza en medio del frío Universo. Gracias.