Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 29 de junio de 2011

Mafiosos

Sobrino es una palabra mafiosa. No parece designar el tercer grado de consanguinidad sino algún rango de la jerarquía criminal, un pacto de protección entre lavaperros amado y patrón. Sobrino suena a venganza, a intriga, a cartel.

Mi tío es, además, mi padrino. Aunque nos saludamos de abrazo, me trata con cierta dureza. A veces estoy por ahí parado y me acaricia el pelo. Me habla de Roma y de los árabes. Admira la brutalidad de la historia, las proezas de sangre, el honor de la familia. Cuando yo estaba pequeño me enseñó que los hombres orinamos y no hacemos chichí; que nada de lo que uno haga es importante y que salir por ahí sin plata es casi como salir sin testículos, con la libertad de elección atrofiada por no poder coger un taxi cuando uno se quiere ir. Gracias a él logré comprender esas sutilezas del lenguaje, sin lo cual me habría quedado haciendo chichí toda la vida.

También me enseñó cosas sobre los planetas, sobre el universo, sobre los esenios. Hablamos de la casualidad, de la oscuridad de la muerte. Del delito, de la caridad y de esa consecuencia política de estar vivo que nos arrastró a los dos a firmar contratos de prestación de servicios y a ponernos todos los días corbatas que intercambiamos y vestidos de paño que metemos en la misma bolsa rumbo a la lavandería. Lo veo a diario poniendo al jefe en su lugar, retando a los meseros, insultando a los choferes. Ganando batallas de una guerra en la que yo soy muy torpe, para la que nací desarmado.

A veces lo veo por la tarde después del trabajo. Él sabe que conformamos una mafia, pero se ve triste, cansado, como agobiado por un mal superior que no se puede matar a tiros: esa concepción mafiosa de la vida que compartimos secretamente. El convencimiento de que un día todo va a fallar.

viernes, 24 de junio de 2011

Abriaquí

“Pensó ¿cuántos momentos de felicidad se habrán vivido aquí?. La felicidad, si aún la había, estaba en otras partes: en habitaciones encerradas que daban a callejones luminosos donde los gatos roían cabezas de pescado; en cafés sombríos con esteras de caña, donde el humo se mezclaba con las exhalaciones de menta del té caliente; abajo, en los muelles, al borde de laSebka… más allá de las montañas del gran Sahara, en las interminables regiones que constituían todo el África”.


Cuando viajo me quedo en hoteles. Entro con un morral donde llevo la ropa del día siguiente, el desodorante y varios formatos de acuerdos de pago. Llevo 3 o 4 con diferentes fechas, valores y número de cuotas. En el bolsillo de adelante, en un sobre de manila, van separados los pagarés en blanco, las facturas y los poderes.

A veces estoy en una ciudad fría, otras veces en un pueblo caliente e inundado. Dejo las cosas en la habitación y salgo por ahí. Me siento en un muro y me toco la punta de los zapatos con los dedos de las manos. -Estoy aquí, eso es lo que pienso casi siempre. Me tomo unas cervezas o una gaseosa. Una vez pensé - Estoy aquí, en Abriaquí, y el verso me produjo una risa muy tonta que inmediatamente supe que tenía que corregir por algo más profundo: - Estoy aquí y ahora.

Ese día no le dije a nadie que iba para Abriaquí. Era un secreto entre la casualidad y yo. Abriaquí, en el fondo, estaba tan lejos como Tokyo o Calcuta. La gente me parecía muy rara. En el parque había unos niños jugando. La felicidad estaba ahí, desconfiada, como una prima segunda. Me eché la bendición, no sé por qué.

viernes, 10 de junio de 2011

Audiencia en la procuraduría 145

Aprenderme el nombre completo de la víctima con los dos apellidos y citarlo en la audiencia como si hubiéramos sido amigos cuando ella estaba viva fue una cosa demagógica. Sobre todo porque yo estaba representando al hospital, a la ambulancia, al chofer que la mató.

Estábamos en el piso 23, ante uno de esos eventos legales que siguen a la muerte y en los que el duelo se empieza a mezclar en una mesa con las citaciones, los testimonios y las pólizas. Fue toda la familia de Miriam. El esposo, que tenía esa mirada lejana y triste de los mayordomos mal liquidados; la hija, que tenía puesto el reloj que llevaba Miriam el día del accidente. Los sobrinos, que parecían haber ido por si el abogado del hospital resultaba ser una gonorrea. La mamá, las cuñadas, para llorar el último pedazo de Miriam: las fotos en el expediente, el relato, una vez más, del accidente.

*

Yo había llegado en taxi. Cuando me bajé, el celular se me cayó del bolsillo de la camisa y la pila rebotó en el andén. En el primer piso del edificio había una farmacia y el anuncio de los 40.000 millones del baloto para ese día. Por la mañana había pensado ponerme una camisa roja, pero fui de luto completo, por respeto, por demagogia.

Había pasado toda la semana viendo el expediente. Las fotos en las fritangas de navidad, las risas al lado de tortas embutidas en crema blanca, los sobrinos, las motos en el garaje. A veces paraba en la mitad de un contrato y veía las fotos otra vez. Una demostración en fotocopia del daño moral.

Miraba la Avenida Oriental desde el piso 23. Quise saltar desde una altura que no fuera mortal como la de un edificio o la de una montaña, sino intermedia e incierta, elevada a los ojos, en la que solo la suerte decidiera si me quebraba los tobillos o no me pasaba nada.

viernes, 3 de junio de 2011

La constatación

A veces uno se despierta y en la confusión previa a la realidad no sabe si las cosas pasaron de verdad o si solo las soñó. La constatación puede ser terrible: la muerte de un ser querido no es una cosa vaporosa de la ficción. Pasó en el mundo real y no puede deshacerse durmiendo otro rato; una fortuna inabarcable fue solo un sueño. Las tareas siguen pendientes, completar algo, solucionar algo, dejar de estar dormido, dejar de imaginar y seguir el libreto de verdad, la secuencia seria.

Hugo, un compañero del colegio, perdió la mano derecha en un accidente de tránsito. Completa, desde la muñeca. Me decía que cuando se despertaba sabía que había una novedad, algo que en los segundos previos a la constatación no sabía si era bueno o malo. Después se miraba los brazos y estaban incompletos y en el horizonte anatómico donde antes se levantaba una mano que le rascaba la cabeza, que le tocaba la cara, había un amasijo de gasas ensangrentadas: la realidad.

Anoche tomé mucho. Hoy me desperté pensando que vivía en un país con dos ríos. No tuve que constatar nada, solo levantarme y ver por la ventana. El vecino se había levantado y estaba haciendo algo en el jardín. La crema de afeitar estaba en un muro del baño, junto al cepillo de dientes. Todo estaba completo.