Cuando Liznardo me enseñó a nadar yo no sabía que era sicario. Se la pasaba recostado contra una pared, en pantaloneta, bronceando una calva rodeada de pelitos de alambre como los del bigote. Casi siempre estaba con Supía, haciéndose bromas, discutiendo la reputación de las mujeres del pueblo, mirando a los lados como un animal lleno de depredadores.
Otras veces estaba solo, sentado en el borde la piscina, tomándose una Colombiana mientras decidía lanzarse y nadar de ida y vuelta 50 veces, 60 veces.
Era cuñado de mi tío. Cuando yo pasaba por la esquina me llamaba. Decía que ya apretaba la mano como un hombre; me miraba la espalda y los brazos y decía que me parecía a mi abuelo, grande, macizo. Me preguntaba hasta cuándo iba a estar en el pueblo y me invitaba a sentarme en el andén. Cogía el envase en la mano y por un momento parecía distraído, recordando tal vez una condición insuperable: se imaginaba muerto y desubicado en otro lugar. Conociendo gente nueva, empezando otra vida en la muerte.
El hermano de Liznardo era policía, pero ese siempre me pareció malo. Ni siquiera me le aprendí el nombre. Liznardo, en cambio, parecía un profesor paciente y alegre, con unas facciones serenas que me hacían intuir una consagración secreta al origami o al ajedrez. Ahora que sé que cuando no estaba en la esquina, estaba matando a alguien me lo imagino haciéndolo silenciosamente, como si estuviera escondiéndose para orinar. No creo que amenazara ni que disparara más de la cuenta. Lo hacía sin estado de ánimo, alimentando en el silencio la intimidad con el muerto. Se retiraba despacio y apretaba el revólver entre el resorte de la pantaloneta.
Terminaba ese trabajo raro y se iba para la piscina. Nadaba de ida y vuelta 50 veces, 60 veces.
2 comentarios:
Muy bueno.
Y sin embargo, da más miedo el policía.
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