En los extremos de cada mano, al lado de los pulgares, están las cicatrices de lo que parece un antiguo dedo extra mutilado quirúrgicamente. Y eso es lo más normal, porque uno sabe que tener seis dedos es raro pero puede llamarlo de alguna forma: Polidactilia corregida con cirugía, según el exámen médico de ingreso. Lo demás es indescriptible. Daniel puede ser un duende, un ángel, o simplemente un espíritu limpio y puro metido en un cuerpo enrarecido por su grandeza interior. O puede no ser nada de eso, solo un poco de masa que adquirió una forma rara para el parámetro estético de nuestro tiempo.
Tal vez algún día los dientes torcidos, la baja estatura y las mutaciones congénitas sean algo bonito, pero Daniel tuvo el infortunio de haber nacido muchos siglos antes de que la estética variara de un modo tan radical. Sin embargo, cuando se enfrenta al mundo lo hace con una seguridad que sale de muy adentro. Probablemente de un espíritu experimentado que ha viajado muchas veces entre el sufrimiento y la felicidad, o de un albedrío perfecto que por orden genética nunca se inclina hacia el mal.
El día que terminó la práctica en Archivo Documental llegó a mi escritorio y me preguntó si le podía dar el teléfono y si me podía agregar a Facebook. Esa misma noche me agregó. La foto de perfil es una caricatura japonesa de pelo rubio que se ríe proyectando la perfección de los dibujos hechos por humanos. Trazos libres de monstruosidad y degeneración. Un dibujo que aunque es feo está hecho de líneas perfectas; una creación sin porvenir, espíritu, ni opiniones sobre sí mismo.
Varios meses después me llamó. En el fondo yo sabía para qué, así que no le hice más incómodo el trámite. Era obvio que estaba sin trabajo. Era obvio que nadie le iba a dar trabajo; por miedo, por estética, porque el ambiente corporativo debe mantenerse limpio de las rarezas humanas. Incluso cuando se emplea a un minúsvalido, se escoge a uno que no asuste a los clientes. Que se vea bien, que no tenga expuesto el defecto. Él no me dijo nada. Solo me saludó y me preguntó que cómo iba todo por allá. Yo pensaba en las vacantes y en mi insuficiencia burocrática para aparecer en la gerencia con un recomendado. La conversación fue y volvió bordeando el mismo tema. Los dos le dábamos vueltas sin mencionarlo. Le pregunté por el grado, por la familia. Él me preguntaba por la oficina, por los de archivo, que si habíamos vuelto a jugar fútbol.
Daniel pensó que yo podría ayudarle. Algo vio que le hizo creer eso. Tal vez que una vez le ofrecí maní, o que le pedí crema de dientes; o tal vez esa conclusión a la que se llega íntimamente, la afinidad inexplicable entre algunas almas, la seguridad de que otro, que en muchos casos es un desconocido, es uno de los nuestros.
Ahora Daniel está trabajando en las bodegas. El médico advirtió que debe tener un cuidado especial con la columna y no permanecer mucho tiempo en la misma posición. A la hora del almuerzo sube a mi escritorio y conversa conmigo los quince minutos que tiene para descansar. Me dice que entró a estudiar ingeniería de sistemas y que se está arreglando los dientes. A veces sigo completando contratos mientras le converso. Hay una tensión, sin embargo. La de dos almas que son afines inexplicablemente; que mientras salen del mundo se ayudan en sus objetivos temporales. Algo distinto a la amistad, un sentimiento vago y misterioso como el viento que pasa por encima de las velas sin apagarlas.