Mi tío es, además, mi padrino. Aunque nos saludamos de abrazo, me trata con cierta dureza. A veces estoy por ahí parado y me acaricia el pelo. Me habla de Roma y de los árabes. Admira la brutalidad de la historia, las proezas de sangre, el honor de la familia. Cuando yo estaba pequeño me enseñó que los hombres orinamos y no hacemos chichí; que nada de lo que uno haga es importante y que salir por ahí sin plata es casi como salir sin testículos, con la libertad de elección atrofiada por no poder coger un taxi cuando uno se quiere ir. Gracias a él logré comprender esas sutilezas del lenguaje, sin lo cual me habría quedado haciendo chichí toda la vida.
También me enseñó cosas sobre los planetas, sobre el universo, sobre los esenios. Hablamos de la casualidad, de la oscuridad de la muerte. Del delito, de la caridad y de esa consecuencia política de estar vivo que nos arrastró a los dos a firmar contratos de prestación de servicios y a ponernos todos los días corbatas que intercambiamos y vestidos de paño que metemos en la misma bolsa rumbo a la lavandería. Lo veo a diario poniendo al jefe en su lugar, retando a los meseros, insultando a los choferes. Ganando batallas de una guerra en la que yo soy muy torpe, para la que nací desarmado.
A veces lo veo por la tarde después del trabajo. Él sabe que conformamos una mafia, pero se ve triste, cansado, como agobiado por un mal superior que no se puede matar a tiros: esa concepción mafiosa de la vida que compartimos secretamente. El convencimiento de que un día todo va a fallar.