Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





sábado, 26 de marzo de 2011

Hotel del Llano ****

Estaba en el restaurante del hotel tomándome una coca cola. Al frente estaba la piscina, vacía, recibiendo goteras de un aguacero que llevaba horas pero que empezaba a degenerar en unas lagrimitas sin fuerza, como de ducha Bocherini.

Algunas personas estaban por ahí. Unos con pinta de trabajo, otros -una mamá con su hijo pequeño- tal vez en vacaciones de un esposo furioso. Un señor con uniforme del Ministerio del Medio Ambiente y lo que parecía un comerciante extranjero (según supe más tarde un ingeniero de petróleos canadiense).

Subí a la habitación y miré los paquetes de maní encima de la nevera como cosas ajenas que no podía tocar y mucho menos comprar. Saqué mi kit de cortauñas y con una herramienta precisa, una palita que tiene una lija en el mango, limpié ese mugre de tierra caliente que al final siempre termina en la parte de las uñas que sobresale de los dedos. Llamé a Javier y le dije que me recogiera en la puerta del hotel a las 4 de la mañana.

Sentí que estaba haciendo las cosas bien. La diligencia en los juzgados fue exitosa. Retiré la demanda con el pagaré original, conseguí una dependiente judicial y según mis cuentas me sobrarían unos $240.000 de viáticos. Además iba a madrugar, síntoma de buen juicio, de sanidad mental. En el almuerzo comí pescado y tomé jugo cuando en realidad quería carne y cerveza; estaba haciendo las cosas bien. Sin embargo estaba siempre el llamado a la imprudencia y a la subsiguiente perdición: salir a las 11 de la noche para San José del Guaviare y seguir a la madrugada hasta el Vaupés, en canoa, por un río de esos que están llenos de monstruos, con indios que miran hostiles desde la orilla. Quedarme allá para siempre.

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A las 6 de la tarde del día siguiente estaba en el aeropuerto de Bogotá haciendo la fila equivocada. Adelante iba una señora - La fila es la de más allá, dijo, y señaló una hilera larguísima de bogotanos pequeños revueltos con paisas grandes, banqueros, de blazer, Santiagos. Me dijo que era drusa, que tenía un negocio de lencería en San Andrés y que estaba pensando en trasladar su negocio a Isla Margarita. Era bonita, de unos cincuenta años.

La señora libanesa me dijo que de todas formas no iba a hacer la fila porque acababa de llegar de un tratamiento médico muy complicado. Le vi el pelo alborotado detrás de la coronilla, un rasgo que no parecía habitual en ella y entonces se me vinieron a la cabeza 4 palabras: tumor en el cerebro. – Llevo 3 años con esto, me dijo mostrando los dientes muy despacio mientras hablaba. Yo le dije que tuviera fe. Su cara de cansancio era muy bonita. Había escogido la ropa de ese día para caer desmayada en cualquier pasillo. No sé por qué le dije eso.

1 comentario:

Ana María Mesa Villegas dijo...

Eso es lo que tiene, no me cabe la menor duda.

Debiste seguir hasta la selva.